Se cumplen este 2010 los cien años de uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia de Latinoamérica en general, y de México en particular. Se trata de aquel movimiento revolucionario que convulsionó la vida social y política del país de los aztecas a fines de 1910 y que significó un hito en el evolucionar de los pueblos del continente.
Los hombres y las mujeres humildes que se alzaron contra la longeva dictadura de Porfirio Díaz, demandando una vida más justa a partir de exigencias básicas como tierra y libertad, jamás se imaginaron que lo que comenzó como una revuelta social por mejores condiciones de existencia, crecería hasta convertirse en una hecatombe política que le cambiaría la faz de un modo definitivo a una sociedad que se hallaba anclada en formas semifeudales de organización económica y anacrónicos hábitos culturales.
Durante toda esa década de principios del siglo XX, la sociedad mexicana estuvo inmersa en una conflagración que revolucionó todos los órdenes de su existencia y que transformó profundamente sus raíces como nación y como país. En medio de acontecimientos abigarrados y confusos, al calor de esa azarosa trifulca en la que nombres como Pancho Villa y Emiliano Zapata -sin duda ya históricos-, más un grueso de militares y civiles que también fueron los protagonistas de la refriega, se destacó el empuje y la energía de un pueblo hastiado de la opresión y sediento de libertad.
Una vez expulsado el sátrapa del poder, los insurrectos se lanzaron a una fratricida carrera por la posesión plena de ese ansiado oropel, desbaratando los ideales y los principios que hicieron germinar una de las gestas más admirables de nuestros pueblos. Por varios años, el caos y la anarquía acechó la naciente república de los desheredados, para finalmente terminar confinados, ellos, los verdaderos agentes de la revolución, a un segundo plano por obra y gracia de una clase dirigente que se embriagó con sus triunfos y que hegemonizó los logros visibles de la epopeya.
Cuando al fin se logra institucionalizar la gesta revolucionaria, México ya comenzaba a ser otro país, otro rostro asomaba tras las máscaras que sucesivamente habían ido recubriendo la imagen real de esa vieja civilización. Pues si algo se debe agradecer al ventarrón transformador que asoló la tierra de Cuauhtémoc y de Benito Juárez, de Alfonso Reyes y de Sor Juana Inés de la Cruz, es la amalgama social que trajo consigo en el seno de la hasta entonces excluyente sociedad mexicana, heredera directa de la colonia y sus arrestos novohispanos.
Esa influencia también se dejó sentir en el terreno del arte, al cual fecundó ricamente en todas sus manifestaciones, especialmente en la literatura, la pintura, la música y el cine. Las vicisitudes y los avatares de las luchas populares fueron materia de inspiración de tantísimas obras que los artistas mexicanos produjeron, transmutando en magníficas creaciones estéticas todo el espíritu de ese fenómeno singular.
Destacan entre ellos los pintores agrupados en torno a lo que se denomina el muralismo, característica corriente de la plástica mexicana de la primera mitad del siglo XX que tuvo entre sus principales exponentes a Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. En el terreno literario, son visibles las huellas del tema histórico de la revolución en las obras de Juan Rulfo, Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela y Carlos Fuentes. Pedro Páramo, El águila y la serpiente, Los de abajo y La muerte de Artemio Cruz, son las novelas que, respectivamente, escribieron los autores mencionados a propósito de ello.
En el llamado séptimo arte sobresale nítidamente la cinematografía de Luis Buñuel, un cineasta español afincado en México, pero que fue capaz de identificarse con el alma de la tierra que lo recibió hasta el punto de que su obra es el fiel reflejo de la sensibilidad y el espíritu de sus compatriotas adoptivos. Y en la música, aparte de la notable producción del gran compositor Silvestre Revueltas, México ha logrado lo que quizás ningún otro pueblo latinoamericano: integrar la música popular a la corriente sanguínea del sentir de los mexicanos, que ellos viven cada una de sus expresiones musicales con la intensidad y el frenesí de lo que es propio, de aquello que se ha sabido crear y elaborar con las fibras más íntimas del ser nacional.
Algo de esto y mucho más explora el eximio poeta y ensayista mexicano Octavio Paz en su imprescindible El laberinto de la soledad, descollante ensayo de mediados de siglo que sintetiza la esencia de ese ser mexicano proyectado a una dimensión latinoamericana. Cómo habría reaccionado el poeta al observar lo que hoy sucede en su país, atenazado ferozmente por la violencia delictiva del narcotráfico, en medio del fuego cruzado de esas hordas bestiales que se disputan los espacios para el negocio inmundo de la droga.
Pero esto ya es motivo para otro artículo; quedémonos por lo pronto con lo mejor del legado de aquellos heroicos luchadores, que regaron su sangre para edificar una patria más justa y más igualitaria, más grande y más humana.
Lima, 27 de noviembre de 2010.