He buscado durante más de veinte años el único libro de Nietzsche que no tenía. La única vez que lo había visto, su precio era inaccesible a mil magros bolsillos universitarios; además, tenía la certeza de poder hallarlo otra vez en mejores condiciones de oferta. Hasta que por fin lo he hallado hace unas semanas, e inmediatamente lo he hecho mío, para no tener que esperar otro periodo similar aguardando ventajas de transacción, pues el precio en esta ocasión era sencillamente inmejorable.
Casi de inmediato me he lanzado a bucear en sus oceánicas aguas, flotando en su superficie y sondeando sus profundidades. La majestuosa y soberbia prosa del filósofo alemán, llena de iridiscencias poéticas, saturada de las ideas y los pensamientos más desafiantes e irreverentes de todos los tiempos, es un envite mayor al perpetuo goce del espíritu. Con La Gaya Ciencia se cierra una etapa de su obra, y se abre a su vez una nueva, tal vez la más peligrosa, la más fulgurante y la más trascendente.
La risa sumada a la sabiduría da como resultado esta gaya ciencia, o, como dice Nietzsche, “tal vez la risa se amalgamará entonces con la sabiduría y no habrá más que gaya ciencia”. Son múltiples y diversos los temas que aborda el filósofo en el libro, con ese estilo aforístico que lo caracteriza, y con el desenfado de los grandes heresiarcas del pensamiento. Mas los grandes y graves asuntos de su pensamiento permean toda la obra, como el problema de la moral, el del eterno retorno, el sentido de la tierra, y, en el libro tercero, se anuncia otro de los puntos álgidos de su trabajo de profeta laico: la muerte de Dios, anunciada y explicitada por un loco; problema que será la materia dominante en sus próximas obras, como el Zaratustra y Más allá del bien y del mal.
El filósofo como conjunción de varias cosas: pensamiento científico, facultades artísticas, sabiduría práctica de la vida; el filósofo como alquimista de la palabra, que transmuta el lenguaje más allá del uso de los hombres prosaicos -“personas desprovistas de poesía”-; el filósofo como paciente minero que horada las certezas más absolutas de la humanidad -¡Habrase visto vieja más horrible!-; constituyen el núcleo sobre el que giran todos los temas, como astros luminosos alrededor de una estrella que les prestara su luz.
Su temprana preocupación por la moral está sintetizada en esta definición lapidaria: “La moral es el instinto del rebaño en el individuo”. Aquel pensador que siempre abogó por una moral autónoma, libre de las ataduras que impone el convencionalismo o el orden reinante, no podía haber sido más preciso. Y cuando se trata de justificar la vida, a pesar de cuantos han querido envenenarla en nombre de un gaseoso más allá prometido por la fe, lo hace a partir del arte, expresada en esta frase meridiana: “La existencia nos parece soportable como fenómeno estético”.
Los conceptos relativos al bien y el mal se aclaran en este párrafo: “Los hombres de bien de todas las ápocas han sido los que han profundizado en las ideas añejas para hacerlas fructificar, los cultivadores del espíritu. Pero toda tierra acaba por cansarse, y entonces es menester que vuelva la reja del arado del mal”.
Sabida es la alta consideración que mereció al filósofo de Basilea la poesía; él mismo puede ser visto como un delicado y exquisito poeta, que apelaba a nuestra memoria cuando dijo: “No debemos olvidar que los grandes maestros de la prosa fueron casi todos poetas… y es lo cierto que la buena prosa se escribe pensando en la poesía”. Es por ello que cuando habla de los prosistas más eximios de su siglo, no debe sorprendernos la inclusión de algún poeta. Nietzsche establece su propio canon cuando afirma: “Prescindiendo de Goethe, a quien reivindica con razón el siglo que le produjo, no veo más escritores dignos de ser llamados maestros de la prosa que Giacomo Leopardi, Próspero Merimée, Ralph Waldo Emerson y Walter Savage Landw, el autor de Imaginary Conversations”.
En cuanto a la tiranía de las ideas establecidas, construye este castillo imbatible de palabras: “así como la tiranía de la verdad y de la ciencia puede llegar a producir un alza en el valor de la mentira, la tiranía de la prudencia puede hacer germinar una nueva especie de nobleza del alma (la locura). Ser noble será tal vez entonces tener la cabeza a pájaros”.
En una época dominada por la tronante frase de Marx sobre el papel de la religión en la sociedad, insiste en su idea de que el cristianismo y el alcohol son los narcóticos de Europa, que a su vez hacen degenerar a los pueblos salvajes.
Una nueva mirada al egoísmo: “El egoísmo es la ley de la perspectiva en la esfera del sentimiento. Según esta ley, las cosas más próximas parecen grandes y pesadas, y a medida que se alejan disminuyen en magnitud y en peso”. Sobre la analogía entre la mujer y la vida: “aunque el mundo está lleno de cosas bellas, son raros en él los instantes hermosos y las revelaciones de aquellas cosas. Pero quizás consista en esto el mayor encanto de la vida; la envuelve, tejido en oro, un manto de hermosas posibilidades, prometedoras, esquivas, púdicas, burlonas, compasivas y seductoras. Sí; la vida es mujer”.
Sobre la moral como un traje o disfraz, dice: “No es la ferocidad del animal de presa quien necesita un disfraz moral, sino la cabeza del ganado con su medianía, y el miedo y tedio que a sí misma se inspira. La moral adorna al europeo, ¡confesémoslo! le da distinción, importancia, apariencia, cierto barniz divino”.
Finalmente, una mirada heterodoxa y crítica a la obra de los sabios: “En los libros de los sabios, hay casi siempre algo oprimido que oprime. El especialista asoma siempre por alguna parte; se ve su celo, su formalidad, su malhumor, su vanidad respecto al rincón en que se ha puesto a hilar su tela de araña; se ve su joroba, pues todo especialista tiene joroba. Los libros de los sabios reflejan siempre un alma que se encorva, pues todo oficio obliga al hombre que lo ejerce a encorvarse.”
Bien vale adentrarse es estas páginas bañadas por un pesimismo dionisíaco, que nos muestra el camino del ermitaño por los parajes más desolados del pensamiento, en medio de tierras inhóspitas, donde sólo puede divisarse al viajero y su sombra, pues como dice el filósofo, “el sendero de nuestro cielo pasa por la voluptuosidad de nuestro infierno.”
Lima, 24 de febrero de 2011.