Hay varios personajes públicos por los que experimento un rechazo visceral, una especie de repelencia casi física a su sola vista. Cada vez que escucho o leo algún comentario o declaración de cualquiera de ellos, me provocan arcadas morales, se me revuelven las tripas y siento que me irritan hasta la médula. Los evito a toda costa con todos los medios a mi alcance, pero a veces el encuentro es insoslayable, en una emisión de radio, en una referencia periodística o en una presentación televisiva.
Son principalmente cuatro estos malhadados jinetes de mi apocalipsis privado, cuyos solos nombres evocan en mí pensamientos funestos, ideas crispadas y deseos innombrables. Son las perfectas contrafiguras del panteón personal de mis querencias, donde figura una galería exquisita de personalidades de los talentos más diversos y dispares.
El primero es un personajillo de tonsura y sotana, erigido por los vaivenes eclesiásticos en figura de primera línea de la clerecía nacional, mandamás de una religión tradicional por estos pagos del señor. Sus atributos cardenalicios no se compadecen con los signos de los tiempos, como gustan de decir los teólogos. Su afán protagónico, en una sociedad que debería tender hacia el laicismo, cada vez resulta más anacrónico. En toda ocasión que interviene para sermonear a su rebaño, siento que hablara un monje del Medioevo, un ser absolutamente desfasado de la época que le ha tocado vivir.
El otro es un político camaleónico, cuyas virtudes para el acomodo y la transacción oportunista han hecho que transitara por casi todas las tiendas políticas del país en las últimas décadas. Si al comienzo se perfilaba como conspicuo miembro de las fuerzas que apoyaron a Vargas Llosa en su candidatura presidencial, luego lo veíamos engrosando las filas de ciertos grupos que apoyaban a la grosera caterva fujimorista en el periodo siguiente; e inmediatamente ya era nombrado ministro del nuevo gobierno aprista. Y para confirmar su veleidosa carrera, ahora conforma la plancha presidencial de los herederos de la cleptocracia de los noventa.
El tercero y el cuarto son dos periodistas que convocan mis rabias siderales. Cobijados en esa madriguera reaccionaria llamada Correo, desde donde destilan el líquido purulento de la inquina y la materia tóxica de la maledicencia en cada palabra y en cada frase que dicen. Son dos crápulas de mala entraña, epígonos del pensamiento más retrógrado y cavernícola de nuestros tiempos. Uno de ellos, cada vez que puede, que de hecho es casi siempre pues es el director del mismo, se permite la desvergüenza de enfilar sus injurias contra la alcaldesa de Lima, a quien no le perdona el haber derrotado en las urnas a la candidatura que él favorecía. Y el otro, cuya manía predilecta es excretar bazofia escrita, ha llegado al colmo de la majadería de referirse a nuestro entrañable artista Fernando de Szyszlo en términos no solo irrespetuosos, sino francamente en clave de albañal.
Para expresar su punto de vista en relación a la supuesta incompatibilidad entre el cargo que aquel tenía en el Jurado Electoral -al cual desde luego ya renunció-, y su opinión manifestada públicamente sobre la candidatura de la señora Fujimori, no necesitaba descender a esos niveles de sentina para referirse al pintor. Pero no podía dejar de hacerlo -ahora lo comprendo-, pues ese es su elemento preferido, donde se mueve a sus anchas, como todo un experto en los dudosos y viles artes del agravio y del artero ataque personal. Su racismo y homofobia militantes, completan el precioso paisaje espiritual de su alma infecta y retorcida. Alguien debería enseñarle, por más viejo que sea, a respetar a los demás, por más que sus opiniones no concuerden con sus exabruptos ideológicos.
No necesitan ser nombrados, pues el puro instinto profiláctico adivina su caletre.
Lima, 26 de marzo de 2011.