Luego del triunfo neto del candidato nacionalista Ollanta Humala en las elecciones del pasado 5 de junio y, por consiguiente, de la derrota convincente de la candidata del fujimorismo, así como de los gestos, actitudes y declaraciones del presidente electo, son dos los sentimientos que resumen mejor que ninguno la reacción de millones ante lo sucedido en nuestro país: alivio y esperanza.
El haber impedido por la vía democrática, con la fuerza moral de las urnas y la decisión consciente de millones de peruanos, el retorno de un grupo político con serios antecedentes antidemocráticos y con muchos de sus miembros en las cárceles o siendo buscados por la justicia, constituye por sí mismo un gran triunfo de los valores inmanentes del ser humano y de toda sociedad civilizada.
Si el solo hecho de haber pretendido regresar al poder, después de las tropelías y atrocidades perpetradas en el régimen del señor Alberto Fujimori y de su estrechísimo aliado Vladimiro Montesinos, era ya una osadía descabellada y una insolencia descomunal, el rechazo que ha expresado una mayoría de peruanos a tamaña desvergüenza no nos puede dejar sino reconfortados con ese fondo de reserva ética que ha obrado de manera contundente en la conducta de nuestros compatriotas.
Alivio porque no podía caber en nuestra cabeza la sola idea de que la hija de un expresidente condenado por delitos de corrupción y de violación de derechos humanos, la heredera moral y política de un gobierno nefasto y repudiable, se erigiera, en pocos años de transcurridos dichos crímenes y fechorías, en la presidenta de la República, como si nada hubiera pasado y pasando por encima de la memoria de miles de peruanos que sufrieron en carne propia las villanías de ese régimen, y de millones de ciudadanos que observamos con asco, indignación e impotencia cómo avasallaban la democracia con su prepotencia autoritaria y su indecencia bestial.
Mas luego de anunciarse los primeros resultados de la contienda, y de verse confirmados después conforme pasaban las horas, la calma y la serenidad aquietaron nuevamente el espíritu de quienes batallamos todos estos meses con las solas armas de la memoria, la ética, la razón y el más estricto sentido de justicia. Era el merecido premio para tantas horas y días de ansiedad y preocupación, de aguardar, premunidos de una secreta esperanza platónica, el veredicto del pueblo, que con su honda sabiduría nos ha evitado la vergüenza universal de la legitimación de una de las dictaduras más horrendas y putrefactas de nuestra historia.
Contra la horda de carroñeros de la prensa hipotecada a intereses subalternos, triunfó limpiamente la decencia y la honestidad, encarnadas en este joven líder de nombre inca y raíces andinas, lo cual compromete aún más su mensaje de inclusión social y de lucha contra la pobreza en la que viven por lo menos diez millones de peruanos. No puede subsistir más la cruel paradoja de un país que, según las cifras macroeconómicas, es el que más crece en la región, mientras un importante sector de su población malvive en condiciones de estrechez, abandono y olvido secular.
Y esperanza, pues lo que ahora se nos abre para todos los peruanos es la posibilidad, históricamente tan postergada, de que un gobierno auténticamente popular administre las riendas del Estado en provecho de esas inmensas mayorías que jamás sintieron que eran tomadas siquiera en cuenta, que nunca se beneficiaron ni gozaron de lo que una privilegiada minoría usufructuó durante cerca de doscientos años, si solamente nos referimos al periodo republicano de nuestra historia.
Ese porvenir, entrevisto con las ansias de lo desconocido pero con la firmeza de la fe, no puede ser desaprovechado ahora que legítimamente se ha alcanzado el derecho y el deber de ejercerlo en nombre del pueblo, con el pueblo y para el pueblo, según la vieja y sabia sentencia del gran Abraham Lincoln.
Mientras Europa se derechiza, América Latina avanza en la senda del progresismo, de la mano de gobiernos de izquierda a los que se suma ahora el de Ollanta Humala a partir del 28 de julio. El rumbo que tome, signado por una política de integración con los hermanos latinoamericanos, debe significar además asumir un rol protagónico en el desarrollo de una posición independiente frente a los grandes centros de poder, privilegiando los lazos fraternos que nos vinculan a quienes comparten con nosotros esta travesía histórica.
Lima 11 de junio de 2011.
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