viernes, 17 de junio de 2011

Jorge Semprún

El fallecimiento del escritor y político franco-español Jorge Semprún, hace unos días atrás en París, ha servido para recordar la intensa trayectoria vital de una figura axial en el devenir histórico del siglo XX. Nacido en Madrid, pero afincado casi toda su vida en la ciudad Luz, adonde llegó tras el triunfo del franquismo en España en 1939, Semprún es un caso atípico en el mundo de la cultura contemporánea.


Le tocó vivir, a temprana edad, dos hechos que prefigurarían el rumbo posterior de sus pasos durante la segunda guerra mundial: la muerte de su madre cuando él era apenas un niño y el comienzo de la guerra civil en su país. El primero, sin duda, lo marcaría de una forma personal, que sólo él ha sabido sobrellevar a través de los años en esa peripecia espeluznante que el azar se encargó de asignarle. El segundo significó su pronta incursión en el mundo de la lucha política de la manera más encarnizada.


Su incipiente militancia en el lado republicano, aun cuando fuera de modo larval, le señaló el obligado camino del exilio. Se trasladaría con su padre -un importante funcionario diplomático del gobierno español- y sus hermanos a Francia, país que a su vez se aprestaba a vivir uno de los capítulos más negros de su historia. Así como en España se identificaría con la resistencia antifranquista, en Francia el reloj de la historia le marcaría la hora de la resistencia antinazi, despertando, muy joven aún, a la conciencia de los totalitarismos y los extremismos ideológicos que tanto daño implicaron para la humanidad en el siglo pasado.


Pero el destino le tendría reservado un capítulo especial, una verdadera prueba de fuego, a este “rojo español” -como le gustaba calificarse-, conduciéndolo, cual diligente Virgilio, a una de las experiencias límite más inauditas que ser humano pueda haber vivido: el descenso, por los dantescos círculos infernales de la barbarie nazi, al campo de concentración de Buchenwald; fidedigno asiento del hades en la tierra, tanto como lo fueron Auchswitz, Treblinka, y tantos otros nombres pavorosos que son el perfecto sinónimo de todo el horror desatado en Europa, a mediados del siglo XX, por un incurable psicópata como Hitler.


Tenía apenas veinte años cuando fue capturado por las tropas alemanas y enviado a ese reducto bestial de la demencia nazi, iniciando así una travesía horrísona que dejaría su impronta de fuego y ceniza, en el alma y la memoria de este joven naturalizado francés que arrastraría para siempre el estigma indeleble de haber padecido en carne propia lo que millones de seres humanos, especialmente judíos, padecieron en el llamado holocausto.


Cerca de dos años vivió en medio del horror, del cual recuerda sobre todo -según él mismo ha declarado- un olor que no se parece a ningún otro, pero que no todos están acostumbrados a sentir: el olor de la carne quemada. Ese olor lo ha acompañado toda su vida como un sello imborrable de su paso por ese infierno. Y cuando fue liberado por las tropas aliadas en 1945, junto con miles de cautivos, de los trabajos forzados que realizaban para sus verdugos, la memoria trae a su mente la imagen y el nombre de esos dos soldados que lo ayudaron en sus primeros pasos hacia la libertad. Curiosidad histórica: aquellos combatientes eran ambos judíos germanos pertenecientes al ejército de los Estados Unidos. Todo un simbolismo.


Su militancia comunista también le acarreó no pocos entredichos con la ortodoxia dominante. Esa fue la razón de su expulsión del Partido Comunista Español de Santiago Carrillo, con quien protagonizó una polémica muy esclarecedora, pues Semprún ya abominaba de todo aquello que tuviera un cierto atisbo de autoritarismo, de sectarismo obtuso y cerril; y así como antes se erigió en acérrimo enemigo del franquismo en su patria natal, ahora era el stalinismo el blanco predilecto de su posición crítica en medio de una época nublada por los extremismos más intransigentes.


De todo este maremágnum existencial surge una obra ejemplar y valiosa en muchos sentidos, especialmente el literario, el político y el ético; una obra escrita en su mayor parte en francés, que tiene en El largo viaje (1963) y en La escritura o la vida (1994), quizás los títulos más significativos. Pero no debemos olvidar también al Semprún guionista, aquellos textos que sirvieron para que cineastas de la talla de Costa-Gavras o de Alain Resnais, fraguaran unos filmes inolvidables en la segunda mitad del siglo que se fue.


Por último, su papel como ministro de Cultura en el gobierno del socialista Felipe González en España, estuvo envuelto por un espeso velo de odios gratuitos y resentimientos estériles. Como siempre, el espíritu provinciano de muchos que le achacaron que no viviera en España, que fuera francés o que simplemente fuera comunista, tuvo su cuota de participación. Pero más allá de esas pequeñas miserias, Federico Sánchez -el disfraz onomástico que siempre utilizó Jorge Semprún- quedará como la figura ejemplar del intelectual y el político que no sólo fue testigo de su tiempo, sino protagonista central. Un tiempo que él encarnó mejor que ninguno con la pasión y el fervor de su entrega.



Lima, 17 de junio de 2011.


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