sábado, 4 de junio de 2011

Críticos cítricos

La labor de la crítica es, indudablemente, fundamental en todos los niveles de la creación, sea esta artística, científica o humanística; pero ello trae aparejado también una carga de responsabilidades que el que la ejerce debe asumir con la seriedad y el sentido de la ética que conlleva -o debe conllevar- toda actividad humana.
Este es el tema de una obra de teatro escrita por Mario Vargas Llosa y publicada en 1996, que lleva por título Ojos bonitos, cuadros feos, y que aborda de forma ágil y con una buena dosis de tensión contenida, la historia de una joven pintora que acaba en el suicidio al no poder tolerar la frustración de verse descalificada para la pintura por el hombre que más admira: el crítico y profesor de arte Eduardo Zanelli, reputado columnista de un prestigioso diario de la ciudad, cuyas enteradas opiniones y agudas observaciones sobre el panorama artístico del medio son tomados como verdaderos apotegmas por muchos aficionados al arte y por una legión de lectores.
Zanelli es un crítico que en sus artículos periodísticos puede elevar y consagrar una obra artística y, por lo tanto, encumbrar a su autor; como sepultar para siempre vocaciones incipientes de expositores optimistas e ingenuos. Es lo que el gran escritor cubano Guillermo Cabrera Infante llamaría -con ese especial talento para los juegos paronomásticos- un “crítico cítrico”, un ser dotado para el punzante dardo que hiere de muerte -en el caso de Alicia Zúñiga la expresión llega a ser literal- a la infeliz víctima.
Es aquí donde aparece Rubén Zevallos, teniente de la Marina, el vengador, el hombre que pretenderá hacer justicia con sus propias manos a la novia reticente y enajenada que un día desapareció de su vida dejándole una dolorosa y dolorida carta de despedida. Decide entonces buscar a quien, está seguro, es el directo culpable de la muerte de la mujer que amó y, probablemente, todavía ama. Conoce el lugar donde podría hallarlo y no se equivoca; acude a un vernissage, de los pocos o muchos que acontecen en la ciudad, y que es la ocasión propicia para encontrarse con toda aquella gente ligada al mundillo del arte: artistas, críticos, curadores, coleccionistas y los infaltables esnobs.
Lo aguarda entre los asistentes y le tiende la trampa infalible: un gesto, un simple mohín que es el santo y seña del envite al encuentro que él sabe deseable para el profesor. No ignora los gustos e inclinaciones del susodicho por el amor uranista; finge interesarse por un lance nocturno, una aventura furtiva y fugaz que hará las delicias del veterano crítico. Éste cede y cae limpiamente en la celada, se acerca, intercambian impresiones y luego lo invita a su departamento. Salen discretamente de la galería y se encaminan al escenario de los hechos centrales del drama.
En el diálogo que sostienen en los prolegómenos, se alterna la conversación entre Rubén y Alicia en clave de recuerdo, como un telón de fondo que tiende la memoria para echar luces, desde el pasado reciente, a un presente a punto de precipitarse en un desenlace truculento. Paralelamente a los hechos, aquella trae al instante real los pormenores de una relación tortuosa e interrumpida, que desencadena la voluntad homicida del joven militar, que ve en el hombre de arte al odiado verdugo de su compañera.
Pero en el momento que Eduardo cree que ha llegado la hora de su dicha, salta la liebre: Rubén le espeta a bocajarro el verdadero motivo de su presencia en el departamento. Luego de un diálogo crispado, irisado de ironías y frases ambiguas, donde ambos descubren facetas ocultas de su personalidad, éste le revela su real intención: vengar la muerte de Alicia. Ha ido preparado para ello, sin dejarle a Zanelli el menor resquicio de escapatoria. Es la escena de máxima tensión de la trama; ante el intento de defensa que esgrime el crítico, el teniente lo encañona con un revólver sin silenciador. En medio de libros, cuadros, discos, un cartel de una exposición de Mondrián y la música de Mahler, se está a punto de asistir a un asesinato, al crimen o al ajusticiamiento de una persona que, muerta de miedo, implora clemencia a su atacante.
Pero el fin no puede ser administrado de modo tan expeditivo, que le ahorre al condenado el suplicio que debe ser acorde a su culpa, así como al tamaño del dolor y daño inferidos. Es por eso que Rubén lo mantiene en vilo, retrasando la ejecución mientras el otro se desvive en promesas de cambio, de expiación y de regeneración a cambio de su vida. Rubén dispara, pero el tiro no se produce; es el modo de castigo que ha ideado para ese ser al que desprecia por sobre todo. Entonces Eduardo, que había esperado ese momento lleno de pavor, se recompone lentamente mientras el joven teniente se despide no sin antes exhortarle a que nunca más proceda así con los jóvenes artistas. Le dice al salir: “Si por casualidad nos encontramos, no me saludes.”
Es el final de una magnífica pieza teatral que rompe los moldes formales del género, pero que la refresca de la mejor manera para entregarnos una obra de arte de gran calidad.

Lima, 4 de junio de 2011.

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