A raíz de la juramentación del flamante presidente de la República, el pasado 28 de julio, se ha levantado una innecesaria batahola sobre el significado de dicho acto solemne. El haber jurado por los principios, los valores y el espíritu de la Carta Magna de 1979, ha ocasionado, en primer lugar, que una congresista de la oposición fujimorista se desbande en un comportamiento insolente y soez durante casi los 50 minutos que ha durado el discurso del Primer Mandatario; y, en segundo lugar, un debate que puede ser interesante si no fuera decididamente estéril.
El haber invocado un texto constitucional que no está, ciertamente, en vigencia, pero al cual se le reconoce una calidad especial dentro de los instrumentos jurídicos que han configurado nuestra vida política de los últimos treinta años, ha suscitado la airada reacción de quienes han sido precisamente los fautores y cómplices del inicuo golpe de estado de 1992, cuando el sátrapa que hoy purga condena asumió todos los poderes violentando la Ley de Leyes de 1979.
Al día siguiente, en casi todos los medios impresos, los analistas se desgañitaban tratando de oscurecer dicha juramentación aduciendo su índole provocadora y su temprana heterodoxia. No le perdonaban al presidente Humala el haberse referido en esos términos a una de las bestias negras del fujimorismo, a la cual avasalló carniceramente ese malhadado 5 de abril que muchos tratan del olvidar para tranquilizar sus buenas conciencias, pero que un buen porcentaje de peruanos no olvidan pues sólo la buena memoria nos puede ayudar a zanjar en los deslindes históricos que permiten el avance y la evolución de los pueblos.
Se rasgan las vestiduras los fariseos y los filisteos de toda laya, ponen el grito en el cielo y se mesan los cabellos los publicanos ante tamaña blasfemia, pues cómo es posible que se mencione siquiera la Carta del 79 y no la sacrosanta creatura del 93, obra maestra de la mafia que gobernó el Perú en la aciaga década de los 90 del siglo pasado. Una verdadera herejía, un acto sin nombre que merece el castigo de la cohorte celestial que idolatra al recluso de la Diroes.
Contra los que han condenado en todos los matices el asunto en cuestión, yo no veo la inconveniencia del símbolo, a no ser que se quiera pasarles la mano por el lomo a los prosélitos y cómplices de la dictadura pasada. Quizás el atrevimiento presidencial, secundado luego por sus vicepresidentes, haya sonado desafiante y confrontacional para la bancada fujimorista y algunos otros representantes, pero era ante todo el ejercicio de la libérrima facultad de toda persona de prestar juramento por quien mejor le pareciera. ¿No juramentó precisamente la congresista de marras por su líder en prisión?
Por otro lado, es consenso entre los principales juristas del país -entre quienes honro en mencionar a dos de los más lúcidos: Javier Valle Riestra y Enrique Bernales-, que la Constitución del 79 es infinitamente superior a la del 93, por diversas razones que sería largo enumerar, pero entre las que destacan los referidos a los derechos de las personas, al régimen económico y social y a la estructura del Estado en general, además de la innovación que significó para nuestra legislación la creación del Tribunal de Garantías Constitucionales y otros aportes modernos.
Es verdad también que, a pesar de estas razones, nos rige la Constitución del 93 -considerada por muchos como espuria-, nacida al fragor de la ansiada legitimación que buscaba la naciente dictadura. Y aun cuando fue aprobada por referéndum, cuyos resultados fueron cuestionados por algunos sectores políticos, no son pocos los que no se han resignado a su prevalencia. Siendo rigurosamente legalistas, la Constitución del 93 no sería válida, pues su existencia no está respaldada por los términos previstos en el artículo 307 de la Carta del 79, que contempla los únicos mecanismos en que puede ser modificada o reformada. Siendo así, pues, la discusión sería interminable; pero ello no impide que un funcionario del Estado, elegido limpiamente en las urnas, se tome la licencia de jurar bajo la advocación de un documento legal que hizo historia en nuestro ordenamiento legal. Dejo a los constitucionalistas el debate sobre la pertinencia o no de su restitución, mas igualmente dejo sentada mi posición de que ninguna Constitución es sagrada, como ya lo han dicho en su momento los expertos.
Por último, la justa sanción recibida por quien perpetrara ese bochornoso comportamiento contra el jefe de Estado, ante las delegaciones extranjeras invitadas y ante el mismo pueblo peruano, debe servir de escarmiento ante la eventualidad de futuras baladronadas de estos herederos de los modales autoritarios del régimen que los prohijó. Aunque soy más bien escéptico ante ese objetivo, pues sé que jamás aprenderán auténticas conductas democráticas quienes se han criado al amparo de moldes dictatoriales. Pero al menos no se debe dejar que triunfe la impunidad, y que los culpables de estos desafueros sean justamente castigados.
Lima, 6 de agosto de 2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario