Nada más abrir las primeras páginas del libro, ya había caído bajo el hechizo del genio verbal del gran maestro ruso, pues su novela Guerra y Paz, se deja leer con el encanto y la magia de los grandes frescos narrativos que nos ha legado la literatura universal. Esta monumental novela, cuya trama discurre entre los años 1805 y 1825, teniendo como telón de fondo histórico el cruento episodio europeo de las guerras napoleónicas, posee también el atractivo de aquellas tiernas, y trágicas a la vez, historias de amor, llenas de enredos y dificultades, de triunfos y dichas, como la vida misma.
No pretendo reseñar la obra del conde León Tolstoi, cuando sé perfectamente que ese ejercicio ya se ha ensayado innumerables veces, mas sí quisiera expresar mis impresiones de una lectura que muy bien puede figurar en primera línea de las realizadas en este tiempo. Impresión que en muchas ocasiones es simplemente la maravilla ante una frase, el éxtasis rendido ante una descripción o el regodeo mental ante una pincelada conceptual.
Mientras las tropas de Napoleón Bonaparte emprenden una de esas marchas legendarias por tierras del Viejo Continente, en pos de un predominio tan ilusorio como riesgoso, un puñado de familias rusas son asaeteadas por los ramalazos de la inminente invasión de su pueblo, llevadas al límite de la tragedia por el peligro que la presencia de un enemigo concita en sus vidas, en sus estados de ánimo, en su anónima y pedestre cotidianidad.
Los padres, hijos, hermanos y novios son arrastrados por el ventarrón de la guerra hacia el frente de batalla, donde su sacrificio por la defensa de la patria sumirá a sus seres queridos en hondas depresiones de sufrimiento y dolor. Y en medio de la hecatombe, el narrador nos va deslizando precisos apuntes significativos sobre los incidentes menudos de la contienda y su trascendencia humana, como éste: “Existe en el hombre, después de comer, una disposición de ánimo que, más que cualquier otra causa racional, le lleva a estar satisfecho de sí mismo y a ver en cada uno de los que le rodean un amigo.”
Las dos familias más emblemáticas de la novela -los Bolkonski y los Rostov- prestan a la historia los protagonistas y los sucesos más importantes de la misma. Sus peripecias vitales, en medio del fragor de la contienda, así como sus enigmáticas palabras, dotan al discurso narrativo de un matiz singular en cuanto se encuentran reflexiones como ésta: “Si yo fuese una mujer lo haría -dijo él (el príncipe Bolkonski)-. Esa es una virtud de mujeres. El hombre no puede ni debe olvidar y perdonar.” Sin duda una visión lastrada de cierto machismo, muy característica de la sociedad decimonónica.
Otras veces el acierto en la descripción y el pensamiento es indudable, como cuando el narrador nos dice: “el mal de Natasha es tan desconocido como todas las enfermedades de los hombres, ya que cada uno padece su mal individual como una enfermedad nueva y complicada que la medicina desconoce.” Natasha es la muchacha inquieta y vivaz de la novela, hija del conde Rostov y hermana de Nikolai; es quizás el personaje central de Guerra y Paz, la jovencita de conducta ambigua, prometida del príncipe Andrei Bolkonski, que rompe su compromiso al encapricharse con Anatolio Kuraguin, y que deja en suspenso al lector tratando de adivinar quién será el afortunado que finalmente logre instalarse en su veleidoso corazón.
La angustia roedora de la rutina y el absurdo existencial se expresan precisamente en este monólogo de Natasha: “Otro domingo, otra semana -se dijo, recordando que también el domingo anterior había estado en aquel lugar-. Siempre la misma vida sin vida; siempre las mismas condiciones en que tan fácilmente vivía antes. Soy joven y bonita, y sé que ahora soy buena; antes era mala y ahora soy buena, lo sé, pero los mejores años de mi vida se pasan estériles, sin aprovechar a nadie.” La joven siente que los mejores años de su vida se le van esperando algo que no llega, desesperada ante la certeza del transcurso irreversible e inútil del tiempo.
Ante el peligro que entrañaba la presencia de Napoleón en suelo ruso, la nobleza y los comerciantes -dos estamentos influyentes de la sociedad moscovita- decidieron ofrecer sus máximos sacrificios y así se lo expresaron al Emperador Alejandro. Era el postrer tributo que ofrecían quienes temían perderlo todo frente al paso avasallante del corso por territorio de los zares.
La muerte del príncipe Nikolai Andreievich Bolkonski, que deja a su hija, la princesa María, en una desolación atroz, permite a la vez que ella se entusiasme con la llegada a Boguchárovo de Nikolai Rostov, el húsar del ejército ruso que la rescata de los mujiks que la tenían prisionera. Es como si un destello de sol le llegara después de una tormenta imbatible. Son a veces las trampas del destino que nos hacen vislumbrar un aparente horizonte luminoso.
La inminencia del peligro, su doble valencia, una de las vivencias axiales en la novela, es descrita de manera inmejorable por el narrador, que bien vale la pena transcribirla: “Cuando el peligro está próximo, dos voces hablan en el alma del hombre con la misma fuerza: una pide, muy razonablemente, que se reflexione sobre la calidad misma del peligro y la manera de evitarlo. La otra, con más razón todavía, dice que es demasiado penoso, demasiado duro pensar en los peligros cuando el hombre no puede prevenirlos o evitarlos todos, de manera que es mucho mejor volver la espalda a las cosas penosas, hasta que éstas lleguen, y pensar en las agradables. Aislado, el hombre escucha ordinariamente la primera voz; en cambio, cuando se encuentra en sociedad sigue la segunda.”
Un breve apunte del narrador -tal vez propio del mismo Tolstoi-, sobre el personaje histórico Napoleón, lo pinta así: “Este hombre, destinado por la Providencia al papel triste y servil de verdugo de pueblos, estaba convencido de que el objetivo de sus actos era el bienestar de las naciones, de que era capaz de guiar a millones de destinos humanos y orientarlos hacia la felicidad.” Se percibe todo el crudo escepticismo del maestro ruso sobre la discutida y discutible figura del gran estratega francés y su ilimitada ambición conquistadora.
La ocupación de Moscú por el ejército napoleónico es uno de los episodios más dramáticos de la novela, al punto que el narrador afirma que al ingresar a la ciudad era un ejército, pero que luego al retirarse sólo constituía una banda de malhechores. La experiencia de la guerra no produce sino degradación y envilecimiento en el ser humano, sepultándolo a su simple condición de bestia indomable.
Hay en la historia reencuentros memorables: el de Nikolai Rostov con la princesa María, y el de Andrei Bolkonski con Natasha. Nikolai había quedado libre de su compromiso con Sonia al recibir una carta de ésta, y Andrei moriría en brazos de quien con todo su amor ya no podría retenerlo en esta vida: Natasha.
Luego de la desocupación, saqueo e incendio de la capital, los franceses se retiran derrotados. Pierre Bezújov es liberado y vuelve a la ciudad en ruinas. Se reencuentra con la princesa María y, sorpresivamente, con Natasha, a quien ya no tiene dudas en amar. Nikolai decide unirse finalmente con la princesa María. Es el desenlace de la historia, cuando ambas parejas quedan unidas entre el remolino y la borrasca que el viento de la guerra dejó.
Para acabar, una frase enigmática y desafiante que bien puede servir de colofón poético-filosófico a esta estupenda novela: “Si se admite que la vida humana puede ser dirigida por la razón, se destruye la posibilidad misma de la vida.”
Lima, 13 de agosto de 2011.
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