sábado, 24 de septiembre de 2011

Un santo del infierno

Una de las novelas fundamentales de la narrativa latinoamericana del siglo XX es, qué duda cabe, Sobre héroes y tumbas (1961), del escritor argentino Ernesto Sábato, recientemente fallecido, cerca de los cien años de edad. Ha sido considerada incluso, por muchos críticos, como la novela más importante del país del Plata en la pasada centuria. La he releído por segunda vez y me ha seguido pareciendo cautivante en varios sentidos.


Hace como 25 años, mientras atravesaba uno de esos momentos decisivos en la existencia de todo ser humano, el azar puso en mis manos, utilizando como intermediario a un amigo, esta inmensa y perturbadora obra maestra de uno de los creadores más auténticos y grandes que ha dado el idioma. Algunos años más tarde, ya sosegado de esa primera conmoción que sacudió mi vida la vez anterior, releí un ejemplar que pude adquirir para mi biblioteca personal. Y ahora, con los años y el recorrido que el tiempo acumula en nuestros espíritus, he transitado nuevamente por sus páginas, encontrándome con parajes conocidos, pero también con rincones olvidados, que han obrado en mi memoria con reverberaciones inéditas.


La estremecedora historia de Alejandra y su familia, con Fernando Vidal Olmos, su padre, como figura axial, nos toca de una manera singular; contada desde la perspectiva impávida y azorada de Martín, un muchacho bonaerense que tiene la dicha, y la desdicha, de acercarse al círculo enigmático que traza la peripecia existencial de uno de los seres más extraños e imprevisibles que haya dado la literatura hispanoamericana: la misteriosa, reticente y evasiva Alejandra. Poseedora de esa inocente crueldad que es la máquina de tortura implacable que los hechos infligen al joven personaje. ¿Cuántas mujeres no tienen algo de Alejandra? ¿Quién no ha experimentado, alguna o muchas veces, esa sensación de estremecimiento y desazón, de incertidumbre y desconcierto ante un ser vitriólico y proteico que actúa obedeciendo a su naturaleza más salvaje frente a un ser indefenso y minuciosamente inocente?


Las tribulaciones de Martín, cotejadas e interpoladas con las sabias reflexiones de Bruno, su mentor y padre simbólico, se intercalan en la historia con un esperpéntico informe escrito por Fernando, desde el delirio más desaforado y la paranoia más extrema. Se puede decir que los comentarios que realiza Bruno, alter ego del Sábato pensador, constituyen un verdadero repertorio de consideraciones filosóficas que bañan a lo narrado de un aura de metafísica existencialista, razón por la que los críticos han adscrito a esta novela en la corriente cultural que dominó el panorama de la filosofía occidental a mediados del siglo XX.


El trágico fin de los protagonistas en el Mirador de Barracas, consumidos por el fuego en una especie de expiación colectiva, es contrastado con la serie de pensamientos y atisbos existenciales que el narrador ha regado por toda la novela, a partir de las agudas observaciones de un personaje situado en una posición de testigo observador de los sucesos. Cuando juzga, por ejemplo, el tipo de relación que establecen Martín y Alejandra, dice: “la calidad del amor que hay entre dos seres que se quieren cambia de un instante a otro, haciéndose de pronto sublime, bajando luego hasta la trivialidad, convirtiéndose más tarde en algo afectuoso y cómodo, para repentinamente convertirse en un odio trágico o destructivo.”


O cuando filosofa sobre la verdad, llega a conclusiones sorprendentes: “la verdad no se puede decir casi nunca cuando se trata de seres humanos, puesto que sólo sirve para producir dolor, tristeza y destrucción”; “creo que la verdad está bien en las matemáticas, en la química, en la filosofía. No en la vida. En la vida es más importante la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza.”


Sobre el sentido de la vida, ese peliagudo problema de la filosofía, afirma: “Y si la angustia es la experiencia de la Nada, algo así como la prueba ontológica de la Nada, ¿no sería la esperanza la prueba de un Sentido Oculto de la Existencia, algo por lo cual vale la pena luchar? Y siendo la esperanza más poderosa que la angustia (ya que siempre triunfa sobre ella, porque sino todos nos suicidaríamos), ¿no sería que ese Sentido Oculto es más verdadero, por decirlo así, que la famosa Nada?”


Pero es el perturbador Informe sobre ciegos, tercer capítulo de la novela, el que suscita un interés particular en el lector más desavisado. Narrado por Fernando, como ya dije, -a quien Bruno califica como “una especie de santo del infierno”- se erige en un auténtico descenso al inframundo, utilizando la convenida metáfora de los ciegos, seres que representarían el mundo de las tinieblas, de lo oscuro e invisible, de lo subterráneo y oculto, en una palabra: del Mal. A través de un relato pesadillesco y espeluznante, Fernando ausculta ese submundo real de la consciencia humana, los estratos más profundos de la especie, sus pliegues y recodos más tenebrosos.


Los avatares espirituales de Martín cobran sentido para ese observador prolijo de los hechos como es Bruno, quien llega a la melancólica comprobación de que “nunca se sabe hasta el final, si lo que un día cualquiera nos sucede es historia o simple contingencia, si es todo (por trivial que parezca) o es nada (por doloroso que sea).” Pues el ser humano está sometido a la dura prueba de un aprendizaje vital a costa de portentosas vivencias que graban su alma con el fuego de la experiencia, dejándonos sólo la triste conclusión de que “siempre entendemos demasiado tarde a los seres que más cerca están de nosotros, y cuando empezamos a aprender este difícil oficio de vivir ya tenemos que morirnos, y sobre todo ya han muerto aquellos en quienes más habría importado aplicar nuestra sabiduría.”


La novela termina con la trágica huida del general Lavalle y sus hombres en un salto temporal a los aciagos momentos que gestaron la patria, y cuyos protagonistas son los gloriosos antepasados de estos personajes que terminan sus días en un sangriento crepúsculo, mientras Martín emprende ese viaje al sur del país, como huyendo de los pavorosos acontecimientos que han hecho de él un alma desolada y un ser devastado, que sólo tiene fuerzas para vagar en esa afanosa e instintiva búsqueda de una purificación y una redención que quizás sabe utópicas.



Lima, 24 de septiembre de 2011.


sábado, 17 de septiembre de 2011

Por un Estado Palestino

La existencia de un Estado Palestino ha arribado a su hora clave. Después de más de 60 años de una lucha incesante y cruenta, ha llegado el momento en que la comunidad internacional se vea confrontada de una manera oficial con uno de los conflictos más laberínticos del Medio Oriente.


El viernes 23 se reunirá la Asamblea General de las Naciones Unidas, adonde el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, llevará la decisión tomada por su pueblo de solicitar su reconocimiento como el estado número 194 de la ONU. Pero antes lo hará ante el Consejo de Seguridad, donde es cantado el veto que impondrá los Estados Unidos, aliado natural de Israel. Lo ha anunciado en Ramallah, la sede del gobierno, este viernes 16, en medio de un clima internacional lleno de tensiones y suspicacias.


Cuando en 1948 se puso fin al mandato británico sobre los territorios de la Palestina, aprobándose la partición de los mismos para la creación de dos estados, uno judío y otro árabe, nadie o muy pocos se hubieran imaginado que su concreción habría de atravesar mil y un peripecias hasta el presente. Sólo ese mismo año nacería el estado judío, Israel, con el aval tácito de gran parte de los países occidentales y la tenaz resistencia de los árabes.


Merced a los acuerdos tomados en el seno del organismo internacional, no debería haber pasado tanto tiempo para que igualmente se estableciera el estado palestino, pero ello hasta ahora no ha ocurrido, empantanada la decisión en una serie de diálogos, encuentros, papeles firmados y documentos formales, que lo único que han hecho ha sido dilatar la solución del problema, la única solución justa: la creación del Estado Palestino en los territorios previos a la guerra rapaz de 1967, donde Israel, asistido por su socio infaltable Estados Unidos, ocupó diversos territorios tradicionalmente árabes.


Israel no quiere ni oír las reclamaciones palestinas, muy por el contrario se ha embarcado en una política genocida de exterminio, como en Gaza en el 2008, y de colonizaciones sistemáticas y abusivas, como en Cisjordania hasta hoy en día. Menos aún quiere oír mencionar la aspiración palestina de establecer su capital en Jerusalén Este, ciudad que el estado hebreo considera sagrada. Pero es que no solamente es sagrada o santa para los judíos, sino también para los musulmanes y los cristianos.


A pesar de no contar con el consentimiento de la facción extremista de Hamás, que gobierna Gaza, Mahmud Abbas ha lanzado todo un desafío al mundo occidental, donde lo mínimo que quizá pueda conseguir para su país será ser reconocido como observador sin derecho a voto, el mismo estatus de que goza también el Vaticano. Alrededor de 130 estados se han mostrado a favor del reconocimiento, lo que garantiza un importante triunfo estratégico de los palestinos en el foro mundial de Nueva York.


Ni la reticencia de algunas naciones europeas, como el Reino Unido y Alemania, ni el veto seguro que opondrá Washington, podrá deslucir la justa aspiración de un pueblo milenario que lucha por un derecho inalienable: la posesión de un territorio. Si oscuros y mercenarios intereses lo han impedido hasta ahora, ya es tiempo de que el mundo civilizado corrija, a estas alturas de los tiempos, tamaño desafuero.


Ya no es tan incomprensible que el presidente Obama, que en su discurso de El Cairo trazara el plan para una justa reivindicación del pueblo palestino, se vea ahora en la situación de proseguir la vieja tradición de la potencia yanqui, la de prestarse a consagrar toda tropelía que perpetre Tel Aviv en la convulsa región del Oriente Medio.


España y Francia encabezan en Europa la lista de países que ven con simpatía el reconocimiento de Palestina, mas no basta tal vez el entusiasmo y el apoyo de una considerable mayoría de países en el mundo entero, sino la decisión, injustamente sobrevalorada, de una nación que ejerce un derecho medieval en plena era de la globalización, de un país cuyos sacrosantos intereses son más fuertes y poderosos que la mera razón, que la simple comprensión de lo que significa la justicia internacional.


El primer gran paso a adoptarse este 23 debe continuar con la presión a nivel de los foros más importantes del planeta, para que al fin se avizore una salida digna y decorosa a una situación de flagrante violación del derecho internacional y de los valores democráticos y éticos que sostienen al mundo civilizado.



Lima, 17 de septiembre de 2011.


sábado, 10 de septiembre de 2011

Diez años de soledad

Al conmemorarse los diez años de los espantosos atentados del 11 de septiembre de 2001, que derribaron las otrora simbólicas Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York, con miles de muertos en su haber, mucha agua ha corrido bajo el puente de la realidad internacional para que podamos juzgar ahora los hechos con mayor ecuanimidad y solvencia.


El suceso que, según muchos analistas, historiadores y expertos políticos, marca el inicio propiamente del siglo XXI, ha dado mucho que hablar en todos estos años en que se han visto las consecuencias políticas del mismo y sopesado sus implicancias en los niveles sociales y económicos de una humanidad que ha entrado a una fase crítica de su devenir.


No hay duda de que se trata del acontecimiento más importante de los últimos tiempos, al mismo nivel quizás de lo que en su momento significó la caída del Muro de Berlín o el desplome de la Unión Soviética. Es el ataque más desastroso que ha sufrido la superpotencia norteamericana desde los luctuosos bombardeos que sufriera su base naval en Pearl Harbor, en los aciagos años de la segunda guerra mundial.


Tal vez no haya país en todo el planeta que concentre hacia sí la mayor carga de animadversión e inquina internacionales que los Estados Unidos. Y ello, paradójicamente, debido a su doble papel de guardián diligente en asuntos que conciernen a la libertad y a la paz mundial, como a su desatinada política de injerencia pertinaz, que lo hace inmiscuirse de un modo por demás descarado en los asuntos internos de numerosos países en diversas regiones del orbe.


Ello explica, en parte, el odio sagrado que ha convocado, sobre todo en el mundo islámico, en razón de su sistemática política intervencionista en cuanto conflicto armado o diplomático se suscite en la zona; además de su abierta toma de posición en favor de los intereses de la nación hebrea, firme enemiga de los países árabes que predominan en el explosivo y convulsionado Medio Oriente.


De ahí a la consideración, de las redes internacionales del terror -tipo Al Qaeda-, como objetivo privilegiado de su accionar político armado, hay sólo un mínimo paso, que en múltiples ocasiones se ha traspuesto con su secuela de víctimas y daños en diversos lugares del mundo, y que ha llevado a que la nación más poderosa de la Tierra refuerce sus sistemas de seguridad hasta límites paranoides.


La respuesta falaz e insensata emprendida por el entonces presidente Bush, no deja la menor duda de los propósitos verdaderos de un país gobernado por los mercaderes de la muerte, los dueños de las fábricas de armamentos más sofisticados de nuestros tiempos, que a la vez eran funcionarios del régimen republicano que fraguó la invasión a Irak arguyendo una mentira monumental: que aquél poseía armas de destrucción masiva.


Miles de soldados estadounidenses, reclutados especialmente entre la población migrante de la gran nación del norte, enviados como carne de cañón a las áridas mesetas de la histórica Mesopotamia, para derribar a un tiranuelo desafecto a los intereses de los invasores, permaneciendo varios años en una suerte de ocupación militarizada y colonial, hasta que otra zona del planeta reclamara una nueva atención preferente. Abusos y crímenes perpetrados por estos inconscientes ejemplares de la barbarie más sofisticada, se han sucedido desde entonces sembrando de sangre, terror y muerte los poblados más recónditos de esos olvidados rincones del globo.


Cuando se demostró hasta la saciedad la pantomima de Irak, el frente fue trasladado más allá, hacia las inhóspitas fronteras de Pakistán y Afganistán, donde actúa y gravita el movimiento talibán, otro grupo integrista que se opone férreamente a los planes tuitivos de los norteamericanos en esa zona del mundo. Una guerra que ya lleva varios años, con el único resultado efectista de la muerte de Osama Bin Laden, el líder de Al Qaeda, pero que en términos reales no se puede decir que haya sido un triunfo de las fuerzas occidentales. Si bien tampoco han ganado los grupos radicales, no puede afirmarse, repito, que el justiciero estadounidense haya resultado vencedor. El asunto es más complejo de lo que se imaginan los estrategas del Pentágono o los jerarcas de la Casa Blanca. Aun cuando el actual ocupante de ésta demuestre mayor sagacidad para entenderlo, es poco lo que puede hacer en la práctica, secuestrado como está, por los tenebrosos halcones de las fuerzas armadas, que determinan la política exterior y de defensa del país de las barras y las estrellas.


Se ha acentuado, pues, el aislacionismo de la gran nación sin nombre, avizorándose tras su derrumbe económico, la hecatombe política que terminará con su reinado secular en un final macondiano, en que las estirpes guerreristas condenadas a estos diez rotundos años de soledad, no tendrán una segunda oportunidad sobre la faz de la tierra, suelo ideal del hombre libre y soberano.



Lima, 10 de septiembre de 2011.



sábado, 3 de septiembre de 2011

La PUCP en la picota

Vientos inquisitoriales amenazan abatirse sobre la sociedad peruana. El conflicto que enfrenta a las autoridades de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) con el Arzobispado de Lima, y cuyas implicancias han llegado hasta el mismo Vaticano, es un escenario más de la lucha que se libra en el país entre las fuerzas democráticas de la sociedad y aquellas otras, oscurantistas y retrógradas, que se empecinan en recuperar sus privilegios a toda costa. Los detalles legales y jurídicos del caso ya han sido expuestos hasta el hartazgo por los medios de prensa, a pesar de que la controversia continúa en una especie de compás de espera que nos permite augurar momentos sombríos para el porvenir inmediato de esa prestigiosa universidad.


Me preocupa el rumbo que tomarán los acontecimientos si se concreta el omnímodo deseo de la jerarquía católica peruana, a cuya cabeza figura el inefable cardenal Juan Luis Cipriani, proteico personaje de nuestra fauna criolla. No sólo porque providencialmente pude ser un alumno de dicha universidad, cuando apenas terminado el colegio secundario tenté el inmenso desafío de postular a sus aulas con las armas aún novatas del bisoño estudiante que evidentemente requería algo más que el simple coraje. De lo cual no me quejo, pues a los pocos meses ya estaría apto para que otra casa superior -la Universidad Nacional Mayor de San Marcos- me acogiera en su regazo cual sabia madre nutricia.


Me preocupa sobre todo por lo que ello puede significar para el panorama universitario de nuestro país, cuando una de sus más importantes instituciones es el blanco de los apetitos medievales y autocráticos del lado más cavernoso de la Iglesia Católica. Pues nadie ignora que el fementido cardenal es conspicuo miembro del Opus Dei, una de las congregaciones más reaccionarias y verticales que conviven al interior de la clerecía vaticana.


Ya nos podemos imaginar lo que sería una universidad dirigida por los secuaces del Opus Dei, integrantes de una comunidad religiosa que preconiza el pensamiento único, que se arroga ser el único depositario de la verdad y que por lo tanto actúa con suprema intolerancia frente a aquello que considera sencillamente ajeno al saber revelado y divino que ellos creen representar. Nada más alejado, pues, del auténtico espíritu universitario que esa ambición dogmática y ortodoxa de quienes en pleno siglo XXI siguen siendo accionados por los resortes intelectuales y espirituales del siglo XVI o XVII.


El concepto mismo de universidad dejaría de tener sustento, convirtiéndose la PUCP en un mero apéndice del Arzobispado o del Vaticano, abandonando su sentido más profundo de entidad hecha para la búsqueda afanosa de la verdad, para la confrontación elevada de las ideas, para el diálogo enriquecedor de las ideologías y las filosofías, para la investigación incesante y mística del conocimiento. Es decir, el uno dentro de lo diverso, que es la esencia del espíritu universitario, se perdería irremisiblemente.


No comprendo, por ello, que algunos ex alumnos de la PUCP -que creo son felizmente pocos-, avalen el zarpazo que se prestan a cometer el cardenal y compañía en contra de la autonomía y la independencia de esa casa de estudios. Amparados en argucias legales, esgrimiendo toda clase de razones y sinrazones, pretenden tomar el control académico y económico de la universidad para apuntalar sus nada santos objetivos personales.


O tal vez porque coinciden con sus objetivos políticos, así como el de cierto sector de la prensa, hay quienes secundan esta embestida eclesial contra el verdadero templo del saber que es la universidad. Y no es extraño que ello suceda, porque desde la campaña por la presidencia, y aun antes, esos sectores alentaron una cruzada para desprestigiar a figuras señeras de la PUCP, aludiendo a su militancia de izquierda -a la que estos cojinovas tildan de caviar-, figuras que prestigian a cualquier sociedad civilizada, como por ejemplo el actual rector Marcial Rubio Correa, o Salomón Lerner Febres, quien también fuera rector y además presidente de la CVR.


En fin, se trata por lo tanto de salir a defender los fueros amenazados de la universidad peruana, personificados esta vez en la PUCP, quizás el baluarte más apetitoso de la educación peruana para quienes intentan dirigir sus destinos. No debemos permitir que asuman su gobierno quienes desprecian los derechos humanos, quienes se zurran en la libertad de culto, quienes son -ellos sí- el símbolo de la intolerancia y el odio, quienes miran el mundo y las cosas desde el sesgado pedestal de su miopía histórica.



Lima, 3 de septiembre de 2011.