Una de las novelas fundamentales de la narrativa latinoamericana del siglo XX es, qué duda cabe, Sobre héroes y tumbas (1961), del escritor argentino Ernesto Sábato, recientemente fallecido, cerca de los cien años de edad. Ha sido considerada incluso, por muchos críticos, como la novela más importante del país del Plata en la pasada centuria. La he releído por segunda vez y me ha seguido pareciendo cautivante en varios sentidos.
Hace como 25 años, mientras atravesaba uno de esos momentos decisivos en la existencia de todo ser humano, el azar puso en mis manos, utilizando como intermediario a un amigo, esta inmensa y perturbadora obra maestra de uno de los creadores más auténticos y grandes que ha dado el idioma. Algunos años más tarde, ya sosegado de esa primera conmoción que sacudió mi vida la vez anterior, releí un ejemplar que pude adquirir para mi biblioteca personal. Y ahora, con los años y el recorrido que el tiempo acumula en nuestros espíritus, he transitado nuevamente por sus páginas, encontrándome con parajes conocidos, pero también con rincones olvidados, que han obrado en mi memoria con reverberaciones inéditas.
La estremecedora historia de Alejandra y su familia, con Fernando Vidal Olmos, su padre, como figura axial, nos toca de una manera singular; contada desde la perspectiva impávida y azorada de Martín, un muchacho bonaerense que tiene la dicha, y la desdicha, de acercarse al círculo enigmático que traza la peripecia existencial de uno de los seres más extraños e imprevisibles que haya dado la literatura hispanoamericana: la misteriosa, reticente y evasiva Alejandra. Poseedora de esa inocente crueldad que es la máquina de tortura implacable que los hechos infligen al joven personaje. ¿Cuántas mujeres no tienen algo de Alejandra? ¿Quién no ha experimentado, alguna o muchas veces, esa sensación de estremecimiento y desazón, de incertidumbre y desconcierto ante un ser vitriólico y proteico que actúa obedeciendo a su naturaleza más salvaje frente a un ser indefenso y minuciosamente inocente?
Las tribulaciones de Martín, cotejadas e interpoladas con las sabias reflexiones de Bruno, su mentor y padre simbólico, se intercalan en la historia con un esperpéntico informe escrito por Fernando, desde el delirio más desaforado y la paranoia más extrema. Se puede decir que los comentarios que realiza Bruno, alter ego del Sábato pensador, constituyen un verdadero repertorio de consideraciones filosóficas que bañan a lo narrado de un aura de metafísica existencialista, razón por la que los críticos han adscrito a esta novela en la corriente cultural que dominó el panorama de la filosofía occidental a mediados del siglo XX.
El trágico fin de los protagonistas en el Mirador de Barracas, consumidos por el fuego en una especie de expiación colectiva, es contrastado con la serie de pensamientos y atisbos existenciales que el narrador ha regado por toda la novela, a partir de las agudas observaciones de un personaje situado en una posición de testigo observador de los sucesos. Cuando juzga, por ejemplo, el tipo de relación que establecen Martín y Alejandra, dice: “la calidad del amor que hay entre dos seres que se quieren cambia de un instante a otro, haciéndose de pronto sublime, bajando luego hasta la trivialidad, convirtiéndose más tarde en algo afectuoso y cómodo, para repentinamente convertirse en un odio trágico o destructivo.”
O cuando filosofa sobre la verdad, llega a conclusiones sorprendentes: “la verdad no se puede decir casi nunca cuando se trata de seres humanos, puesto que sólo sirve para producir dolor, tristeza y destrucción”; “creo que la verdad está bien en las matemáticas, en la química, en la filosofía. No en la vida. En la vida es más importante la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza.”
Sobre el sentido de la vida, ese peliagudo problema de la filosofía, afirma: “Y si la angustia es la experiencia de la Nada, algo así como la prueba ontológica de la Nada, ¿no sería la esperanza la prueba de un Sentido Oculto de la Existencia, algo por lo cual vale la pena luchar? Y siendo la esperanza más poderosa que la angustia (ya que siempre triunfa sobre ella, porque sino todos nos suicidaríamos), ¿no sería que ese Sentido Oculto es más verdadero, por decirlo así, que la famosa Nada?”
Pero es el perturbador Informe sobre ciegos, tercer capítulo de la novela, el que suscita un interés particular en el lector más desavisado. Narrado por Fernando, como ya dije, -a quien Bruno califica como “una especie de santo del infierno”- se erige en un auténtico descenso al inframundo, utilizando la convenida metáfora de los ciegos, seres que representarían el mundo de las tinieblas, de lo oscuro e invisible, de lo subterráneo y oculto, en una palabra: del Mal. A través de un relato pesadillesco y espeluznante, Fernando ausculta ese submundo real de la consciencia humana, los estratos más profundos de la especie, sus pliegues y recodos más tenebrosos.
Los avatares espirituales de Martín cobran sentido para ese observador prolijo de los hechos como es Bruno, quien llega a la melancólica comprobación de que “nunca se sabe hasta el final, si lo que un día cualquiera nos sucede es historia o simple contingencia, si es todo (por trivial que parezca) o es nada (por doloroso que sea).” Pues el ser humano está sometido a la dura prueba de un aprendizaje vital a costa de portentosas vivencias que graban su alma con el fuego de la experiencia, dejándonos sólo la triste conclusión de que “siempre entendemos demasiado tarde a los seres que más cerca están de nosotros, y cuando empezamos a aprender este difícil oficio de vivir ya tenemos que morirnos, y sobre todo ya han muerto aquellos en quienes más habría importado aplicar nuestra sabiduría.”
La novela termina con la trágica huida del general Lavalle y sus hombres en un salto temporal a los aciagos momentos que gestaron la patria, y cuyos protagonistas son los gloriosos antepasados de estos personajes que terminan sus días en un sangriento crepúsculo, mientras Martín emprende ese viaje al sur del país, como huyendo de los pavorosos acontecimientos que han hecho de él un alma desolada y un ser devastado, que sólo tiene fuerzas para vagar en esa afanosa e instintiva búsqueda de una purificación y una redención que quizás sabe utópicas.
Lima, 24 de septiembre de 2011.