sábado, 26 de noviembre de 2011

París era una fiesta

Luego de algunos meses de su estreno, he visto recién la semana pasada Midnight in Paris -traducida al castellano, Medianoche en París-, la última película escrita y dirigida por el excéntrico y genial cineasta neoyorquino Woody Allen, que me ha confirmado en la antigua certidumbre de que este ilustre hijo de Manhattan encabeza la lista de mis autores favoritos en el rutilante y exigente mundo del cine.
Recuerdo que la primera vez que tuve la oportunidad de ver una película de Woody Allen en el cine, fue allá por los años 80 del siglo pasado, ocasión para la que invité a un amigo de la universidad, quien entusiasmado se sumó a la propuesta, sin saber el muy ladino que habría de ser su experiencia más decepcionante en materia cinematográfica.
El film era Hannah y sus hermanas, una de las más hermosas obras de arte que yo haya visto en el cine durante toda mi vida. Sucede que casi al comenzar no más la película, mi amigo -que ahora debe ser un competente juez o fiscal en el engolado mundo de la judicatura- empezó a roncar, adormecido de modo fulminante por el movimiento lento de las escenas, los diálogos chispeantes de referencias literarias y filosóficas y el argumento lleno de saltos temporales y espaciales, rasgos absolutamente ajenos al gusto masivo que siempre ha imperado en nuestro medio.
Cuando finalizó la función y al salir de la sala, mi buen amigo me encaró muy enfadado haberlo llevado a presenciar ese mamotreto. A partir de ese episodio, nunca más cometí la torpeza de invitarlo a mis incursiones en el séptimo arte, en esos años gloriosos de aprendizaje de un lenguaje radicalmente distinto del que hasta entonces había conocido. Y ya desde esa ocasión, Woody Allen se instaló definitivamente en mi discreto y silencioso corazón de cinéfilo.
He tratado de ver, desde entonces, todas las películas que se han estrenado en nuestro país del maestro de las gruesas gafas y el porte desaliñado y espontáneo; pues está lejos de su talante y personalidad adoptar esas poses manieristas y cursis de estrellas o divas en la que fácilmente recalan muchísimas personalidades del cine, especialmente si han sido tocadas por Hollywood, esa Meca del cine como negocio, mas no como arte.
Pero volviendo a Medianoche en París, la reciente muestra del talento y la maestría de este judío de Manhattan, se trata de una extraordinaria visión del París de los años 20, esa época dorada, en muchos sentidos y aspectos, del siglo que se fue. Se inicia con una secuencia de imágenes de postal de los lugares más emblemáticos de esa mítica ciudad, acompañada por esa suave música de jazz que ha caracterizado a casi toda la filmografía del maestro neoyorquino.
Una típica pareja estadounidense realiza un viaje a la capital francesa por razones de negocios, acompañada por la hija y su prometido, un joven guionista de Hollywood que busca emanciparse de la grisura de su atmósfera escribiendo una novela. Una vez en la Ciudad Luz, alternan con personas amigas en el hotel y en el restaurante, de donde una noche salen en busca de diversión, pero a la que el joven guionista desiste de ir. Arguye que prefiere quedarse a descansar o escribir, pero empieza a vagar por la ciudad sin rumbo.
Se detiene en las escalinatas al pie de una iglesia, donde justo a la medianoche, las doce campanadas anuncian que la magia ha comenzado. Un auto de la época llega rugiendo con jóvenes en plan de juerga, se detiene ante nuestro héroe de ocasión, lo invitan a subir, él se niega; finalmente lo convencen. El viaje al pasado, a esos añorados años veinte, se consuma en medio de la complicidad parisina de esos jóvenes despreocupados y libérrimos que llegan para materializar uno de sus máximos sueños.
Se dirigen a un salón exclusivo donde los espera una fiesta, a la que él ingresa entre asombrado e incrédulo. Perdido en medio de la sala, mira a todos lados, hasta que una mano femenina se posa en su hombro invitándolo a acompañarla. En ese instante se acerca una figura masculina, a quien la dama presenta al intruso; es nada menos que Scott Fitzgerald, el legendario escritor norteamericano autor de esa novela insuperable: El gran Gatsby. El estupor de Gil no tiene límites.
En otras noches sucesivas, y siempre tras el santo y seña de las doce campanadas, recorrerá los lugares, los bares y los salones, ahora históricos, de ese París de entreguerras, en tanto su novia y los padres de ella se preguntan a dónde puede ir Gil en esas escapadas nocturnas. Conocerá, en esas incursiones al pasado, a escritores, pintores, cineastas e intelectuales famosos como Ernest Hemingway, T. S. Elliot, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Luis Buñuel, Gertrude Stein, entre otros, que poblaron con sus figuras, sus nombres y sus leyendas, toda una época que en el país de la Revolución se denominó Belle Èpoque.
Una maravillosa cinta que reafirma mi devoción y admiración por Woody Allen, ese inmenso creador que le ha dado al cine la altura y la categoría que tienen la gran literatura, la mejor pintura y la divina música. Imprescindible.

Lima, 26 de noviembre de 2011.

1 comentario:

  1. De Ana y sus hermanas la escena que más recuerdo es aquella en que Allen sale del médico -que le dijo que estaba sano- a los saltos, feliz... por unos metros, hasta que toma conciencia que debe seguir vivo. En su última obra, Woody se da el gusto de situarse en donde más le hubiera gustado vivir: los años veinte. Su alter ego Owen actúa igual que Woody, al punto que al iniciar la película confundí su voz con la de Allen. Magnífica película, como la de Ana y sus hermanas, El dormilón (Futurama, acaso) y Zelig, entre otras.

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