Desde que el hombre sintió la necesidad, por naturaleza o por azar, de separarse y hacerse diferente de los animales, se ha valorado el saber como uno de los rasgos distintivos de nuestra especie. La aparición gradual de los centros de enseñanza, primero las escuelas en los monasterios o conventos y posteriormente las universidades como entidades autónomas, no ha hecho sino asentar en la cultura occidental la aventura del conocimiento como una de las conquistas más preciosas del espíritu humano.
Durante muchos siglos, que en realidad son pocos si los comparamos con la existencia del hombre sobre el planeta, los estudios universitarios nunca descuidaron esa visión universal del saber que es la razón de ser de su esencia, teniendo en las llamadas humanidades una de las fuentes inagotables de enriquecimiento y elevación del estudiante, sea cual sea la profesión que haya elegido.
La gran paradoja de nuestro tiempo, sin embargo, es que cuantos más estudios de post-grado existen -maestrías, doctorados, etc.-, somos, curiosamente, más incultos e ignorantes. La superespecialización de las denominadas carreras profesionales se ha convertido en el signo -gloria y condena a la vez- de esta época, que ha hecho del desprecio por la filosofía y las humanidades en general su santo y seña, la manifestación más notoria de su estrechez y su indigencia.
Un saber divorciado de las urgencias más profundas del ser humano; un saber muy a tono con las exigencias utilitarias de un mundo cada vez más digitalizado y robotizado, pero ajeno a esa preocupación esencial por el ser, destino y trascendencia del hombre, no puede producir sino una legión de técnicos especializados en las numerosas parcelas en que se ha dividido el conocimiento con el argumento de que así era lo conveniente para su mejor abordaje intelectual.
Emerson dijo siempre que la profesión universal es la de ser humano. El trascendentalismo preconizado por el gran pensador norteamericano, donde se funden armoniosamente una discreta religiosidad puritana y un fervoroso idealismo romántico, le hacía ver que, cualquiera fuera la aspiración terrena del hombre, y sobre todo si esa búsqueda tenía como meta el ejercicio de una profesión, jamás debía descuidarse esa visión superior sobre nuestro destino como seres dotados de cualidades especiales que deberíamos cultivar para alcanzar precisamente esa trascendencia.
Las universidades, que en los últimos tiempos han proliferado asombrosamente en nuestro medio, han contribuido indudablemente a ello, a ese gradual proceso de precarización de los estudios, que las ha hecho descender vertiginosamente de los niveles académicos e intelectuales que poseían hasta hace apenas unas décadas. Unos sistemas de ingreso poco exigentes, donde se tiene en cuenta más las posibilidades económicas del postulante que sus reales capacidades personales -especialmente en muchas de las universidades privadas-, ha traído como nefasta consecuencia la existencia de una muchedumbre de jóvenes cursando “estudios universitarios” sin ostentar verdaderamente el rango de verdaderos estudiantes universitarios.
Y la tendencia es que esas características se van a acentuar en los próximos años, si no hacemos nada para detener este avance en cantidad de los centros de enseñanza superior, pero no en calidad. El maestro Luis Jaime Cisneros decía que en nuestro país eran apenas un puñado de universidades las que merecían llevar ese nombre. Comprobarlo es relativamente fácil. Por poner un ejemplo: conversaba hace unos días con un joven estudiante de ciencias de la comunicación -de una universidad particular, por supuesto- sobre el porvenir de sus estudios, y me decía que la mayoría de sus compañeros estaban interesados por los aspectos visuales -fotografía, publicidad- de la comunicación, y no tanto por el periodismo o prensa, pues ello exigía leer y esas cosas.
Ya podemos imaginar el futuro del periodismo serio y fidedigno en manos de estos futuros señores versados en las ciencias de la comunicación. No quiero ni pensar en los abismos de miseria informativa y carencia de rigor de los medios del futuro, dirigidos, editados y escritos por estos estudiantes que reniegan del acto de leer, por estos “universitarios” ajenos al libro y a los textos en general. Ya podemos vislumbrar algo de ello en las publicaciones de la prensa chatarra, situación que al parecer se agravaría con la presencia de una caterva de egresados de las facultades sin la mínima y decorosa preparación.
Y esto que sucede con el periodismo también pasa con otras profesiones, sobre todo con el Derecho, de lo cual puedo dar fe. Así pues, tengo casi por una certeza incontestable que, en materia de estudios y especializaciones, a los que se ha lanzado en forma desbocada nuestra época, ello sólo producirá seres deformes y contrahechos, mas no auténticos hombres de cultura.
Lima, 31 de diciembre de 2011.
sábado, 31 de diciembre de 2011
sábado, 24 de diciembre de 2011
Los adioses
Cuatro personajes del siglo XX, fallecidos en la semana que pasó, han enlutado de alguna manera este mundo vertiginoso que se apresta a celebrar las fiestas de fin año. Algunos más conocidos que otros, todos han jugado un papel importante, ya sea en la cultura o en la política, desde el lugar que decidieron ocupar en sus vidas.
El primero de ellos es el periodista, escritor, politólogo y temible polemista inglés Christopher Hitchens, radicado en los Estados Unidos y nacionalizado estadounidense en el año 2007, donde ha desarrollado una brillante y exitosa carrera desde su posición de iconoclasta empecinado. Bebedor compulsivo, fumador sin tregua y ateo militante, situado por la crítica entre Voltaire y Orwell, Hitchens era la más agreste piedra en el zapato del sistema establecido, al cual provocaba cada tanto con sus desplantes críticos o con sus dardos emponzoñados de una sátira corrosiva.
Un puñado de libros irreverentes y contraculturales, donde la idea de dios era puesta continuamente en entredicho -Dios no existe, Dios no es bueno, etc.-, le han granjeado un puesto en la lista poco apetecible de los intelectuales sometidos a los acosos y los asedios del poder. Desmitificador de figuras consagradas del mundo contemporáneo -como la madre Teresa, por ejemplo-, asumió en los últimos años extrañas posiciones ante asuntos cruciales de la política mundial, como el haber manifestado su apoyo a la invasión norteamericana a Irak y a la guerra inglesa contra Argentina por las islas Malvinas.
Al día siguiente no más, el sábado 17, moría la más importante artista caboverdiana del siglo XX y comienzos del XXI: Cesária Évora. La llamada diva de los pies descalzos, o la diva descalza simplemente, se había catapultado a los primeros planos de la fama y el éxito cerca ya de los cincuenta años, merced a una voz impresionante de registros graves y tersos.
Alguna vez declaró que cantaba para alejar a la tristeza, sentimiento en el que nos ha sumido la noticia de su partida. Su afición por la bebida la tuvo secuestrada en la esterilidad y el anonimato casi una década, trance del que salió para emprender una evolución muy personal en el terreno del canto y convertirse en una de las máximas exponentes de la “morna” y la “coladera”, dos de los ritmos tradicionales de la isla donde nació, un archipiélago más bien, que alguna vez fue colonia portuguesa.
Y el día domingo se despedían al unísono Kim Jong-Il y Václav Havel, presidente del Corea del Norte el primero y ex presidente de Checoslovaquia y de la República Checa el segundo. La figura de Kim Jong-Il es indudablemente de primera magnitud para entender el proceso de uno de los escasos regímenes comunistas que subsisten en estos tiempos. Sucesor del gran Kim Il-Sung, su padre y fundador de la República de Corea del Norte, Jong consolidaría el poder en el país asiático desde su plataforma ideológica de estalinista convicto y confeso.
Adorado por su pueblo, y líder de un país que vive cerrado a los tráfagos y las corrientes de este mundo globalizado, Kim Jong-Il era uno de los últimos jerarcas de un sistema ideológico que se desplomó hace más de veinte años, pero que sobrevive en poquísimos países del planeta sometidos a la hostilidad y las embestidas de sus enemigos.
Václav Havel, poeta y dramaturgo checo, artífice de la “Revolución de Terciopelo” de 1989, que acabó con el comunismo en Europa del Este, y que estuvo asimismo implicado en la Primavera de Praga de 1968, ha escenificado su retirada de este mundo a los 75 años, luego de haber protagonizado jornadas históricas en la evolución de la política europea en las últimas décadas del siglo XX.
Václav Havel es el caso del intelectual y hombre de letras que intempestivamente es arrastrado a las arenas de la lucha política, donde se juega todo su prestigio y todo su talento por la defensa de los ideales de la libertad, la justicia y la democracia. Es elegido presidente de Checoslovaquia a la caída del régimen comunista, él, el disidente, el que estuvo preso por largas temporadas en las cárceles del gobierno satélite de Praga.
No negó jamás su concurso en esas horas aciagas para salvar a su pueblo, asumiendo el liderazgo político, con un breve interregno cuando la separación de Eslovaquia y Chequia en 1993, retomando enseguida el cargo, ahora como presidente de la flamante República Checa. Su alta investidura moral e intelectual le granjearon el respeto de la comunidad internacional, cargo que ejerció por 13 años con ecuanimidad y solvencia.
El viaje de este mundo al trasmundo siempre será un misterio para el ser humano, pero nos queda el pequeño consuelo de saber que algunas vidas seguirán alumbrando, como los astros que se extinguen en la inmensidad del cosmos, el espacio y el tiempo de los mortales que aguardamos, temerosos, tomarles la posta.
Lima, 24 de diciembre de 2011.
El primero de ellos es el periodista, escritor, politólogo y temible polemista inglés Christopher Hitchens, radicado en los Estados Unidos y nacionalizado estadounidense en el año 2007, donde ha desarrollado una brillante y exitosa carrera desde su posición de iconoclasta empecinado. Bebedor compulsivo, fumador sin tregua y ateo militante, situado por la crítica entre Voltaire y Orwell, Hitchens era la más agreste piedra en el zapato del sistema establecido, al cual provocaba cada tanto con sus desplantes críticos o con sus dardos emponzoñados de una sátira corrosiva.
Un puñado de libros irreverentes y contraculturales, donde la idea de dios era puesta continuamente en entredicho -Dios no existe, Dios no es bueno, etc.-, le han granjeado un puesto en la lista poco apetecible de los intelectuales sometidos a los acosos y los asedios del poder. Desmitificador de figuras consagradas del mundo contemporáneo -como la madre Teresa, por ejemplo-, asumió en los últimos años extrañas posiciones ante asuntos cruciales de la política mundial, como el haber manifestado su apoyo a la invasión norteamericana a Irak y a la guerra inglesa contra Argentina por las islas Malvinas.
Al día siguiente no más, el sábado 17, moría la más importante artista caboverdiana del siglo XX y comienzos del XXI: Cesária Évora. La llamada diva de los pies descalzos, o la diva descalza simplemente, se había catapultado a los primeros planos de la fama y el éxito cerca ya de los cincuenta años, merced a una voz impresionante de registros graves y tersos.
Alguna vez declaró que cantaba para alejar a la tristeza, sentimiento en el que nos ha sumido la noticia de su partida. Su afición por la bebida la tuvo secuestrada en la esterilidad y el anonimato casi una década, trance del que salió para emprender una evolución muy personal en el terreno del canto y convertirse en una de las máximas exponentes de la “morna” y la “coladera”, dos de los ritmos tradicionales de la isla donde nació, un archipiélago más bien, que alguna vez fue colonia portuguesa.
Y el día domingo se despedían al unísono Kim Jong-Il y Václav Havel, presidente del Corea del Norte el primero y ex presidente de Checoslovaquia y de la República Checa el segundo. La figura de Kim Jong-Il es indudablemente de primera magnitud para entender el proceso de uno de los escasos regímenes comunistas que subsisten en estos tiempos. Sucesor del gran Kim Il-Sung, su padre y fundador de la República de Corea del Norte, Jong consolidaría el poder en el país asiático desde su plataforma ideológica de estalinista convicto y confeso.
Adorado por su pueblo, y líder de un país que vive cerrado a los tráfagos y las corrientes de este mundo globalizado, Kim Jong-Il era uno de los últimos jerarcas de un sistema ideológico que se desplomó hace más de veinte años, pero que sobrevive en poquísimos países del planeta sometidos a la hostilidad y las embestidas de sus enemigos.
Václav Havel, poeta y dramaturgo checo, artífice de la “Revolución de Terciopelo” de 1989, que acabó con el comunismo en Europa del Este, y que estuvo asimismo implicado en la Primavera de Praga de 1968, ha escenificado su retirada de este mundo a los 75 años, luego de haber protagonizado jornadas históricas en la evolución de la política europea en las últimas décadas del siglo XX.
Václav Havel es el caso del intelectual y hombre de letras que intempestivamente es arrastrado a las arenas de la lucha política, donde se juega todo su prestigio y todo su talento por la defensa de los ideales de la libertad, la justicia y la democracia. Es elegido presidente de Checoslovaquia a la caída del régimen comunista, él, el disidente, el que estuvo preso por largas temporadas en las cárceles del gobierno satélite de Praga.
No negó jamás su concurso en esas horas aciagas para salvar a su pueblo, asumiendo el liderazgo político, con un breve interregno cuando la separación de Eslovaquia y Chequia en 1993, retomando enseguida el cargo, ahora como presidente de la flamante República Checa. Su alta investidura moral e intelectual le granjearon el respeto de la comunidad internacional, cargo que ejerció por 13 años con ecuanimidad y solvencia.
El viaje de este mundo al trasmundo siempre será un misterio para el ser humano, pero nos queda el pequeño consuelo de saber que algunas vidas seguirán alumbrando, como los astros que se extinguen en la inmensidad del cosmos, el espacio y el tiempo de los mortales que aguardamos, temerosos, tomarles la posta.
Lima, 24 de diciembre de 2011.
sábado, 17 de diciembre de 2011
Danzas y andanzas de Zorros
Quizás la novela más ligada a la vida y a la muerte de José María Arguedas, la que testimonia de un modo dramático y certero la lucha que el escritor libraba en su interior, fue aquella que escribió en su último año de vida, y que se publicaría póstumamente con el título de El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971).
Aconsejado por su psiquiatra, la chilena Lola Hoffman, José María acometió la ardua tarea de su propia cura, a través de la escritura de esta su última obra, donde se combinan fragmentos de diarios y el relato de la historia y la vida del puerto de Chimbote, durante los años de bonanza que le produjo el boom de la pesca.
Como en una terapia o sesión psicoanalítica, José María enfrenta a sus demonios, aun cuando sabe, o por lo menos intuye, que ya no podrá ser capaz de exorcizarlos. Entonces se aferra a la ficción -“no es una desgracia luchar contra la muerte, escribiendo”, dice-; siente por momentos que las fuerzas se le agotan, que su ánimo languidece y que cae bruscamente a un pozo profundo, al pozo de la más negra desesperanza.
En este año en el que se ha celebrado el centenario del nacimiento de nuestro insigne compatriota, una forma de rendirle tributo era leyéndolo, es decir, entrando en contacto con su palabra y su alma, a través de la obra dejada por el gran novelista. Es así que, después de muchos años de una curiosa confabulación del azar, que me impidió acceder a su última novela, por fin he tenido el gozo y el privilegio de participar de ese diálogo de zorros que en un sentido simbólico representa la ficción.
Cuánto habrá tenido que batallar en su corazón y en su alma un ser tan sensible y tan tierno como el de José María, arrastrando en sus hombros mustios la carga pesada de todas sus derrotas y todos sus fracasos, reales o imaginarios. Cómo se habrá visto confrontado a ese momento supremo en que decidió dejar este mundo, prefiriendo la muerte a la soledad del vacío existencial, según confiesa en su última carta.
Y que al preparar ese hecho atroz, tuviera sin embargo la misma delicadeza y la misma consideración que siempre tuvo para con los demás, pensando hasta en los detalles más precisos para que su muerte no tuviera que perjudicar a nadie, sobre todo a la universidad en la que era docente. Uno no logra imaginar siquiera ese trance insólito de un hombre debatiéndose entre el mundo de aquí y el de más allá.
Y su novela, pues, es el reflejo onírico y misterioso de esos demonios que ya lo acogotaban. La historia de los pescadores y los habitantes de esa ciudad que, en los años de la pesca boyante y de la creciente industria de la harina de pescado, se vio convertida en la tierra de promesas y esperanzas para miles de inmigrantes que bajaron de las serranías para encontrar un futuro mejor en las orillas del mar, podría verse como el último filón de una esperanza que cada vez para el novelista era nula.
Una vida llena de miserias y tanteos, de casas precarias en el arenal de un típico pueblo bullente de actividad febril por la actividad económica, con sus obreros y sus patrones, sus mendigos, locos y prostitutas; sus luchas sindicales y sus enfrentamientos sectarios, además de los infaltables curas. En una prosa bellísima, amasada en la ternura infinita de su raigambre quechua, cuando describe las cosas y los hombres, y otra más descriptiva y realista cuando recoge el habla de esos migrantes del ande en suelo costeño, la novela discurre mostrándonos el auge y la pujanza de una comunidad que se va haciendo a golpes de tenacidad y voluntad inquebrantables.
Tal vez lo que le faltó al mismo Arguedas, quien en la vida real ya había asumido su propio fin como la única forma de arreglar cuentas consigo mismo. Hay razones que nunca podremos aceptar, pero que respetamos con la misma pasión y el mismo convencimiento que tuvo aquel que decidió ejercerlas para llevar a cabo su fatal voluntad.
Son profundamente estremecedoras, al respecto, las dos cartas con que se cierra el libro, la que dirige al editor argentino Gonzalo Losada, y la que escribe al rector de la Universidad Agraria. Ambas son, en muchos sentidos, como el canto de cisne de un creador que ha llegado conscientemente al límite de sus fuerzas, pero que sin patetismo explica su decisión que ya está tomada, y que se permite solicitar ciertos detalles para cuando su cuerpo sea solamente un despojo.
Pues su espíritu sigue y seguirá vivo, mientras exista alguien que tome uno de sus libros y entable ese diálogo con el maestro, al modo de los zorros míticos de su novela, fungiendo esta vez él como el zorro de arriba, en el hanan pacha, y nosotros los zorros de abajo, aquí en el kay pacha, según la cosmovisión del mundo andino.
Lima, 17 de diciembre de 2011.
Aconsejado por su psiquiatra, la chilena Lola Hoffman, José María acometió la ardua tarea de su propia cura, a través de la escritura de esta su última obra, donde se combinan fragmentos de diarios y el relato de la historia y la vida del puerto de Chimbote, durante los años de bonanza que le produjo el boom de la pesca.
Como en una terapia o sesión psicoanalítica, José María enfrenta a sus demonios, aun cuando sabe, o por lo menos intuye, que ya no podrá ser capaz de exorcizarlos. Entonces se aferra a la ficción -“no es una desgracia luchar contra la muerte, escribiendo”, dice-; siente por momentos que las fuerzas se le agotan, que su ánimo languidece y que cae bruscamente a un pozo profundo, al pozo de la más negra desesperanza.
En este año en el que se ha celebrado el centenario del nacimiento de nuestro insigne compatriota, una forma de rendirle tributo era leyéndolo, es decir, entrando en contacto con su palabra y su alma, a través de la obra dejada por el gran novelista. Es así que, después de muchos años de una curiosa confabulación del azar, que me impidió acceder a su última novela, por fin he tenido el gozo y el privilegio de participar de ese diálogo de zorros que en un sentido simbólico representa la ficción.
Cuánto habrá tenido que batallar en su corazón y en su alma un ser tan sensible y tan tierno como el de José María, arrastrando en sus hombros mustios la carga pesada de todas sus derrotas y todos sus fracasos, reales o imaginarios. Cómo se habrá visto confrontado a ese momento supremo en que decidió dejar este mundo, prefiriendo la muerte a la soledad del vacío existencial, según confiesa en su última carta.
Y que al preparar ese hecho atroz, tuviera sin embargo la misma delicadeza y la misma consideración que siempre tuvo para con los demás, pensando hasta en los detalles más precisos para que su muerte no tuviera que perjudicar a nadie, sobre todo a la universidad en la que era docente. Uno no logra imaginar siquiera ese trance insólito de un hombre debatiéndose entre el mundo de aquí y el de más allá.
Y su novela, pues, es el reflejo onírico y misterioso de esos demonios que ya lo acogotaban. La historia de los pescadores y los habitantes de esa ciudad que, en los años de la pesca boyante y de la creciente industria de la harina de pescado, se vio convertida en la tierra de promesas y esperanzas para miles de inmigrantes que bajaron de las serranías para encontrar un futuro mejor en las orillas del mar, podría verse como el último filón de una esperanza que cada vez para el novelista era nula.
Una vida llena de miserias y tanteos, de casas precarias en el arenal de un típico pueblo bullente de actividad febril por la actividad económica, con sus obreros y sus patrones, sus mendigos, locos y prostitutas; sus luchas sindicales y sus enfrentamientos sectarios, además de los infaltables curas. En una prosa bellísima, amasada en la ternura infinita de su raigambre quechua, cuando describe las cosas y los hombres, y otra más descriptiva y realista cuando recoge el habla de esos migrantes del ande en suelo costeño, la novela discurre mostrándonos el auge y la pujanza de una comunidad que se va haciendo a golpes de tenacidad y voluntad inquebrantables.
Tal vez lo que le faltó al mismo Arguedas, quien en la vida real ya había asumido su propio fin como la única forma de arreglar cuentas consigo mismo. Hay razones que nunca podremos aceptar, pero que respetamos con la misma pasión y el mismo convencimiento que tuvo aquel que decidió ejercerlas para llevar a cabo su fatal voluntad.
Son profundamente estremecedoras, al respecto, las dos cartas con que se cierra el libro, la que dirige al editor argentino Gonzalo Losada, y la que escribe al rector de la Universidad Agraria. Ambas son, en muchos sentidos, como el canto de cisne de un creador que ha llegado conscientemente al límite de sus fuerzas, pero que sin patetismo explica su decisión que ya está tomada, y que se permite solicitar ciertos detalles para cuando su cuerpo sea solamente un despojo.
Pues su espíritu sigue y seguirá vivo, mientras exista alguien que tome uno de sus libros y entable ese diálogo con el maestro, al modo de los zorros míticos de su novela, fungiendo esta vez él como el zorro de arriba, en el hanan pacha, y nosotros los zorros de abajo, aquí en el kay pacha, según la cosmovisión del mundo andino.
Lima, 17 de diciembre de 2011.
sábado, 10 de diciembre de 2011
Ensayo sobre la estupidez
Desde que Albert Einstein afirmara alguna vez que había dos infinitos -el universo y la estupidez humana-, mucho se ha escrito y se ha discutido sobre este rasgo característico de una especie que pareciera ser la depositaria a exclusividad de un modo de ser y de un modo de actuar. Sólo que habría que hacerle una precisión a lo dicho por el científico alemán; y es que la estupidez sólo puede ser humana, pues otros seres están felizmente exentos de ella.
Curiosamente, los animales están exonerados de cometer estupideces, así como los vegetales y las piedras viven absolutamente ajenos a esta marca privativa de los seres humanos. Es por ello que hablar de la estupidez humana ya constituye una redundancia, por lo que debemos, al hablar de ella, decir sólo la estupidez, dejando sobreentendido que tras ella siempre anda agazapado un espécimen de nuestra raza.
Debemos hablar sobre la estupidez instalada, con derecho a perpetuidad, en los colegios, las universidades y los medios de comunicación; la estupidez que brilla, a pantalla completa, en los comentarios de las páginas virtuales que promueven las redes sociales.
La estupidez superlativa de los programas de televisión, de los locutores radiales -sobre todo los que transmiten partidos de fútbol-, con honrosísimas excepciones.
La estupidez se acumula en los anaqueles de esas reuniones familiares donde, después de la parte protocolar y convencional de los primeros momentos, se termina, azuzados a su vez por las bebidas desinhibitorias y la confianza adquirida, realizando vulgares chistes de doble sentido que no hacen más que repetir trillados tópicos de esa visión común y prejuiciosa sobre la sexualidad humana.
La estupidez de las ceremonias de toda clase, con sus respectivas cursilerías, su retórica inflamada y su previsible provisión de lugares comunes. Nadie resiste ese cargamontón de sandeces y bobadas que se profieren desde las formas más serias y graves, cuando en una ocasión determinada todos se someten a ella.
La estupidez, a escala juvenil, que se practica cotidianamente en las aulas de clase de todos los colegios del país; esa misma estupidez que alguna se ensañara con el poeta César Moro, según cuenta Mario Vargas Llosa en su libro de memorias. Esa atrevida estupidez, porque no sabe que lo es, que se pavonea y vanagloria de su supuesta hazaña de pacotilla.
La estupidez que se exhibe impúdicamente en los quioscos de periódicos y que emana a raudales de la prensa popular capturada por ese olfato para los negocios burdos y plebeyos. La estupidez que se lee interminablemente en esos pasquines inmundos por una masa de semianalfabetos embrutecidos por la basura periodística.
La estupidez que destella a borbotones en páginas famosas del mundo virtual, donde cualquier usuario se atreve, envalentonado por la posibilidad de ser alguien en el ciberespacio, a dejar su comentario en un enlace, en una foto, al pie de otro comentario, llevando ad infinitum esa retahíla de torpezas ortográficas y gruñidos gramaticales que caracterizan el lenguaje de las mayorías.
La estupidez cósmica que significa la coexistencia, en un mismo planeta, de un hombre que llega a ser endiosado hasta la náusea por el mercado que maneja el negocio del fútbol, llegando a ganar cifras astronómicas en corto tiempo, con otro que apenas sobrelleva su existencia material, acuciado por mil y un necesidades y obligaciones, así sea un hombre de talento y de genio.
Es estúpidamente obsceno que se pague cantidades bestiales por un hombre, que puede tener todas las condiciones y habilidades con la pelota, y que no se pueda reconocer a otro con una mínima cantidad, así posea las mismas o mejores capacidades en áreas más trascendentales de la vida humana. Que un futbolista obtenga esos hiperbólicos ingresos y que un artista muera en la indigencia, es una prueba fehaciente de la infinita estupidez de esta especie inverosímil.
En fin, como el problema excede ampliamente los limitados márgenes de esta columna, dejaré para otras veces el seguir sondeando este misterio central de la condición humana.
Lima, 10 de diciembre de 2011.
Curiosamente, los animales están exonerados de cometer estupideces, así como los vegetales y las piedras viven absolutamente ajenos a esta marca privativa de los seres humanos. Es por ello que hablar de la estupidez humana ya constituye una redundancia, por lo que debemos, al hablar de ella, decir sólo la estupidez, dejando sobreentendido que tras ella siempre anda agazapado un espécimen de nuestra raza.
Debemos hablar sobre la estupidez instalada, con derecho a perpetuidad, en los colegios, las universidades y los medios de comunicación; la estupidez que brilla, a pantalla completa, en los comentarios de las páginas virtuales que promueven las redes sociales.
La estupidez superlativa de los programas de televisión, de los locutores radiales -sobre todo los que transmiten partidos de fútbol-, con honrosísimas excepciones.
La estupidez se acumula en los anaqueles de esas reuniones familiares donde, después de la parte protocolar y convencional de los primeros momentos, se termina, azuzados a su vez por las bebidas desinhibitorias y la confianza adquirida, realizando vulgares chistes de doble sentido que no hacen más que repetir trillados tópicos de esa visión común y prejuiciosa sobre la sexualidad humana.
La estupidez de las ceremonias de toda clase, con sus respectivas cursilerías, su retórica inflamada y su previsible provisión de lugares comunes. Nadie resiste ese cargamontón de sandeces y bobadas que se profieren desde las formas más serias y graves, cuando en una ocasión determinada todos se someten a ella.
La estupidez, a escala juvenil, que se practica cotidianamente en las aulas de clase de todos los colegios del país; esa misma estupidez que alguna se ensañara con el poeta César Moro, según cuenta Mario Vargas Llosa en su libro de memorias. Esa atrevida estupidez, porque no sabe que lo es, que se pavonea y vanagloria de su supuesta hazaña de pacotilla.
La estupidez que se exhibe impúdicamente en los quioscos de periódicos y que emana a raudales de la prensa popular capturada por ese olfato para los negocios burdos y plebeyos. La estupidez que se lee interminablemente en esos pasquines inmundos por una masa de semianalfabetos embrutecidos por la basura periodística.
La estupidez que destella a borbotones en páginas famosas del mundo virtual, donde cualquier usuario se atreve, envalentonado por la posibilidad de ser alguien en el ciberespacio, a dejar su comentario en un enlace, en una foto, al pie de otro comentario, llevando ad infinitum esa retahíla de torpezas ortográficas y gruñidos gramaticales que caracterizan el lenguaje de las mayorías.
La estupidez cósmica que significa la coexistencia, en un mismo planeta, de un hombre que llega a ser endiosado hasta la náusea por el mercado que maneja el negocio del fútbol, llegando a ganar cifras astronómicas en corto tiempo, con otro que apenas sobrelleva su existencia material, acuciado por mil y un necesidades y obligaciones, así sea un hombre de talento y de genio.
Es estúpidamente obsceno que se pague cantidades bestiales por un hombre, que puede tener todas las condiciones y habilidades con la pelota, y que no se pueda reconocer a otro con una mínima cantidad, así posea las mismas o mejores capacidades en áreas más trascendentales de la vida humana. Que un futbolista obtenga esos hiperbólicos ingresos y que un artista muera en la indigencia, es una prueba fehaciente de la infinita estupidez de esta especie inverosímil.
En fin, como el problema excede ampliamente los limitados márgenes de esta columna, dejaré para otras veces el seguir sondeando este misterio central de la condición humana.
Lima, 10 de diciembre de 2011.
sábado, 3 de diciembre de 2011
Nicanor Parra: el gato que dijo guau
La concesión del Premio Cervantes 2011 al heterodoxo poeta chileno Nicanor Parra, ha suscitado toda una serie de reacciones en el mundo de la cultura latinoamericana. Desde el alborozo de la delegación chilena en la Feria del Libro de Guadalajara -que se lleva a cabo por estos días-, hasta la satisfacción secreta y silenciosa de miles de seguidores de este singular representante de una forma única de abordar la poesía, desde su contracara, desde su revés, algo que él bautizara precisamente como la “antipoesía”.
Se ha reconocido la labor de un poeta que a lo largo de sus 97 años de vida, ha expandido de una manera excepcional los límites del idioma, al que ha dotado de un poder de comunicación pocas veces visto en nuestro idioma, y que solo se puede rastrear a partir de la inmensa presencia de un poeta francés como Baudelaire. Hay ciertos ecos y correspondencias entre la obra del chileno y la de autor de Las flores del mal; así como también una notoria influencia del tono coloquial de la poesía anglosajona.
Frente a la desmesura del canto épico y del lirismo superlativo de un Pablo Neruda, que en su país fue un auténtico desafío para cualquiera, se yergue el ritmo conversacional y el habla simple de la calle de un poeta -o antipoeta más bien-, que antepuso su propia voz para desmitificar un oficio que siempre corre el peligro de enredarse en sus propios pies, como muy bien lo expresa en su poema titulado “Manifiesto”: “Nosotros repudiamos / La poesía de gafas obscuras / La poesía de capa y espada. / La poesía de sombrero alón. / Propiciamos en cambio / La poesía a ojo desnudo / La poesía a pecho descubierto / La poesía a cabeza desnuda”.
En otro poema alude también su rechazo a “la poesía del pequeño dios” (Huidobro), a “la poesía de la vaca sagrada” (Neruda), y a la “poesía del toro furioso” (De Rocka). En un país de eximios poetas, con dos Premios Nobel y dos Cervantes -aparte de él, ahora-, su figura es aún más significativa porque implicaba justamente levantarse por sus propios medios ante las imponentes montañas literarias que tenía al lado. Y lo hizo de una forma que terminó torciéndole el pescuezo a esa retórica convencional que casi siempre ha dominado en el arte de escribir poesía, para entregarnos una poética sin duda original y totalmente a contracorriente de aquella formalmente establecida.
Las voces de poetas como Nicanor Parra son imprescindibles para tonificar la poesía, que a veces puede enfrentarse a las fronteras de su propio decir. De esa gozosa disidencia, hecha de humor e ironía, extraigo estos versos: “Cordero de dios que lavas los pecados del mundo / dame tu lana para hacer un sweater” (Agnus dei); “Al propio dios hay que cambiarle nombre / que cada cual lo llame como quiera: / Es un problema personal” (Cambios de nombre); “Fui lo que fui: una mezcla / De vinagre y aceite de comer / ¡Un embutido de ángel y bestia!” (Epitafio).
Hay una anécdota que la cuenta el mismo poeta de uno de sus nietos -pues últimamente se ha dedicado a recopilar frases de niños-, en que aquel le dice a Nicanor que si él fuera gato diría guau, y que si fuera perro diría miau. Ahí está la clave para entender, creo yo, la actitud vital y estética del autor de Poemas y antipoemas. El pequeño había resumido desde su inocencia, y desde esa inteligencia prístina que caracteriza a algunos niños, toda la filosofía esencial de la aventura poética de un hombre que quiso ponerse en las antípodas de lo correctamente establecido y crear otros cánones, erigir otros parámetros, desde los que aprehender el hecho poético.
Nicanor Parra es, pues, en el mundo de la poesía, aquel gato que en vez de miau, dijo guau, ese animal literario que a fuerza de nadar contra la corriente, emite una voz que suena extraña al principio, pero que luego es aceptada porque surge desde la más honda autenticidad, desde esa fuente inasible y misteriosa que hace que un hombre, elegido entre miles, diga, con las palabras más comunes y corrientes, lo no dicho, exprese lo inexpresable, hable por la especie y deje, de este modo, el testimonio más hermoso de la condición humana.
Lima, 3 de diciembre de 2011.
Se ha reconocido la labor de un poeta que a lo largo de sus 97 años de vida, ha expandido de una manera excepcional los límites del idioma, al que ha dotado de un poder de comunicación pocas veces visto en nuestro idioma, y que solo se puede rastrear a partir de la inmensa presencia de un poeta francés como Baudelaire. Hay ciertos ecos y correspondencias entre la obra del chileno y la de autor de Las flores del mal; así como también una notoria influencia del tono coloquial de la poesía anglosajona.
Frente a la desmesura del canto épico y del lirismo superlativo de un Pablo Neruda, que en su país fue un auténtico desafío para cualquiera, se yergue el ritmo conversacional y el habla simple de la calle de un poeta -o antipoeta más bien-, que antepuso su propia voz para desmitificar un oficio que siempre corre el peligro de enredarse en sus propios pies, como muy bien lo expresa en su poema titulado “Manifiesto”: “Nosotros repudiamos / La poesía de gafas obscuras / La poesía de capa y espada. / La poesía de sombrero alón. / Propiciamos en cambio / La poesía a ojo desnudo / La poesía a pecho descubierto / La poesía a cabeza desnuda”.
En otro poema alude también su rechazo a “la poesía del pequeño dios” (Huidobro), a “la poesía de la vaca sagrada” (Neruda), y a la “poesía del toro furioso” (De Rocka). En un país de eximios poetas, con dos Premios Nobel y dos Cervantes -aparte de él, ahora-, su figura es aún más significativa porque implicaba justamente levantarse por sus propios medios ante las imponentes montañas literarias que tenía al lado. Y lo hizo de una forma que terminó torciéndole el pescuezo a esa retórica convencional que casi siempre ha dominado en el arte de escribir poesía, para entregarnos una poética sin duda original y totalmente a contracorriente de aquella formalmente establecida.
Las voces de poetas como Nicanor Parra son imprescindibles para tonificar la poesía, que a veces puede enfrentarse a las fronteras de su propio decir. De esa gozosa disidencia, hecha de humor e ironía, extraigo estos versos: “Cordero de dios que lavas los pecados del mundo / dame tu lana para hacer un sweater” (Agnus dei); “Al propio dios hay que cambiarle nombre / que cada cual lo llame como quiera: / Es un problema personal” (Cambios de nombre); “Fui lo que fui: una mezcla / De vinagre y aceite de comer / ¡Un embutido de ángel y bestia!” (Epitafio).
Hay una anécdota que la cuenta el mismo poeta de uno de sus nietos -pues últimamente se ha dedicado a recopilar frases de niños-, en que aquel le dice a Nicanor que si él fuera gato diría guau, y que si fuera perro diría miau. Ahí está la clave para entender, creo yo, la actitud vital y estética del autor de Poemas y antipoemas. El pequeño había resumido desde su inocencia, y desde esa inteligencia prístina que caracteriza a algunos niños, toda la filosofía esencial de la aventura poética de un hombre que quiso ponerse en las antípodas de lo correctamente establecido y crear otros cánones, erigir otros parámetros, desde los que aprehender el hecho poético.
Nicanor Parra es, pues, en el mundo de la poesía, aquel gato que en vez de miau, dijo guau, ese animal literario que a fuerza de nadar contra la corriente, emite una voz que suena extraña al principio, pero que luego es aceptada porque surge desde la más honda autenticidad, desde esa fuente inasible y misteriosa que hace que un hombre, elegido entre miles, diga, con las palabras más comunes y corrientes, lo no dicho, exprese lo inexpresable, hable por la especie y deje, de este modo, el testimonio más hermoso de la condición humana.
Lima, 3 de diciembre de 2011.
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