La
problemática asociada con los asuntos de la cultura y sus ecos en el mundo de
hoy es el tema del reciente libro de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012), un conjunto de
ensayos vertebrados alrededor de artículos periodísticos que el escritor y
Premio Nobel fue produciendo en las últimas décadas y publicando en el diario El País de España, y que abordan
aspectos disímiles de la vida social, política y cultural de diversas regiones
del planeta.
Tiene razón Alonso Cueto cuando sostiene
que la tesis central del libro es la propensión de la cultura de nuestra época
–o de lo que llamamos cultura- al entretenimiento y la frivolidad. Esa
trivialización o banalización se manifiesta en todos los terrenos de la
actividad humana: el arte, la literatura, el periodismo, la música, la
religión, etc. Son testimonio de ello los embelecos del arte moderno, la
literatura en su versión más ligera, el periodismo amarillo y sensacionalista,
la música boba de moda y la religión en sus enredos materiales.
Siguiendo el razonamiento profético que
hiciera en 1948 el poeta norteamericano T. S. Eliot, Vargas Llosa concluye que
esa época sombría carente de cultura que avizorara el autor de The Waste Land, es la nuestra. Nunca
como ahora, efectivamente, se habría visto en tal magnitud esa consagración casi
religiosa, de las personas y los individuos, a las manifestaciones más
simplonas, chabacanas y baratas de lo que en términos generales podemos
denominar cultura.
Repasa para ello una serie de nociones
ligadas al término cultura que no deja de ser interesante, comenzando por las
que asumiera el mismo Eliot, siguiendo por los aportes de Guy Debord, Frédéric Martel,
Gilíes Lipovetsky y Jean Serroy.
La idea de que para el mantenimiento o
preservación de la “alta cultura” se requiere de una elite que garantice su
vigencia, subyace en el hecho de creer que la ingenua pretensión de
democratizar la cultura va a terminar empobreciéndola. Tristemente hemos
comprobado en los tiempos que corren que ello ha sido así; pues a la masiva
difusión de los medios de comunicación, a la expansión inaudita de sus
mecanismos e instrumentos de dominio, se ha debido en buena parte esta
entronización del disparate y la bufonada, el imperio del mal gusto y la
astracanada.
Parafraseando a Zygmunt Bauman, se podría
hablar de una cultura “líquida”, para referirse a esa noción de cultura que se
ha disuelto en un mar de expresiones equívocas. Si todo es cultura, según la
perspectiva que introdujeron los estudios antropológicos, ya nada es cultura; o
en todo caso su espectro es tan amplio que resulta difícil discriminar qué es
cultura, al modo clásico, de aquello que observamos, y qué no lo es, si muchas
veces se presentan confundidos y abrazados.
En un libro de los años sesenta, La societé du Spectacle, de Guy Debord,
ya se postulaba la idea de “la ‘cosificación’ del individuo, entregado al
consumo sistemático de objetos, muchas veces inútiles y superfluos…”. Realidad
que evidentemente se ha agravado en nuestros tiempos, donde la dictadura de lo
banal, la cultura del mercado, es lo que impera cada vez más arrolladoramente.
El consumismo como distintivo de la civilización se ha impuesto de tal manera,
que “la distinción entre precio y valor se ha eclipsado y ambas cosas son ahora
una sola, en la que el primero ha absorbido y anulado al segundo.”
Hay una cita de Debord que es elocuente al
respecto: “El espectáculo es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que
no expresa finalmente más que su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián
de este sueño” (Proposición 21). Cuando pensamos en millones de seres
hipnotizados por las pantallas de televisión, cautivos hasta no más de sus
programas anodinos e insulsos, comprobamos esta luminosa visión de un pensador
que hace casi medio siglo ya podía prever lo que se venía.
Una sociedad que ha instalado a los ídolos
del fútbol y del espectáculo en el pináculo de la fama y la gloria, merece
indudablemente más de una suspicacia. Asistimos impávidos, los pocos que
andamos despiertos en esta cueva de Platón en que se ha tornado nuevamente el
mundo, al reino de la nadería y la estupidez más absolutas. Se ha pasado de
Jacob Burckhardt a Lionel Messi, de Gabriel Marcel a Cristiano Ronaldo; de
María Callas a Madonna, de Ana María Matute a Lady Gaga.
La explicación es clarísima, el autor la
sitúa en “esa necesidad de distracción, el motor de la civilización en que
vivimos”, debido fundamentalmente a “la ínfima vigencia que tiene el
pensamiento en la civilización del espectáculo.”
Con una clarividencia inusual, fui
consciente desde mi adolescencia de este problema que Vargas Llosa explicita
con su lucidez habitual. Yo sabía perfectamente, a mis 14 o 15 años de edad,
cómo no tenía que ser mi vida, pues tenía a la frivolidad tan cerca que con
sólo verle la cara supe que mi existencia jamás estaría consagrada a rendirle
pleitesía, como lo hacían tantos y tantas jóvenes en la provincia donde nací,
con un fervor y una pasión incomprensibles, entonces, para mí. Ahora puedo
entender en su real dimensión de qué se trataba todo eso.
Finaliza el ensayista asumiendo la crítica
de los especialistas, que obnubilados en su coto de caza privado, son incapaces
de contemplar el amplio horizonte de la cultura. Es el otro extremo de la
realidad descrita en el libro, la de aquellos que poseyendo las cualidades y el
talento para disfrutar y crear la cultura, se vuelven increíblemente contra sí mismos
desbarrando en teorías delirantes y carentes de todo asidero en la razón.
Un libro recomendable, con mucha miga y
escrito en la mejor prosa del idioma.
Lima, 28 de
abril de 2012.