sábado, 30 de junio de 2012

Un cantar Inca


     Premunida de una amplísima bibliografía, María Rostworowski acomete en Historia del Tahuantinsuyu (Lima, IEP, 1999, 2ª.ed.), la ardua tarea de reconstruir el pasado de lo que fue una de las grandes civilizaciones de la América precolombina. Dispone para ello de abundante información que le suministran los cronistas de ayer y los estudiosos de hoy, con los cuales nutre sus datos y enriquece sus referencias. Asombra el manejo de fuentes que la autora dispone para un trabajo de esta envergadura, haciendo acopio de publicaciones preexistentes así como de sus propias investigaciones.
     Comienza, en las aclaraciones previas, haciendo un deslinde con el término “imperio”, que tan profusamente se ha usado y se sigue usando para referirse a la sociedad inca en los estudios históricos. La palabra estaría lastrada de reminiscencias europeas que no se corresponden con una realidad radicalmente diferente a la que pretende nombrar.
     En la primera parte, el capítulo 1 está dedicado al estudio del Cusco primitivo, cuyo nombre originario, Acamama, serviría para conocer el futuro emplazamiento de lo que luego sería la capital inca. Igualmente aparece la mención al primer curacazgo del Cusco, Ayarmaca, denominación que deriva de las voces quechuas ayar, que significa quinua silvestre, y maca, raíz comestible.
     La infaltable referencia a los mitos de origen es el tema del capítulo 2, como la de los hermanos Ayar: Ayar Cachi queda tapiado en el cerro Tambotoco; Ayar Uchu es transformado en piedra; Ayar Auca se convierte en piedra al pisar el suelo del paraje que indicaba la vara fundacional y Ayar Manco es quien realiza la magna hazaña de crear e iniciar lo que con el tiempo sería una vasta y compleja civilización.
     En el tercer capítulo se ocupa de la expansión y desarrollo del Tahuantinsuyu, destacando el mito de la guerra contra los chancas, etnia indómita y belicosa que también habría sido la culpable de la desintegración del centro Wari. Revive la vieja discusión sobre quién venció a aquellos temibles guerreros, si Pachacutec o Viracocha. Según Rostworowski, Garcilaso se inclina por el segundo, trocando los hechos. Nos recuerda de paso que “algunos soberanos waris llevaron el apelativo Pachacutec”.
     Relieva la importancia de la reciprocidad en el mundo andino, como un mecanismo de gran sutileza para lograr vencer las resistencias naturales de las diversas macroetnías, señoríos y curacazgos que se encontraban diseminados a lo largo del avance y expansión de los cusqueños. Describe sus imponente construcciones y centros administrativos, como Huanuco Pampa y Tumibamba, símbolos representativos de la arquitectura inca.
     A la llegada del invasor, los incas no habían logrado consolidar una nación, por lo que rápidamente fueron avasallados por las huestes hispanas, que contaron para su dominio con la colaboración de muchos pueblos recientemente sometidos por los señores del Cusco. Tanto las conquistas pacíficas que realizaron los incas, como la de los chincha, y las que tuvieron feroces resistencias, como la de los guarco y los collec, no lograron afianzar una sólida alianza que les permitiera hacer frente a un enemigo superior en muchos sentidos. Las rebeliones tanto en el norte como en el sur fueron un permanente dolor de cabeza para el soberano y prefiguraron en cierta manera el fin del predominio inca.
     En el capítulo 5 encara el laborioso asunto de las sucesiones y el correinado en el mundo andino, motivo de esa querella bíblica entre los dos hijos de Huayna Capac que terminaría apurando el ocaso y fin del incario. Es más, los hábitos sucesorios eran distintos a los que regían en el mundo europeo, pues a quien le correspondía la herencia del poder era aquí al más hábil, al más capaz, al de buen entendimiento. Las luchas por ceñirse la mascapaycha eran frecuentes a la muerte del Inca. Lo sucedido entre Huascar y Atahualpa no fue sino el corolario de una inveterada costumbre entre los gobernantes cusqueños.
     Se detiene la autora en lo que llama las “equivocaciones” de Garcilaso, quien por pertenecer a la panaca de Capac Ayllu, la misma de Huascar, de quien fue “acérrimo partidario”, deforma la historia inca con el fin de acomodar su relato a los niveles de comprensión del lector europeo. La historiadora asume para ello la óptica andina para analizar las referencias que suministran las crónicas. Según ello, el alejamiento de Huascar de la elite cusqueña, sus continuos desatinos, precipitaron su caída.
     La captura de Atahualpa, el 16 de noviembre de 1532, es narrada con ligeros detalles de diferente matiz por los cronistas. La muerte del soberano ocurrió entre el 8 de junio y el 29 de julio de 1533. Los hispanos contaron con el apoyo de los señores de las diversas macroetnías andinas, que vieron la ocasión propicia para desatarse del yugo cusqueño. Ignoraban, inocentemente, lo que habría de sobrevenirles.
     En la segunda parte, aborda en tres capítulos los aspectos organizativos del incario, la composición social, los recursos rentables y los modelos económicos del Tahuantinsuyu. Comprende la elite conformada por los Hatun Curaca o grandes señores y por el Sapan Inca, soberano del Tahuantinsuyu; la existencia de dieciséis panaca y diez ayllus “custodios”; la dualidad en el ejercicio del poder y las divisiones cuatripartitas que fueron la base de todo el sistema. Por ejemplo, en el señorío de Lima, cogobernaban Taulichusco y Caxapaxa; pero mientras el primero lo hacía desde la ciudad costeña, el segundo tenía que trasladarse al Cusco, como una forma de garantía de la lealtad del señorío.
     En el mundo andino no se conocía la edad cronológica de los habitantes, tampoco existía la clasificación lineal de las edades, pues la más importante para ellos era la de mayor rendimiento humano, aproximadamente entre los 25 y los 50 años.
     La importancia de la tierra y la ganadería, que proporcionaron al Estado abundancia de recursos, está remarcada a través de una minuciosa organización que debía subvenir a las necesidades de un inmenso territorio y una economía primitiva basada en la reciprocidad, la redistribución y el trueque. Hay muchos detalles de interés en esta parte final que omito deliberadamente, tanto por razones del espacio que va ocupando mi columna, como por provocar la curiosidad del lector para adentrarse en este apasionante libro.

Lima, 30 de junio de 2012. 

sábado, 23 de junio de 2012

El léxico de la abuela


     Su nombre es Julia, pero nosotros, los nietos mayores, siempre le hemos llamado por el único nombre que aprendimos cuando niños: Juya, que sería como una versión íntima y tierna de su nombre oficial, además de original y único. Probablemente, la primera vez que escuchamos mencionar su nombre a nuestra madre, o ella nos lo dulcificó como suelen hacerlo los mayores, o uno de nosotros lo deformó con su incipiente léxico infantil y lo dejó estampado para siempre en el ámbito familiar.
     Lo cierto es que desde entonces, ese nombre nos ha acompañado y nos sigue acompañando como sinónimo de muchísimos gestos, actitudes, palabras y presencias que han signados nuestras existencias de una manera casi inconsciente, o subconsciente, pues muchas veces nos sorprendemos a nosotros mismos en ciertos ademanes que tenía, o usando aquellas expresiones con las que ella nombraba y calificaba su propio universo doméstico.
    Y es precisamente éste último aspecto el que ofrece un interés especial de su influjo verbal, pues son numerosas las palabras o frases que ella acuñaba para nuestros bisoños oídos, y que han quedado registradas como creaciones personales de su peculiar manera de referir el mundo que nos rodeaba.
    Cuando alguien,  temprano por la mañana, y especialmente si era mujer, se presentaba a la mesa del comedor para el desayuno, con los ojos adormilados y legañosos y los cabellos aún revueltos por el sueño, ella le espetaba con una pincelada que la describía de un tirón: ¡Pareces una umasapa, anda y péinate siquiera! Entonces, la aludida, regresaba sobre sus pasos, y después de arreglarse el cabello y peinarse correctamente, recién tenía derecho a tomar asiento en la mesa para la primera comida del día. Mucho tiempo después sabría, por mis curiosidades lingüísticas, que la palabra tenía neta raigambre quechua, y que significaba “cabeza grande” (de uma=cabeza, y sapa=grande), con lo cual quedaba en evidencia el genio descriptivo plástico de la adjetivación de la abuela.
    Y si alguno de nosotros demostraba una sistemática torpeza para acometer los quehaceres y las tareas caseras, llevándonos de encuentro las cosas o rompiendo descuidadamente objetos diversos, ella tenía en la punta de la boca una frase que de un brochazo nos pintaba de cuerpo entero: ¡tapla gallo!, expresión que fundía dos voces de distinto origen: el quechua tapla que quiere decir torpe, basto, y el español gallo que todos entendemos, es decir el ave de corral en sus nerviosos y ebrios movimientos de macho cumplidor.
    En alguna ocasión, a cualquiera de la familia se le ocurrió salir a la calle casi tal como se había levantado, quizás alguna compra urgente lo empujara a ese pequeño descuido, descuido grande para la abuela que, al percatarse de la mala facha del susodicho, de su ropa desaliñada y su aspecto descompuesto, le lanzó un virulento reproche: ¡Por qué sales a la calle hecho un panchucha! Parece que en el pueblo había un orate que era llamado de esa manera, que arrastraba sus andrajos por las calles, y cuya apariencia era emblemática de la suciedad y el mal vestir.
    En muchas ocasiones, todos los que éramos chicos, hemos enfrentado ese calificativo peculiar que tenía la abuela para designar a quien por haber  estado jugando en el suelo, entre el polvo y la tierra del patio de la casa o de la escuela, se presentaba ante ella exhibiendo las prendas sucias o ajadas, próximas a la rotura o sencillamente rotas: ¡Eres un ratapancho! No he podido rastrear el origen del término, pero igual su uso se ha extendido hasta las generaciones siguientes y todos en casa saben a qué se refiere.
    Otro término afín al anterior, y que Juya usaba para matizar su riquísimo léxico personal, era el que aparecía en ocasiones en que uno andaba con la ropa descompuesta, con la camisa sobrándole por el pantalón, o éste mismo desarreglado o cayéndose de pura falta de correa; entonces ella nos miraba de pies a cabeza y endilgaba su dardo: ¡Qué haces todo así descuajeringado! Era el momento en que tenías que salir de su presencia e irte a acomodar, y regresar lo mejor presentable posible. Es probable que la palabra guarde alguna relación con la voz cuajo, que es la panza de los mamíferos, y que aludiría a la apariencia que uno tenía cuando exhibía esa parte del cuerpo por causa de la ropa mal compuesta.
    Pero no se vaya a creer que el vocabulario de la abuela fuera sólo así de duro y descalificador. Había una palabra que la usaba cuando cariñaba o acariciaba con mucha ternura a un niño: ¡Achallau!, era la voz que se le escuchaba pronunciar con mucha dulzura, adelgazando el timbre sonoro y dándole a su rostro una expresión de embelesamiento y arrobo. Evidentemente la palabra proviene del quechua, que Juya solía hablar en ocasiones especiales, con las sirvientas de casa que venían del pueblo, y la empleaba sobre todo con sus nietos o los hijos de sus nietos, a quienes les regalaba con esta singular deferencia.
    Sin embargo las que nos interesan más, por su fuerza expresiva, son aquellas que profería en son de reproche, como cuando alguien cometía un despropósito o se presentaba en mal estado, ya sea bebido o con el ánimo alterado, y que arrancaba de ella un rayo verbal: ¡Éste grandísimo…! Lo cual significaba que lo que presenciaba la había sacado de sus casillas y se aprestaba a hacerle frente con el coraje imbatible de su carácter.
    Finalmente, en circunstancias en que cualquiera de nosotros perpetraba una tontería o decía un disparate, ella tenía ya preparada, desde el fondo de su acervo lexical, la sentencia adjetival que lapidaba el risible momento con la frase exacta: ¡Eres un cacaseno!, con la que dejaba al descubierto la cadena vergonzosa de nuestras taras o las caídas comprensibles en una acción ridícula que todo humano, demasiado humano, es proclive a cometer.
    Habrá una segunda parte de esta pequeña antología de términos usados por quien representó y representa una presencia axial para mi familia. 

sábado, 16 de junio de 2012

El profesor Nué


     No siempre nos es dado encontrar en este mundo a seres dotados de ciertas cualidades que los hacen singulares y únicos; la mayoría de quienes conocemos se desenvuelven dentro de cauces ciertamente previsibles o poseen características comunes que no los destacan del resto y que los hacen pasar por la vida con ese aire fantasmal que caracteriza a quien transita casi inadvertidamente.
     Conozco desde hace dieciocho años a uno de estos seres excepcionales en muchos sentidos; quizá no porque posea la inteligencia más preclara, pues muchos de sus colegas disfrutan igualmente de esa cualidad,  o porque sus conocimientos rebasen ampliamente el de muchos de su entorno, pero esa inteligencia y esa sabiduría se logran armonizar en su caso de un modo extraordinario.
     Es el profesor más carismático del colegio donde enseña; cada vez que ingresa a un aula, los alumnos prorrumpen en aplausos y vítores de alegría totalmente espontáneos. Es que sus clases del área que domina, las tan temidas y distantes matemáticas, él tiene la virtud de convertirlas en maravillosos pretextos para un diálogo amical y fraterno con los jóvenes que lo escuchan, donde a la par que van recibiendo sus lecciones específicas de los temas de esa ciencia, van escuchando una disertación simultánea de experiencias personales y de reflexiones muy sesudas sobre los variados aspectos de la existencia humana.
     Su parsimonia y dedicación le han granjeado el cariño y la admiración de sus pupilos, así como de todos quienes tienen la suerte de trabajar a su lado. Es servicial en grado sumo, siempre atento a las necesidades y aprietos de los otros y presto a acudir en su ayuda. Sus inflexiones de profeta laico, dirigiéndose a un ávido público, compuesto por alumnos y profesores, transmiten toda esa calidez humana que sus palabras encarnan de manera indubitable.
     Quién no ha oído de sus labios un consejo inteligente en sus horas más cruciales, o una palabra amiga para calmar alguna angustia, o una reflexión lúcida para paliar antiguas penas humanas, demasiado humanas. Quién no ha comparecido ante el altar de su generosidad para escuchar de su voz balsámica un lenitivo para los dolores de esta vida, para los sufrimientos y las desventuras que nos asaltan a cada paso por este valle de lágrimas.
     Hombre curtido en los avatares de este mundo, ha sabido afrontar, con la fortaleza y el temple de los estoicos, los rigores que a muchos abatirían inexorablemente. De esta su vasta experiencia y sabiduría en las lides de la condición humana, sabe sacar el diamante precioso de una filosofía escanciada en las vivencias y el entendimiento de nuestra presencia en el reino de este mundo.
     Su bonhomía y don de gentes le han permitido también hacer frente a todas aquellas circunstancias adversas en que algo o alguien quisieron cebarse en su extraño carácter hecho de firmeza y ternura, de convicciones profundas y de una fina sensibilidad.
     No es raro verlo en las horas libres de su magisterio formal, impartiendo lecciones de vida a todo quien lo necesite, como si fuera el agua fresca que todo sediento busca afanosamente. Se da tiempo para todos, a pesar de las múltiples cargas personales que debe sobrellevar y que han minado su salud en los últimos tiempos de forma preocupante. Pero como buen guerrero de las batallas de la vida, asume la lucha como una condición existencial ineludible, sabiendo que, como decía el poeta, la vida se paga viviendo.
     Su acendrado cristianismo lo asemeja a esos legendarios pastores de los tiempos bíblicos, derramando sus enseñanzas por los lugares más inusitados, a un ministro de Dios sin templo ni parroquia, pues le basta el lugar más sencillo y humilde para su prédica bienhechora.
     No conozco figura de padre más ejemplar, por eso en estas fechas en que se recuerda y celebra la imagen de aquel que también da la vida, he querido simbolizar en el caso concreto del profesor Nué este homenaje a la persona que, conjuntamente con la madre, es vital para el crecimiento y la sana evolución del ser humano. Pues aun quienes no son sus hijos en el sentido más estricto, sin embargo han sido tocados muchísimas veces por su cóncavo afecto paternal.

Lima, 16 de junio de 2012.

sábado, 9 de junio de 2012

Literatura y psicoanálisis


     Una de las grandes novelas del siglo XX es, sin duda, La conciencia de Zeno, escrita por el triestino Italo Svevo, y publicada en 1923. La novedad de la obra se revela en el hecho de ser una de las pocas creaciones literarias que abordan directamente el tema del tratamiento psicoanalítico, si bien muchas más de alguna manera se han visto influidas por las teorías revolucionarias que irrumpieran en el panorama cultural europeo de la segunda mitad del siglo XIX, gracias a la clarividencia y el genio del médico austriaco Sigmund Freud.
     Efectivamente, desde que Freud formulara su famosa teoría, ésta ha inficionado todas las disciplinas y artes de la cultura contemporánea. En más de un siglo de vigencia, su presencia se ha dejado sentir no sólo en la psicología y la literatura, sino además en las ciencias sociales, la filosofía, el cine, la pintura, la medicina, dejando su huella interpretativa en la crítica literaria y en el análisis de toda manifestación de la vida humana.
     Su protagonista, Zeno Cosini, comienza evocando que robó para comprar cigarrillos. El paciente hace el recuento de su vida: su madre murió cuando él tenía 15 años, y su padre cuando ya había cumplido los 30 y ya “era un hombre acabado”. El padre también fumaba. Relata todo el proceso, los prolegómenos de la muerte de su padre. Ante la inminencia de la muerte, se siente inerme. Al morir éste, abofetea -¿involuntariamente?- al hijo. Reflexiona Zeno: “La religión verdadera es precisamente la que no hay que profesar en alta voz para recibir el consuelo del que a veces -raras veces- no se puede prescindir.”
     Conoce a Giovanni Malfenti, quien luego sería su suegro. En la casa de los Malfenti, debe elegir entre las cuatro hermanas, cuyos nombres todos comienzan con A: Augusta, Alberta, Ada y Anna. Aunque él se decide por Ada, a pesar de que ella no da muestras de un interés particular, sería finalmente Augusta con la que terminará casándose, al verse rechazado a su vez por Ada y por Alberta. Augusta no era atractiva físicamente, pero poseía un gran temple moral y afectivo que convencen a Zeno para el paso decisivo que da.
     Poco después conoce a Carla por intermedio de Copler. Casi inmediatamente la hace su amante. En la primera noche que tiene ocasión de pasar con ella solos, un arrebato de remordimiento le hace inventar una excusa para regresar a casa donde, por cierto, no se encontraba su mujer, que acompañaba a su padre en su lecho de enfermo. Ante ello, decide ir a la casa de su suegro donde Augusta lo esperaba.
     Carla era una aficionada al canto que recibía lecciones del maestro Copler, pero Zeno le contrata un nuevo maestro de canto: Vittorio Lali. Éste se enamora de Carla y Zeno siente celos. Un día, son sorprendidos juntos en el Jardín Público por Tullio, quien enseguida se percata de que son amantes. Un día Carla le pide a Zeno conocer a Augusta, pero, por un error de circunstancias, a quien presenta como esposa es a Ada; entonces Carla decide casarse con el maestro, pues siente que no quiere “traicionar nunca más a esa mujer tan bella y triste.”
     Se despide de Carla escuchando el Adiós de Schubert, ejecutado por Lali, ahora el prometido de aquella. El narrador desliza en el relato un pensamiento que trata de aprehender lo inasible: “Para los hombres era difícil entender lo que las mujeres querían también porque a veces ellas mismas lo ignoraban.”
     Después de intentar hacer negocios en la Bolsa a través de la oficina de Guido -quien entre tanto se había casado con Ada-, Zeno lleva una doble vida hasta que Carla decide terminar definitivamente con él. A su vez, Guido mantiene una relación paralela con Carmen, su secretaria. Guido se ve envuelto en serios problemas financieros de los que pretende escapar dedicándose a la pesca. Algunas veces lo acompaña Zeno, quien se convierte en la figura clave para salvar económicamente a los Malfenti.
     Guido muere y Ada reprocha a Zeno no haber ido a su entierro y  no haberlo amado, confesando igualmente su propia incapacidad para quererlo como debía. Ada parte con sus hijos a Argentina, donde vive la familia de Guido. Teresina aparece al final para probar la cura de Zeno. Éste trata por todos los medios de burlar el tratamiento que recibe de su psicoanalista, es consciente de sus males pero no los asume seriamente porque duda de la eficacia del método.
     La ficción juega con la idea de los cuadernos dejados por el paciente, que el médico decide publicarlos tal cual, una autobiografía inducida por el enigmático doctor S como parte del tratamiento psicoanalítico, cuyos resultados no dieron los frutos esperados, por la resistencia y la antipatía que sentía hacia él el paciente. En el prefacio explica que los publica como una especia de venganza y que no le preocuparía dividir los beneficios que por ellos obtuviera con el propio autor de los manuscritos.  
     Una magnífica novela que bien vale la pena leerla.

Lima, 9 de junio de 2012. 

sábado, 2 de junio de 2012

Las trampas de la izquierda


     Si bien algunos teóricos de las ciencias políticas consideran que la clásica división entre derecha e izquierda ha quedado algo obsoleta, me parece que no existe una alternativa válida que pueda reemplazarla adecuadamente cuando se trata de ubicar a las fuerzas, movimientos, partidos o frentes dentro del marco de la lucha política de un país determinado.
     Pareciera que quienes propugnan la obsolescencia de esa clasificación general, estuvieran más empeñados en borrar toda referencia ideológica a un sector del espectro político, que en proponer seriamente el sustituto conceptual de una vieja pero evidente realidad. Otra cosa es que eso que llamamos izquierda no haya podido alcanzar sus caros anhelos fundacionales, allá en los lejanos años del ochocientos, para situarnos en un contexto más definido de su génesis doctrinal.
     En las recientes elecciones francesas, por ejemplo, y a raíz del triunfo del candidato socialista Francois Hollande, hemos visto cómo, después de varios lustros ausente del poder, una fuerza de izquierda vuelve a ser elegida como opción de gobierno por el pueblo con mayores credenciales democráticas del Viejo Continente. Lo ha hecho derrotando a quien ejercía la presidencia y pretendía su reelección, un gobierno que no había sabido capear el temporal de la crisis que enfrenta la Unión Europea, de la mano de la conservadora canciller alemana Angela Merkel. Por lo pronto, Hollande ha tomado la batuta de una nueva propuesta para enfrentar el vendaval, proponiendo austeridad y crecimiento frente al ortodoxo programa de la Merkel que sólo exigía austeridad.
     Todos quienes nos hemos definido alguna vez de izquierda, hemos visto con simpatía la victoria del líder socialista francés, pero una ligera suspicacia nos asalta a la vez cuando recordamos la historia reciente de diversos lugares del orbe, y entendemos que lo que tan auspiciosamente se inicia, muchas veces termina en el más estrepitoso fracaso o en la más triste desilusión.
     Sucedió con la llegada a la presidencia del líder demócrata estadounidense Barack Obama, aun cuando sería una exageración decir que el actual mandatario de los Estados Unidos pertenezca a la izquierda. Claro que de un modo relativo, se podría situarlo a la izquierda del Partido Republicano, el de los Reagan y de los Bush, y por supuesto de esa anacrónica agrupación denominada Tea Party, cuyos líderes y seguidores representan lo más ultraconservador de la sociedad norteamericana. Muy poco de sus promesas electorales ha podido llevar a la práctica, razón por la que este año enfrenta el difícil camino de la reelección, cuando en otras circunstancias hubiese tenido el panorama más claro.
     Otro caso es lo que sucede actualmente en el Perú, un gobierno cuyos inicios despertó cierta esperanza en muchos sectores sociales e intelectuales de izquierda, pero que a menos de cumplir un año en el poder todo apunta a que el viraje experimentado en los últimos meses del año pasado se va consolidando de una manera preocupante. El nombramiento de personajes ligados al anterior régimen putrefacto del exdictador Fujimori para puestos claves en algunos ministerios, la forma cómo se viene manejando el problema de las protestas sociales, especialmente en Cajamarca y Cusco, el copamiento de sectores decisivos del poder por parte de los eternos emisarios del sistema económico imperante, son algunos de los aspectos en donde el gobierno del presidente Ollanta Humala está demostrando su clamorosa incompetencia, a la par que su precoz olvido.
     Las próximas elecciones presidenciales en México serán otro escenario de esta larga batalla entre esa derecha que busca afianzar el statu quo, y una izquierda debilitada por sus catástrofes históricas, pero que persigue reivindicarse a través de una propuesta alternativa como la que representa Andrés Manuel López Obrador, el carismático líder del Partido de la Revolución Democrática (PRD), groseramente desbancado del poder en las elecciones pasadas por el actual presidente, el panista Felipe Calderón. Según las recientes encuestas, AMLO ya está en el segundo lugar, a doce puntos de Enrique Peña Nieto, del PRI, un joven pero inepto candidato como quedó demostrado en su última presentación en la Feria del Libro de Guadalajara y su famosa anécdota sobre los libros que había leído, situación que ironizara en su momento el desaparecido Carlos Fuentes. Si yo tuviera la posibilidad de votar el próximo 1 de julio, sin duda que lo haría por López Obrador.
     La suerte de la izquierda se juega, pues, en la encrucijada de tentar y llegar al poder, y ver sus manos atadas por una estructura inamovible, asentada en siglos de dominación de los privilegiados y los poderosos, para quienes es indistinto quien ejerza el poder formal, porque el real lo manejan a su antojo. Actualmente, son las grandes corporaciones las que deciden el gobierno mundial, mientras los gobiernos son meros amanuenses de sus incontrovertibles dictados. Así las cosas, el ritual de la democracia se vuelve una simple mascarada para ilusionar a los pueblos, debiendo replantearse el sentido de una longeva institución para estar más acorde con las exigencias de los nuevos tiempos.

Lima, 2 de junio de 2012.