Premunida de una amplísima bibliografía,
María Rostworowski acomete en Historia
del Tahuantinsuyu (Lima, IEP, 1999, 2ª.ed.), la ardua tarea de reconstruir
el pasado de lo que fue una de las grandes civilizaciones de la América
precolombina. Dispone para ello de abundante información que le suministran los
cronistas de ayer y los estudiosos de hoy, con los cuales nutre sus datos y
enriquece sus referencias. Asombra el manejo de fuentes que la autora dispone
para un trabajo de esta envergadura, haciendo acopio de publicaciones preexistentes
así como de sus propias investigaciones.
Comienza, en las aclaraciones previas,
haciendo un deslinde con el término “imperio”, que tan profusamente se ha usado
y se sigue usando para referirse a la sociedad inca en los estudios históricos.
La palabra estaría lastrada de reminiscencias europeas que no se corresponden
con una realidad radicalmente diferente a la que pretende nombrar.
En la primera parte, el capítulo 1 está
dedicado al estudio del Cusco primitivo, cuyo nombre originario, Acamama, serviría para conocer el futuro
emplazamiento de lo que luego sería la capital inca. Igualmente aparece la
mención al primer curacazgo del Cusco, Ayarmaca,
denominación que deriva de las voces quechuas ayar, que significa quinua silvestre, y maca, raíz comestible.
La infaltable referencia a los mitos de
origen es el tema del capítulo 2, como la de los hermanos Ayar: Ayar Cachi
queda tapiado en el cerro Tambotoco; Ayar Uchu es transformado en piedra; Ayar
Auca se convierte en piedra al pisar el suelo del paraje que indicaba la vara
fundacional y Ayar Manco es quien realiza la magna hazaña de crear e iniciar lo
que con el tiempo sería una vasta y compleja civilización.
En el tercer capítulo se ocupa de la
expansión y desarrollo del Tahuantinsuyu, destacando el mito de la guerra
contra los chancas, etnia indómita y belicosa que también habría sido la
culpable de la desintegración del centro Wari. Revive la vieja discusión sobre
quién venció a aquellos temibles guerreros, si Pachacutec o Viracocha. Según
Rostworowski, Garcilaso se inclina por el segundo, trocando los hechos. Nos
recuerda de paso que “algunos soberanos waris llevaron el apelativo
Pachacutec”.
Relieva la importancia de la reciprocidad
en el mundo andino, como un mecanismo de gran sutileza para lograr vencer las
resistencias naturales de las diversas macroetnías, señoríos y curacazgos que
se encontraban diseminados a lo largo del avance y expansión de los cusqueños.
Describe sus imponente construcciones y centros administrativos, como Huanuco
Pampa y Tumibamba, símbolos representativos de la arquitectura inca.
A la llegada del invasor, los incas no
habían logrado consolidar una nación, por lo que rápidamente fueron avasallados
por las huestes hispanas, que contaron para su dominio con la colaboración de
muchos pueblos recientemente sometidos por los señores del Cusco. Tanto las
conquistas pacíficas que realizaron los incas, como la de los chincha, y las que tuvieron feroces
resistencias, como la de los guarco y
los collec, no lograron afianzar una
sólida alianza que les permitiera hacer frente a un enemigo superior en muchos
sentidos. Las rebeliones tanto en el norte como en el sur fueron un permanente
dolor de cabeza para el soberano y prefiguraron en cierta manera el fin del
predominio inca.
En el capítulo 5 encara el laborioso
asunto de las sucesiones y el correinado en el mundo andino, motivo de esa
querella bíblica entre los dos hijos de Huayna Capac que terminaría apurando el
ocaso y fin del incario. Es más, los hábitos sucesorios eran distintos a los
que regían en el mundo europeo, pues a quien le correspondía la herencia del
poder era aquí al más hábil, al más capaz, al de buen entendimiento. Las luchas
por ceñirse la mascapaycha eran
frecuentes a la muerte del Inca. Lo sucedido entre Huascar y Atahualpa no fue
sino el corolario de una inveterada costumbre entre los gobernantes cusqueños.
Se detiene la autora en lo que llama las
“equivocaciones” de Garcilaso, quien por pertenecer a la panaca de Capac Ayllu, la misma de Huascar, de quien fue “acérrimo
partidario”, deforma la historia inca con el fin de acomodar su relato a los
niveles de comprensión del lector europeo. La historiadora asume para ello la
óptica andina para analizar las referencias que suministran las crónicas. Según
ello, el alejamiento de Huascar de la elite cusqueña, sus continuos desatinos, precipitaron
su caída.
La captura de Atahualpa, el 16 de
noviembre de 1532, es narrada con ligeros detalles de diferente matiz por los
cronistas. La muerte del soberano ocurrió entre el 8 de junio y el 29 de julio
de 1533. Los hispanos contaron con el apoyo de los señores de las diversas
macroetnías andinas, que vieron la ocasión propicia para desatarse del yugo cusqueño.
Ignoraban, inocentemente, lo que habría de sobrevenirles.
En la segunda parte, aborda en tres
capítulos los aspectos organizativos del incario, la composición social, los
recursos rentables y los modelos económicos del Tahuantinsuyu. Comprende la
elite conformada por los Hatun Curaca
o grandes señores y por el Sapan Inca,
soberano del Tahuantinsuyu; la existencia de dieciséis panaca y diez ayllus “custodios”;
la dualidad en el ejercicio del poder y las divisiones cuatripartitas que
fueron la base de todo el sistema. Por ejemplo, en el señorío de Lima,
cogobernaban Taulichusco y Caxapaxa; pero mientras el primero lo
hacía desde la ciudad costeña, el segundo tenía que trasladarse al Cusco, como
una forma de garantía de la lealtad del señorío.
En el mundo andino no se conocía la edad
cronológica de los habitantes, tampoco existía la clasificación lineal de las
edades, pues la más importante para ellos era la de mayor rendimiento humano,
aproximadamente entre los 25 y los 50 años.
La importancia de la tierra y la
ganadería, que proporcionaron al Estado abundancia de recursos, está remarcada
a través de una minuciosa organización que debía subvenir a las necesidades de
un inmenso territorio y una economía primitiva basada en la reciprocidad, la
redistribución y el trueque. Hay muchos detalles de interés en esta parte final
que omito deliberadamente, tanto por razones del espacio que va ocupando mi
columna, como por provocar la curiosidad del lector para adentrarse en este
apasionante libro.
Lima, 30 de
junio de 2012.