sábado, 7 de julio de 2012

William Faulkner: el granjero que escribe


     A medio siglo de la muerte de uno de los más grandes escritores del siglo XX, su vida y su obra siguen siendo materia de estudios y discusiones, de análisis e investigaciones, lo cual no hace sino demostrar la fuerza de su presencia literaria y la influencia de su mundo narrativo en la literatura contemporánea. Cuando el 6 de julio de 1962 expiraba la apacible existencia del formidable demiurgo del Mississippi, su leyenda empezaba a crecer como el interés y la importancia de su legado.
     Se puede rastrear el influjo faulkneriano en las sagas novelescas de varios escritores latinoamericanos, como Gabriel García Márquez y Juan Carlos Onetti, así como en la capacidad fabuladora de otros como Mario Vargas Llosa, Juan Rulfo y Carlos Fuentes. Pero sobre esto ya han abundado los críticos, y han corrido ríos de tinta en las reseñas, comentarios y conmemoraciones a propósito de estos cincuenta años sin William Faulkner.
     También se han recordado las anécdotas y curiosidades literarias a que dio lugar el hecho paradójico de que un hombre nacido en algún villorrio del sur de los Estados Unidos, que amaba el campo y sus caballos, se haya convertido en el máximo creador de las letras norteamericanas del siglo XX y en uno de los más geniales novelistas de todos los tiempos.
     Si Jorge Luis Borges se permitió ironizar alguna vez sobre el talento y el talante literarios de Faulkner, señalando su extrañeza por lo mucho que sabía este granjero sureño, no menos cierto es que tras sus declaraciones de que lo único que necesitaba en esta vida era un lápiz, papel, tabaco y un poco de whisky, se escondía la clave de esa energía arrolladora que produjo en relativo corto tiempo una cantidad de novelas, relatos y cuentos de una calidad y solidez sorprendentes.
      Sus copiosas lecturas de los clásicos, entre los cuales se pueden mencionar a Shakespeare, Tolstoi, Dostoievski, Balzac, Flaubert, la Biblia y un largo etcétera, suplieron con creces la casi carencia de formación escolar que padeció en sus años juveniles. Y a pesar de que muchos de sus críticos han señalado la oscuridad y complejidad de su prosa, ésta se yergue límpida como una de las más logradas y revolucionarias de nuestro tiempo, modelo indiscutible de sus aprovechados discípulos en todos los rincones del continente.
     Otro hecho notable es que este hombre, que alcanzara las cimas de la gloria cuando en 1949 la Academia Sueca le concediera el Premio Nobel de Literatura, se haya declarado siempre como un simple vagabundo. Dijo en alguna entrevista: “Yo soy, por temperamento, un vagabundo y un golfo. El dinero no me interesa tanto como para forzarme a trabajar para ganarlo. En mi opinión, es una vergüenza que haya tanto trabajo en el mundo”. Por lo demás, su discurso de recepción del premio es uno de los más bellos y concisos en la historia del galardón.
     Con mucho esfuerzo y algo de desafío, yo había leído en mis años universitarios algunas obras de Faulkner, como El sonido y la furia y Sartoris, y durante más de veinte años, algunas de sus novelas me han aguardado en los anaqueles de mi biblioteca, silenciosas, pacientes e incitadoras; hasta que sin pensar mucho en lo que ahora se recuerda, me decidí a retomar al viejo maestro para cumplir una deuda largamente postergada. Es así que he empezado a leer Luz de agosto, según los críticos una de sus cinco mejores novelas. Y ahora, estoy encantado y emocionado al reencontrarme con Faulkner después de tanto tiempo. Siento que algo asombroso y maravilloso ha irrumpido en mi rupestre cotidianidad, y he sido tocado por la magia y el hechizo del hacedor de Yoknapatawpha.
     Cuando termine, habrá un comentario en estas mismas páginas, y a la par me lanzaré a la caza de dos de sus novelas -de las cinco mencionadas- que no poseo: ¡Absalón, Absalón! y Las Palmeras salvajes. Sé que la traducción de esta última la hizo Borges, nada menos, y quizás, como Vargas Llosa, me decida finalmente a aprender inglés para leer al maestro en el original.

Lima, 7 de julio de 2012. 

1 comentario:

  1. Walter:
    Yo también me lo debo. Que sería decir: yo también me lo pierdo.
    Saludos.

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