La
llegada del fin de año trae aparejado todo un trastoque de rutinas y costumbres
que terminan rompiendo algunas paciencias y no pocos hábitos saludables,
asentados dentro de la medida de lo posible en el discurrir de la vida cotidiana.
Ello sobre todo por la monopolización de la execrable cultura del consumo en la
sociedad actual, como por la presencia aplastante de la masa en cada recodo y
rincón de las grandes ciudades. Una verdadera avalancha de multitudes se
posesiona de los espacios citadinos convirtiendo literalmente las calles y
plazas de la urbe en versiones contemporáneas de los círculos dantescos del
infierno.
Es lo que me tocó experimentar en los
últimos días del año que se fue a propósito de ciertos encargos que tuve que
cumplir obligatoriamente. Sólo uno, sin embargo, me dio la pauta real de lo que
significa en los tiempos presentes la llamada Navidad y el Año Nuevo para el
mundo Occidental. Una fiesta desaforada del comercio, el ruido y los extremos
en muchos aspectos de la realidad.
Había ido a depositar una encomienda para
un familiar de provincia, cuando me vi atrapado en medio de una mancha humana
que ese día desbordaba de todos los poros de la ciudad, a una hora en que el
calor llegaba a sus máximas cotas, y en momentos en que el gentío llegaba a sus
picos más intensos de movilidad. Se desplazaba la marea humana con una pereza y
lentitud de animal prehistórico, arrastrando a cada individuo por un cauce
aparentemente prefijado.
Ya no éramos libres para movernos por los
lugares y los sitios del espacio público, pues desde las colas que se tenían
que formar para cualquier trámite, hasta los desplazamientos para alcanzar un
objetivo determinado, estaban secuestrados por la omnipresencia de ese monstruo
contemporáneo que nos cerraba por todos lados el paso, que se imponía como una
muralla invulnerable ante nuestros objetivos más inmediatos.
Una vez que salí con Sebastián de la
agencia de transportes, quisimos encontrar un lugar donde almorzar, pero la mancha
humana nos fue dirigiendo hacia lugares inesperados; tuvimos que sortear
vueltas enteras de cuadras y cuadras para acercarnos siquiera a donde hubiera
algún restaurante, mas cuando lográbamos divisar alguno, no podíamos ya
sorprendernos de encontrarlo tan atestado de gente que sencillamente no cabía
un alfiler.
Buscamos otro y otro, pero todos
rebalsaban de gente que prácticamente tuvimos que desistir por esos lares.
Propuse encaminarnos hacia zonas más despejadas, pero el camino nos salió al
encuentro con más multitudes compactas que se erguían como imbatibles
obstáculos a nuestra marcha. Cobijados en medio de la masa, avanzábamos como en
una procesión, lenta y morosamente, llevados casi por la corriente como si
fuéramos dos hojas indefensas encima de un denso oleaje.
Librados por un momento de la opresiva
marea, apretamos el paso en pos del restaurante buscado, la mancha se iba
disipando en algunas calles más amplias, y en la avenida pudimos avanzar mejor.
Encontramos en un mercado el último puestecito de comida disponible, cuando ya
la masa humana se había retirado haciendo una tregua en su indetenible asedio.
Recuperadas algunas fuerzas para continuar
el regreso a casa, enrumbamos al paradero de ómnibus para tomar el nuestro;
otra mancha humana inundaba los paraderos y abarrotaba los vehículos de
transporte público. Todos pasaban atestados de pasajeros, el público subía como
podía a los mínimos espacios que restaban en sus angostos pasadizos. Esperamos
un largo rato para poder trepar a uno que ofrecía ciertas posibilidades de
acomodo en medio del alboroto y el desorden generalizados. Pronto estuvimos
entre el pelotón de pasajeros que colmaba el carro, y al cabo de largos minutos
en que sufrimos su atosigante presencia, pudimos estar sanos y salvos en casa.
Lima, 6 de enero
de 2013.
Wálter:
ResponderEliminarYo vivo en Buenos Aires, lugar descripto con agudeza como "un hormiguero pateado".
Vivo a doce kilómetros de la Plaza de los Dos Congresos, lugar donde reside el monolito del km cero. Jamás voy al centro de la ciudad, debido a su concentración de gente.
Conozco otros tiempos, más saludables y tranquilos, en los que la ciudad no era tan complicada y he vivido en poblacioes del interior de pocos miles de habitantes, donde la palabra gentío carecía de sentido.
Mucho me temo que para tener una buena calidad de vida sea necesario emigrar a lugares pequeños, con algunas carencias de servicios pero con dignidad suficiente como para vivir como un ser humano.
Un gran abrazo y feliz 2013.