Todos
sabemos que la gloria literaria de Juan Rulfo, ese extraordinario narrador
mexicano, está cifrada en sus dos únicos libros: Pedro Páramo, novela fantasmagórica de gran originalidad; y El llano en llamas, colección de cuentos
de magnífica factura estilística, que le fueron suficientes para ingresar como
miembro de pleno derecho al Parnaso de los grandes creadores del idioma.
Diecisiete relatos componen el volumen,
todos ellos de un valor muy parejo, narrados en esa prosa coloquial en la que
Rulfo es un consumado maestro. Teniendo como telón de fondo los azarosos años
del México posrevolucionario, y en medio de esa atmósfera de convulsión y
desesperanza que caracterizó los primeros tanteos de un movimiento que cuajaría
más adelante como uno de los fenómenos más decisivos del país de Sor Juana Inés
de la Cruz y Frida Khalo, de Octavio Paz y Carlos Fuentes, de Ramón Vargas y
Rolando Villazón.
“Macario” es el relato nostálgico de un
hombre que sigue añorando la leche dulce, como las flores del obelisco, que
bebía de niño de los pechos de Felipa. Hay algo de sentimientos edípicos no
resueltos en este recuento de afectos y recuerdos de infancia. En “Nos han dado
la tierra”, tres hombres llegan a un llano donde les han prometido extensas
posesiones de tierras, pero yermas, minuciosamente estériles, como su
esperanza.
En “La Cuesta de las Comadres”, asistimos
a la confesión de un crimen. El protagonista nos cuenta en primera persona,
cómo mató a un tal Remigio Torricos, quien había ido a pedirle cuentas por la
muerte de su hermano Odilón. “Es que somos muy pobres”, nos presenta el lamento
de un hombre por la pérdida de una vaca que su padre había regalado a su
hermana Tacha. La preocupación es porque este hecho determinará que ella corra
la misma suerte de sus hermanas mayores, que se fueron de pirujas (prostitutas).
“El hombre” es la historia de una
persecución y varias muertes. El personaje principal huye porque ha cometido
diversos crímenes, y es seguido de cerca por otro que le pisa los talones para
hacerse justicia. Pero el hombre es hallado muerto por un campesino, borreguero
para más señas, a quien involucran en el caso. “En la madrugada” presenta la
historia del viejo Esteban, quien llega a San Gabriel arreando sus vacas. Luego
sucede la muerte de don Justo, y Esteban va a parar a la cárcel, acusado de
haberlo matado.
“Talpa” es el relato sobrecogedor de la
muerte de Tanilo, llevado por Natalia, su mujer, y por su hermano, quien narra
la historia, a curarse de unas llagas ante la Virgen de Talpa. Realiza el
peregrinaje hasta la extenuación, el suplicio y la muerte, cometida por el
hermano y por Natalia, pues ambos querían librarse de Tanilo para juntarse.
Pero la culpa y el remordimiento se los impide. En “El llano en llamas”, cuento
que da título al conjunto, un bandolero apodado Pichón evoca los años de la
revolución al lado de Pedro Zamora; pero es en “Diles que no me maten” que el
curso de los hechos adopta un aspecto inusitado. Nos presenta la historia de
Juvencio Nava, perseguido durante más de treinta años por haber asesinado al
padre del comisario. Había vivido escondido en el monte y, cuando es capturado,
pide a la autoridad piedad. Encarga a su hijo Justino que les diga que no lo
maten, y cuando finalmente es ejecutado, él va a recoger sus restos.
“Luvina”, décimo cuento del libro, es la
descripción del purgatorio. Bebiendo unas cervezas, el lugareño le informa a un
forastero que va para allá, cómo es Luvina, su gente y su forma de vida. Al
final se queda dormido. El siguiente, “La noche que lo dejaron solo”, narra la
huida de un muchacho junto a dos hombres más viejos. Éstos son capturados y
colgados por los soldados, mientras Feliciano Ruelas observa desde su escondite
y vuelve a escapar hacia la llanura.
“Acuérdate” es la semblanza de un
ahorcado, Urbano Gómez, a quien el narrador nos presenta en segunda persona
como alguien conocido por todos, y cuya muerte es el colofón de una vida
signada por la violencia y el crimen. En “No oyes ladrar los perros”, un hombre
lleva sobre sus hombros a su hijo herido. Van a Tonaya; han cruzado el monte y
no oyen nada que les haga sospechar que están cerca. Es de noche, y el viejo le
recrimina al hijo sobre sus malas andanzas, la vergüenza que siente por él y la
maldición que ha lanzado a la sangre que lleva. Al fin llegan al pueblo y
suelta al hijo, que cae como descoyuntado, y en ese preciso momento ladran los
perros.
“Paso del Norte”: un hombre decide irse
del pueblo porque su situación es dramática. Tiene mujer y cinco hijos. Va
donde su padre para encargárselos; éste se niega, pero al final acepta a
regañadientes. Una balacera en el trayecto impide que el hombre cumpla su
objetivo, y cuando vuelve, el padre le da la mala noticia de que su mujer se ha
ido con un arriero y que se ha quedado sin casa, pues la ha vendido para
cobrarse los gastos.
“Anacleto Morones” es una historia
sorprendente, como muchas otras del libro. Un grupo de diez viejas llegan en
comisión para llevarse a Lucas Lucatero con destino a Amula, para que
testimonie sobre los milagros del Niño Anacleto, de quien por cierto es su
yerno. Pretenden convencerlo, pero una a una va desistiendo y retirándose ante
la resistencia de Lucas a acompañarlas. Al último solo queda la Pancha, quien le
ayuda a amontonar las piedras de la sepultura de Anacleto Morones, cosa que
ella y todos desconocían. Pasan ambos la noche y, al despedirse, la Pancha le
deja la estocada letal de un comentario irónico y descalificador para las
habilidades viriles de Lucas.
“El día del derrumbe” rememora el
terremoto ocurrido en Tuxcacuexco, la llegada del gobernador y su barroco
discurso cantinflesco. Termina la ceremonia a balazos, que un borrachito
dispara a mansalva. El narrador recuerda el día exacto del fenómeno porque su
mujer había dado a luz en ese día.
Cierra la colección “La herencia de
Matilde Arcángel”, que cuenta lo ocurrido a Euremio Cedillo y su hijo del mismo
nombre, a quien odiaba, tal vez por atribuirle la culpa de la muerte de la
madre, Matilde Arcángel. Un día pasan unos bandidos por el pueblo. Luego de
unos días, pasan tropas del gobierno persiguiéndolos. Euremio grande se alista
en la tropa porque tiene una cuenta pendiente con uno de los bandidos. Una
noche se siente que regresan galopando; al poco rato se presenta Euremio el
hijo tocando su flauta, montando el caballo de su padre que yacía muerto en la
silla.
Espléndido puñado de cuentos que
consagraron a su autor como uno de los más eximios exponentes de la narrativa
contemporánea, tanto por la riqueza expresiva de su prosa, como por el diestro
juego con la intriga y la expectativa que logra crear en el lector,
convirtiéndolo en su perfecto cómplice en el desarrollo de las tramas y su
sorprendente desenlace.
Lima, 10 de
abril de 2013.
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