Espoleado por la curiosidad, y luego de
esperar pacientemente algunas semanas desde su estreno, he ido al cine para ver
cómo era verdad que una película peruana rompía el récord histórico nacional de
taquilla, con alrededor de tres millones de espectadores, hasta el momento en que
escribo esta crónica. No es difícil darse cuenta que estoy hablando de Asu mare, ese biopic nacional sobre el
talentoso comediógrafo Carlos Alcántara.
Confieso que iba premunido de ciertas
ideas preconcebidas. No me hacía muchas ilusiones sobre la calidad del filme,
mas poseía una pequeña dosis de expectativa, necesaria para que la decisión de
verlo se concretara. La realidad ha confirmado casi en un ciento por ciento mis
aprensiones y dudas, por más que sería inútil negar que es una película que
entretiene y que sintoniza fácilmente con los gustos del gran público.
Fue un día domingo, quizás el peor día
para ir al cine, pues la afluencia se decuplica, así hayan transcurrido ya
algunas semanas en cartelera. El ritual que se ha impuesto como una condena
hollywoodense en nuestras salas comerciales -el ingreso a ellas de muchos cinéfilos con inmensos
azafates, provistos de cerros de
canchita y sus infaltables vasos de gaseosa-, fue la primera impresión que
reviví después de algún tiempo, además de las consabidas colas, claro
está.
Instalado en la butaca junto a mi mujer,
comentamos los incidentes de nuestra entrada, en medio de una oscuridad
sobreviviente de la función anterior, y que estuvo a punto de ocasionarme una
caída, pues no pude divisar la escalinata que conducía al pasillo central. El
providencial brazo de mi acompañante me salvó de una estrepitosa escena nada
cinematográfica.
Empieza la función y me apresto a observar
meticulosamente las escenas, las actuaciones; la realización, en una palabra.
Transcurren los minutos y la sala se llena de risas, risotadas y carcajadas que
celebran los gags, las palabras subidas de tono -una característica del cine
hecho en casa- y las bromas de un humor bizarro que el popular Cachín ha desparramado estratégicamente
por toda la obra para obtener el máximo de atención del público, sin dejar de
entregarle diligentemente lo que éste ha ido a buscar.
Concita interés el recuento histórico de
los cambios que ha sufrido la ciudad en las casi cinco décadas que abarca la
vida del protagonista, acompañando los hitos significativos de una existencia
que pretende mostrarse como ejemplo del ascenso social de un joven de clase
media que aspira a ver transmutados sus talentos y capacidades en
reconocimiento y aceptación por una sociedad fuertemente prejuiciosa y lastrada
de un racismo que está en retirada, pero que todavía no ha desaparecido del
todo.
La película es, pues, como decía,
entretenida, interesante, graciosa, divertida, pero nada más. Alguien me
preguntará, asombrado, si debemos pedir algo más a una obra del séptimo arte.
Acostumbrados como estamos al imperio del cine norteamericano, a esa dictadura
monotemática de los bodrios que produce a montones la industria del celuloide del
país del Tío Sam, pareciera que fuera suficiente que un largometraje lograra
hacer pasar un buen rato al espectador. La respuesta es un tajante no; el cine
posee infinitas posibilidades para explorar la condición humana como lo han
hecho grandes cineastas de la historia, autores de la talla de un Ingmar
Bergman, un Fritz Lange o un Pier Paolo Passolini.
No debemos olvidar que estamos hablando de
una obra de arte, razón de sobra para exigir en un producto de esta naturaleza
todo el potencial artístico y todas las posibilidades narrativas de que está
investido. Si vamos a producir meros remedos de malas producciones yanquis, por
más talento local que haya invertido en ello, los resultados no pasarán de
jugosas recaudaciones y éxitos fulgurantes; pero todo eso no contribuye a
edificar un gran cine nacional. Es verdad también, como ocurre en otros países,
que aquello se logra con el concurso valioso de un Estado preocupado por el
desarrollo cultural de sus ciudadanos, de una tradición que se forja con el
tiempo y del apoyo constante de un público educado para saber apreciar el buen
cine.
No se debe caer en el facilismo del
autoengaño ni en el espejismo del número. A riesgo de ser un aguafiestas
-condición que no me fastidia, pues esa parece ser mi esencia-, debo decir que Asu mare está bien, mas no por ello debe
ser sobrevalorada como el non plus ultra del cine nacional. Quizá pueda servir
como un buen paso, el decisivo para lograr futuras producciones que afiancen y
movilicen lo mejor de nuestra cinematografía.
Lima, 28 de mayo
de 2013.