domingo, 5 de mayo de 2013

La dama del mal


El reciente fallecimiento de la exprimera ministra británica Margaret Thatcher convoca una serie de reflexiones sobre el significado de su figura en el panorama político de fines del siglo pasado y su configuración en el sistema de cosas imperante en el mundo de hoy. La controversia que rodea su imagen ha dado materia para que tenga tantos admiradores como detractores. Su presencia en la escena internacional ha sido sin duda determinante en muchos aspectos de la marcha de occidente, mas la discusión se centra en el papel que le cupo desarrollar en una época decisiva de la historia contemporánea.
     Sus más fervientes seguidores, entre quienes se cuenta, como no podía ser de otra manera, el escritor peruano Mario Vargas Llosa, seguido por una honrosa caterva de liberales, neoliberales y conservadores de los más diversos matices, le agradecen el rol decisivo que cumplió a fines de la década de los 80, en el desmoronamiento del sistema soviético y la gradual extinción de la amenaza comunista para una Europa que se preparaba a recuperar su papel protagónico en la política mundial.
     Pero el legado de conjunto de la llamada Dama de Hierro es más bien negativo y desalentador, por decirlo de la manera más delicada, pues su arribo a 10 Downing Street y su permanencia en el despacho por poco más de once años, le acarrearon al mundo una ola de sucesos nefastos que van desde la economía hasta la política, pasando por lo judicial, social y sindical. Que haya colocado a la Gran Bretaña en el sitial que antes tuvo, no justificaba los desmadres que perpetró a nivel planetario.
     Su ultraortodoxa concepción de la sociedad, en la que las preocupaciones sociales quedaban abolidas, erigiéndose el individuo en la medida de todas las cosas, entronizando el egoísmo como la materia prima del novísimo edificio internacional, consagrando el mercado como la varita mágica de todas las soluciones posibles, deificando al capitalismo salvaje como el mejor hábitat para la humanidad, no podían ser sino síntomas de un pensamiento reaccionario que tanto daño le ha hecho a las conquistas sociales más importantes del hombre de nuestros días.
     La actuación de su gobierno en relación a los derechos humanos, por ejemplo, ha sido desastrosa, apoyando inicuamente al sanguinario dictador Augusto Pinochet, cobijándolo bajo sus faldas cuando el valiente juez español Baltasar Garzón le dio caza con las transparentes armas de la ley. El solo hecho de haber sostenido a un régimen asesino por una década entera, en pago de favores de dudosa índole, mostrándose comprensiva y tolerante con el crimen y la violación de los derechos humanos, pintan de cuerpo completo a un personaje maquiavélico que deshonró a la justicia y a la dignidad humana.
     Tuvo la dudosa suerte de que durante su mandato, la dictadura argentina quisiera también lavarse la cara agitando las banderas de un supuesto acto de nacionalismo reivindicativo, invadiendo las islas Malvinas con el fin de recuperarlas para la soberanía nacional. Esto sirvió para que ella aprovechara la magnífica oportunidad que se le presentaba de fortalecerse en el poder, sabiendo de la superioridad bélica de las armas reales frente al exiguo desafío que entrañaba el limitado poderío del país sudamericano.
     Secundó abiertamente las políticas trazadas a nivel mundial por el expresidente estadounidense Ronald Reagan, convirtiéndose ambos en los paladines de un imperio que asoló vastas regiones del globo con el pretexto de sofocar las amenazas terroristas que venían a cuestionar el imbatible reinado de las superpotencias capitalistas. De manera sibilina, flemáticamente inglesa, arrostró los conflictos del Ulster en la Irlanda católica, mientras a nivel mundial actuaba de pareja complaciente de todas las tropelías y desmanes que perpetraba Estados Unidos en su papel autoimpuesto de policía internacional.
     Ese es el mundo que hemos heredado de la Dama de Hierro, un mundo que ve desplomarse sus más firmes soportes estructurales, penetrado por un desquiciado afán de consumo, una ambición sin límites de las clases dominantes, preocupadas por mantener el statu quo para seguir viviendo en el parasitismo y el fácil estipendio, y una marcada tendencia hacia la consagración de los valores materiales del mercado como si fueran los diosecillos laicos de un planeta de locura y patas arriba.

Lima, 28 de abril de 2013.

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