La
concesión del Premio Nobel de Literatura 2013 a la escritora canadiense Alice
Munro, es una maravillosa oportunidad para acercarnos a una voz desconocida y
deslumbrante de la narrativa contemporánea. No salgo de mi asombro -con lo poco
que recién estoy leyendo de ella-, por la manera en que una autora de su trayectoria
y de su calibre, haya permanecido ignorada y oculta para una masa de ávidos
lectores de otras latitudes del planeta.
Fugazmente pude leer hace unos meses unas
notas referidas a su figura y a su obra en una página web de un diario español,
lamentando que no se conociera en el ámbito hispano ningún título suyo, pues a
tenor de lo dicho en dichos reportajes, estábamos ante una formidable creadora
que, silenciosa y pacientemente, había tejido una obra sólida y descollante en
el género del relato breve. Creo que fue allí que por primera vez tuve ocasión
de conocer la repetida comparación que se le hace con el eximio cuentista ruso
Antón Chéjov.
Por la sutileza como va construyendo sus
tramas narrativas, por la delicada urdimbre con que va penetrando en la
psicología de sus personajes, por ese juego diestro con los espacios y los
tiempos, por la magia verbal con que va desplegando sus historias para
presentarnos situaciones cotidianas y hechos aparentemente prosaicos, pero que
a través de los trazos maestros de su prosa, llenos de gracia y sensualidad, se
van transformando en parábolas modernas de las vicisitudes existenciales del
hombre contemporáneo, la obra de esta mujer excepcional ya merecía figurar en la
palestra de la literatura mundial.
Los elogios que se le han tributado nunca
serán exagerados ni inmerecidos, pues honra con sus libros y su arte consumado,
la unánime crítica que a su favor ha cosechado en los medios de comunicación y
en los círculos académicos, esta venerable dama de níveos cabellos, nacida hace 82 años en un pueblito de Ontario,
que desde su serena y apacible vida de ama de casa, consagrada con fervor y
devoción a sus hijos y a su familia, supo abrirle un espacio de magia y
fantasía a sus días, para entregarse con no menos fervor y devoción a la
creación artística.
La Academia sueca no ha tenido más remedio
que rendirse a sus pies, reconociendo con el máximo galardón de las letras
mundiales a quien ha labrado, como la abeja diligente del famoso proverbio
chino, una obra descollante por su calidad y sus alcances universales. Prueba
de ello son sus magníficos cuentos que, como las grandes novelas, nos presentan
mundos acabados de perfección formal y estilística, universos cerrados de una
ficción escanciada hasta la perfección.
Me basta haber leído, por ahora, el primer
cuento de Las lunas de Júpiter,
titulado “Los Chaddeley y los Fleming”, para testimoniar sobre la grandeza de
la concepción narrativa de Munro y sobre las dimensiones de su talento
inquisitivo y singular para captar todas las sutilezas y todos los matices de
la condición humana.
Pienso en los numerosos hombres y mujeres
que en el mundo vienen creando obras formidables en el más silencioso
anonimato, hasta que el azar, determinadas circunstancias o el favor de los
hados los catapulte a los primeros planos de la opinión pública, previo juicio
de ese puñado de lectores de la Academia Sueca que se encarga de revisar cada
año la producción de los hombres de letras de los más diversos rincones del
globo. Es una limitación quizá que ocurra así, pero por ahora es aparentemente
la única forma de poder descubrir, cuando aciertan los académicos, autores de
valía en el panorama de la literatura universal.
Mientras tanto, regocijémonos que esta vez
también hayan acertado los jueces de Estocolmo, pues la difusión de la obra de
Munro, que seguirá al premio, sin duda enriquecerá el acervo de las letras en
el mundo, así como el espíritu de sus agradecidos lectores en cualquier lugar
del planeta, a través de las distintas lenguas a que se ha traducido o se
traducirá.
Lima, 21 de
octubre de 2013.