Luego de haber escuchado la sentencia
sobre el litigio peruano-chileno en relación a la delimitación marítima, varios
panoramas se despliegan en el horizonte de las relaciones futuras de estos dos
países que están condenados por la historia y la geografía a ser vecinos, pero
que muy bien pueden convertir esa vecindad en una magnífica oportunidad de
convivencia y trato civilizado, apuntalando los múltiples intereses que los
benefician y desterrando para siempre los centenarios malentendidos y
resentimientos que hasta ahora habían avinagrado esa cercanía.
Mientras se analizan los detalles y las
especificaciones de un fallo que ha zanjado definitivamente un largo
contencioso fronterizo, las reacciones de los involucrados en el caso han sido,
evidentemente, dispares, habiendo cabida para toda la gama de emociones y
reacciones que se han podido observar tanto a un lado como al otro de la
frontera. Los gobiernos han reflejado, en sus manifestaciones oficiales, la
posición mayoritaria de sus ciudadanos, tanto de los que han recibido con
beneplácito y optimismo la solución encontrada, como de aquellos que han
mostrado su disconformidad y pesimismo ante la palabra final del tribunal
internacional.
Conviene, sin embargo, no olvidar algunos
antecedentes relevantes, para enseguida poder edificar una armónica y pacífica
convivencia entre dos pueblos latinoamericanos que lastimosamente fueron
lanzados en el pasado a una guerra fratricida sólo por satisfacer intereses
subalternos. Por ejemplo, aquello que repiten cada cierto tiempo algunos
políticos chilenos, siguiendo la declaración hecha por su ex y próxima
presidenta Michelle Bachelet, cuando el Perú presentó la demanda ante La Haya
en el año 2008: “Esto es un gesto inamistoso hacia Chile”.
Llama la atención la falta de perspectiva
histórica de una persona que se apresta a asumir el gobierno por segunda vez en
su país. Pues si a ella le parecía “inamistosa” la actitud del Perú, qué
podemos decir del carácter delictuoso de las hordas sanguinarias del ejército
del sur que asolaron nuestro territorio a sangre y fuego en los aciagos años de
la llamada Guerra del Pacífico. No se pueden equiparar en sus justos términos
ambas conductas, el inamistoso que tanto molesta a la señora, frente al delictuoso
que perpetraron sus antepasados.
Nadie está pensando, o si lo piensan no lo
dicen, en el origen de todo este problema, es decir, la guerra de rapiña en la
que la clase dirigente chilena, espoleada por el imperialismo inglés, se lanzó
a una aventura bélica con todos los ingredientes de bestialidad y barbarie, que
terminó con uno de los despojos territoriales más inicuos que haya sufrido
alguna vez república sudamericana, si exceptuamos el caso propio de Bolivia. Se
llevaron por la fuerza un espacio como de 10, ¿y van a hacer tanta pataleta
porque les pedimos que nos devuelvan por lo menos 1? Realmente, no hay
proporción.
Es teniendo en cuenta este ángulo del
asunto que algunos recalcitrantes y radicales del lado peruano no ven como un
triunfo lo obtenido en el Tribunal Internacional, sino la consagración de un
despojo al que se le habría maquillado con tenues retoques de una supuesta
reivindicación histórica; lo podemos comprobar con relativa facilidad si
repasamos la condición en la que queda finalmente Tacna, esa ciudad de nuestra
frontera sur que vivió sometida durante largas décadas a la presión incesante,
al acoso bestial del país del sur con el fin de incorporarla al ya enorme
territorio expoliado.
Y así como en Chile existen posiciones
extremas, aquellas que ni siquiera querían oír hablar de ceder un milímetro de
su territorio conquistado, refugiándose en trincheras ultranacionalistas;
igualmente tenemos entre nosotros sectores fuertemente convencidos de que
realmente no se ha logrado nada significativo, y que la vecindad con el país de
los Portales, Baquedano, Lynch y Pinochet constituirá una permanente herida
abierta, mientras no exista en quienes son los herederos históricos de los
agresores de ayer, una actitud de franca aceptación de los hechos y la
consiguiente gratificación hacia quien fuera la víctima de las atrocidades de
una guerra que se alentó con un claro objetivo de anexión, expansión y
conquista, para beneficiarse de las ingentes riquezas salitreras que poseían
las regiones en cuestión.
Nos toca a ambas naciones construir una
relación de mutua confianza y transparencia, enraizados en sinceros
reconocimientos de una verdad histórica que no puede negarse, para que el
presente y el futuro se puedan edificar sobre sólidas bases de justicia,
igualdad, fraternidad y políticas mancomunadas de cooperación, desarrollo y
crecimiento para todos.
Si ya no es posible volver al pasado,
tampoco debe ser posible seguir escuchando declaraciones tiradas de los
cabellos a ambos lados de la frontera, aceptando un fallo que más allá de sus
errores, capitulaciones y concesiones, justo o injusto para quien observe desde
cierta posición, ya ha sentado jurisprudencia, tiene la categoría de cosa
juzgada, pues ambos nos sometimos voluntariamente a su veredicto, aceptando
implícitamente que lo acataríamos, nos guste o no nos guste, porque somos
países que honran su palabra y porque los gobiernos y los pueblos deben
demostrar su anhelo de pacífica convivencia, exhibiendo en la praxis su capacidad
de poder vivir dentro de los marcos democráticos de la modernidad y la
civilización.
Lima, 14 de
febrero de 2014.