La reciente cumbre de la Conferencia de
las Partes de las Naciones Unidas para el Cambio Climático (COP-20, por sus
siglas en inglés), realizada en Lima, ha terminado, previsiblemente, en un mar
de dudas, ambigüedades y reticencias como casi todas las celebradas en los años
anteriores. Optimistamente, la versión oficial, respaldada por algunas
declaraciones de funcionarios internacionales presentes en el evento, ha dicho
que uno de sus logros ha sido incorporar a todos los países concurrentes en el
compromiso de una lucha frontal contra los efectos del cambio climático.
Es un tibio consuelo pensar que, al
haberse llegado a un acuerdo, al filo de la madrugada del domingo 14, sobre el
borrador que deberá ser llevado a la reunión clave de París el próximo año,
ello pueda constituir un gran avance frente a los graves cuestionamientos que
plantea un fenómeno que tiene plazos perentorios, pues, como han advertido los
científicos, si no se establecen objetivos precisos y concretos en las fechas
determinadas, de nada habrán servido estas anuales conferencias para atajar la
marcha al despeñadero de una humanidad que parece no asumir todavía con
verdadera consciencia el destino que le espera.
Se trata de algo muy grave, pues en ella
está comprometida la existencia misma del ser humano sobre la tierra. Las
condiciones de destrucción del medio ambiente, impulsadas principalmente por
los países superdesarrollados, no tienen marcha atrás, mientras tanto los
directamente involucrados no asumen su delicada responsabilidad como debiera.
Los grandes contaminantes, como EE.UU y China, acaban de firmar un acuerdo
insuficiente en el marco de la APEC celebrada este año en Beijing, con
objetivos tan a largo plazo y bajo condiciones poco exigentes.
El objetivo vital es lograr que para el
año 2100 los gases de efecto invernadero lleguen al nivel de cero. A ello se va
con una reducción gradual en el uso de combustibles fósiles, que para el año
2050 debería estar entre el 40% y el 70%. Muchos países europeos, entre los que
se cuentan también a los que más contaminan, están desarrollando alternativas
válidas para el uso de energía limpia, como es el caso de Alemania y sus
impresionantes granjas eólicas en el Mar del Norte, además del impulso que dan
a las centrales nucleares y a la energía solar, situación que están en camino
de imitar los demás países de la Unión Europea.
El problema tiene su raíz en el modelo de
desarrollo que siempre ha preconizado el sistema imperante, es decir, este
neoliberalismo rampante que nos está llevando a la ruina, en términos
humanitarios, donde prevalece el extractivismo como preferente actividad
económica, sobre todo en los países en desarrollo; la explotación hasta límites
inconcebibles de los recursos de la naturaleza, y el bendito aguijón del
consumo, predicado como un catecismo por los principales medios de comunicación
que defienden el statu quo.
Tendrá que repensarse aquello del
crecimiento como sinónimo de desarrollo sólo en términos económicos, devastando
el planeta con la acumulación de más autos, más televisores, más tecnología,
más todo, sin la más mínima consideración con la capacidad de sostenibilidad de
un mundo que ya no da para más. El asunto es más dramático de lo que se cree,
sobre todo si se tiene en cuenta que otras emergencias vitales saldrán a
relucir dentro de poco, como el agua por ejemplo, lo cual planteará serios
desafíos a los gobiernos y a las organizaciones internacionales que deben
administrar con sabiduría los efectos de esta debacle ecológica inminente.
Pensar que todavía hay bobos de capirote me
llena de espanto, como alguno por ahí que ha dicho que lo mejor que podemos
hacer frente al cambio climático es adaptarnos, que mientras tanto el mundo
siga su curso, pues no podemos dejar de crecer. Sólo la miseria moral o la
indigencia de espíritu pueden llevarnos a un pensamiento de esta naturaleza,
que ya ni es pensamiento, sino un simple exabrupto dictado por la inconsciencia
o por la estupidez.
Lima,
20 de diciembre de 2014.
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