Paseando por una librería de viejo del
centro me topé de buenas a primeras con un libro que durante mucho tiempo se
había resistido a su hallazgo: El retoño
(Casa de la Cultura del Perú, Lima, 1969), célebre novela del escritor jaujino
Julián Huanay. Había oído mentarla en numerosas ocasiones en el colegio y
también en los círculos académicos de la provincia, pero nunca tuve la ocasión
de leerla hasta que el azar me llevó a ese encuentro que he celebrado con
varias horas de entretenida lectura.
Julián Huanay es un caso singular en la
literatura peruana; fue chofer, dirigente sindical, escritor y periodista. Como
sindicalista, fue uno de los fundadores de la Federación de Periodistas del
Perú, delegado de la Federación Minera y de los trabajadores del Cusco ante la
Confederación de Trabajadores del Perú. Dirigió la publicación “El Volante” y
fue jefe de redacción de “La Voz del Chofer”. Estuvo preso en algunas cárceles
del Perú por su actividad de luchador social. Ha escrito otros libros de
temática sindical, pero su fama se lo debe, indudablemente, a El retoño.
Esta novela relata las peripecias vitales
de Juanito Rumi, un chiuche –así
llaman en el valle del Mantaro a los muchachitos de entre ocho y doce años de
edad– que, al quedar huérfano de padre y madre, vive un tiempo con su tía
Concepción, pero luego le asalta la idea de irse a Lima. La travesía que
realiza el día que finalmente huye de su casa en Ayla, una pequeña aldea
serrana, no lo lleva muy lejos. Cansado de tanto caminar y llegada la noche,
busca un refugio en el camino donde trata de dormir. Allí lo encuentran unos
arrieros que volvían de la Feria de Huancayo, con quienes hace el trayecto hasta
que ellos le indican que sus vías deben bifurcarse, debiendo seguir solo
guiándose por la línea del tren. Así llega a La Oroya, ciudad minera donde
conoce a Andrés, un obrero que le ayuda a encontrar cobijo y pan en los
primeros momentos de su llegada. Lo recomienda a un tal señor Porras para que
trabaje en la mina, pero no consigue su cometido.
Surge entonces la propuesta de continuar
rumbo a Morococha, en busca de mejores oportunidades de trabajo. Mientras
espera su partida, conoce en el caño de una callejuela de la casa donde se
aloja, a un muchachito muy locuaz y vivaracho, con quien iniciará una nueva
aventura laboral en la estación de tren, acarreando las maletas de los viajeros
por unos cuantos centavos. Así, con Pedro y Nico, otro niño que se ganaba sus
reales en el mismo trajín, conoce los gajes del oficio y aprende lecciones
fundamentales de vida en la ciudad. Entretanto, siendo su siguiente objetivo
Morococha, ve la posibilidad de que alguien lo ayude a trasladarse a dicho
centro minero del centro del Perú. Nico le sugiere hablar con Julio, el
brequero, para que lo lleve de balde a su destino, mas para ello debe contarle
una historia muy triste para conmoverlo. Al final, le cuenta verdad y emprende
el viaje esperado.
Se despiden tristemente los amigos.
Juanito promete escribirles si encuentra una posibilidad de que ellos también
consigan trabajo. Al llegar al asiento minero, va en busca de Pedro Huayta,
para quien llevaba una encomienda de La Oroya. A través de él, prueba suerte de
pallaquero y capachero en las minas, fracasando en ambos oficios por la rudeza
del trabajo, que sobrepasan ampliamente la capacidad de un niño de su edad.
Antes de terminar su experiencia minera,
con relatos de muquis y otras
historias fantásticas, asiste al terrible desafío que se lanzan el Tuco y el
Vizcacha, dos jóvenes obreros expertos conocedores de los laberintos de la
mina. La prueba consistía en subir a oscuras la escalera de un socavón
peligroso que daba al fondo de una mina; cualquier paso en falso sería fatal. Se
realiza la contienda, en medio del silencio y el pavor general todos aguardan
el resultado, hasta que un grito desgarrador desde el fondo del boquerón le
avisa a Juanito, y a todos quienes se han congregado para el evento, cuál ha
sido el desenlace trágico de ella.
Hasta que un día aparece Esteban, el
chofer amigo de Pedro Huayta que ha ofrecido llevarse a Juanito para Lima. El
viaje lo hace en compañía de varias personas de toda edad, que se dirigen como
él al encuentro de un trabajo en la capital. Él va recomendado donde el maestro
Otoya, que trabaja en una panadería de la Plaza Italia, pero un cambio de
ofertas durante la travesía entre el chofer y el hombre que llevaba a los
demás, termina con todos en las plantaciones de algodón de la hacienda
Montesclaros, en algún valle de la costa, para trabajar en la paña, es decir, en la recolección del
preciado producto.
Juanito enferma de paludismo, como tantos
otros, por las duras condiciones de trabajo, y es enviado al hospital para
rehabilitarse. Cuando llega, un grupo de personas esperan su turno para la
atención respectiva. Todos son atendidos expeditivamente. A Juanito le recetan
un tónico y un purgante, pues lo encuentra muy débil el médico. Recoge sus
medicinas en una ventanilla, y al trasponer el patio y la verja de hierro se
quedó con muchas dudas y aprensiones en el umbral del hospital Dos de Mayo.
La historia termina planteando
interrogantes sobre el destino de Juanito Rumi, en un final abierto que no era
muy usual en la novela de mediados del siglo pasado. Sin embargo, hay en la
obra un hilo suelto que nunca se retoma: la aparición de Vicente Salas, un
personaje que al comienzo de la novela es mencionado como llegando “a perturbar
la paz de mi aldea” por el protagonista, no tiene luego continuidad, por lo que
nunca nos enteramos de qué manera Ayla ha sufrido la alteración de su pacífica
existencia con la vuelta de aquél. Pero no importa, al final nos conmovemos
siguiendo los avatares de un niño huérfano de la serranía del Perú en busca de
su destino, el mismo quizás de tantos otros que antes y ahora sufren las
penalidades por alcanzar esa esquiva oportunidad en un país como el nuestro.
Lima,
28 de diciembre de 2014.
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