martes, 30 de diciembre de 2014

Las peripecias de Juanito Rumi


     Paseando por una librería de viejo del centro me topé de buenas a primeras con un libro que durante mucho tiempo se había resistido a su hallazgo: El retoño (Casa de la Cultura del Perú, Lima, 1969), célebre novela del escritor jaujino Julián Huanay. Había oído mentarla en numerosas ocasiones en el colegio y también en los círculos académicos de la provincia, pero nunca tuve la ocasión de leerla hasta que el azar me llevó a ese encuentro que he celebrado con varias horas de entretenida lectura.

     Julián Huanay es un caso singular en la literatura peruana; fue chofer, dirigente sindical, escritor y periodista. Como sindicalista, fue uno de los fundadores de la Federación de Periodistas del Perú, delegado de la Federación Minera y de los trabajadores del Cusco ante la Confederación de Trabajadores del Perú. Dirigió la publicación “El Volante” y fue jefe de redacción de “La Voz del Chofer”. Estuvo preso en algunas cárceles del Perú por su actividad de luchador social. Ha escrito otros libros de temática sindical, pero su fama se lo debe, indudablemente, a El retoño.

     Esta novela relata las peripecias vitales de Juanito Rumi, un chiuche –así llaman en el valle del Mantaro a los muchachitos de entre ocho y doce años de edad– que, al quedar huérfano de padre y madre, vive un tiempo con su tía Concepción, pero luego le asalta la idea de irse a Lima. La travesía que realiza el día que finalmente huye de su casa en Ayla, una pequeña aldea serrana, no lo lleva muy lejos. Cansado de tanto caminar y llegada la noche, busca un refugio en el camino donde trata de dormir. Allí lo encuentran unos arrieros que volvían de la Feria de Huancayo, con quienes hace el trayecto hasta que ellos le indican que sus vías deben bifurcarse, debiendo seguir solo guiándose por la línea del tren. Así llega a La Oroya, ciudad minera donde conoce a Andrés, un obrero que le ayuda a encontrar cobijo y pan en los primeros momentos de su llegada. Lo recomienda a un tal señor Porras para que trabaje en la mina, pero no consigue su cometido.

     Surge entonces la propuesta de continuar rumbo a Morococha, en busca de mejores oportunidades de trabajo. Mientras espera su partida, conoce en el caño de una callejuela de la casa donde se aloja, a un muchachito muy locuaz y vivaracho, con quien iniciará una nueva aventura laboral en la estación de tren, acarreando las maletas de los viajeros por unos cuantos centavos. Así, con Pedro y Nico, otro niño que se ganaba sus reales en el mismo trajín, conoce los gajes del oficio y aprende lecciones fundamentales de vida en la ciudad. Entretanto, siendo su siguiente objetivo Morococha, ve la posibilidad de que alguien lo ayude a trasladarse a dicho centro minero del centro del Perú. Nico le sugiere hablar con Julio, el brequero, para que lo lleve de balde a su destino, mas para ello debe contarle una historia muy triste para conmoverlo. Al final, le cuenta verdad y emprende el viaje esperado.

     Se despiden tristemente los amigos. Juanito promete escribirles si encuentra una posibilidad de que ellos también consigan trabajo. Al llegar al asiento minero, va en busca de Pedro Huayta, para quien llevaba una encomienda de La Oroya. A través de él, prueba suerte de pallaquero y capachero en las minas, fracasando en ambos oficios por la rudeza del trabajo, que sobrepasan ampliamente la capacidad de un niño de su edad.

     Antes de terminar su experiencia minera, con relatos de muquis y otras historias fantásticas, asiste al terrible desafío que se lanzan el Tuco y el Vizcacha, dos jóvenes obreros expertos conocedores de los laberintos de la mina. La prueba consistía en subir a oscuras la escalera de un socavón peligroso que daba al fondo de una mina; cualquier paso en falso sería fatal. Se realiza la contienda, en medio del silencio y el pavor general todos aguardan el resultado, hasta que un grito desgarrador desde el fondo del boquerón le avisa a Juanito, y a todos quienes se han congregado para el evento, cuál ha sido el desenlace trágico de ella.

     Hasta que un día aparece Esteban, el chofer amigo de Pedro Huayta que ha ofrecido llevarse a Juanito para Lima. El viaje lo hace en compañía de varias personas de toda edad, que se dirigen como él al encuentro de un trabajo en la capital. Él va recomendado donde el maestro Otoya, que trabaja en una panadería de la Plaza Italia, pero un cambio de ofertas durante la travesía entre el chofer y el hombre que llevaba a los demás, termina con todos en las plantaciones de algodón de la hacienda Montesclaros, en algún valle de la costa, para trabajar en la paña, es decir, en la recolección del preciado producto.

     Juanito enferma de paludismo, como tantos otros, por las duras condiciones de trabajo, y es enviado al hospital para rehabilitarse. Cuando llega, un grupo de personas esperan su turno para la atención respectiva. Todos son atendidos expeditivamente. A Juanito le recetan un tónico y un purgante, pues lo encuentra muy débil el médico. Recoge sus medicinas en una ventanilla, y al trasponer el patio y la verja de hierro se quedó con muchas dudas y aprensiones en el umbral del hospital Dos de Mayo.

     La historia termina planteando interrogantes sobre el destino de Juanito Rumi, en un final abierto que no era muy usual en la novela de mediados del siglo pasado. Sin embargo, hay en la obra un hilo suelto que nunca se retoma: la aparición de Vicente Salas, un personaje que al comienzo de la novela es mencionado como llegando “a perturbar la paz de mi aldea” por el protagonista, no tiene luego continuidad, por lo que nunca nos enteramos de qué manera Ayla ha sufrido la alteración de su pacífica existencia con la vuelta de aquél. Pero no importa, al final nos conmovemos siguiendo los avatares de un niño huérfano de la serranía del Perú en busca de su destino, el mismo quizás de tantos otros que antes y ahora sufren las penalidades por alcanzar esa esquiva oportunidad en un país como el nuestro.

Lima, 28 de diciembre de 2014.

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