En Fahrenheit
451, Ray Bradbury postula una sociedad del futuro en la que los libros, y
por lo tanto leer, están prohibidos, realidad que pavorosamente no está alejada
de nuestros días, pero no porque exista una especie de Tribunal del Santo
Oficio que envíe a la hoguera los textos que considera herejes, o porque el
avance de la tecnología los haya convertido en objetos prescindibles,
sustituyéndolos para siempre del mercado editorial, sino porque esa prohibición
provendría, y esto es lo más terrible, de nosotros mismos, es decir, que el
propio ser humano habría abdicado para siempre de su capacidad de leer,
reemplazándola por otras actividades ancilares que ciertamente nunca podrán
superar a aquella actividad eminentemente espiritual que no admite paralelos.
En esta sociedad distópica que pinta
Bradbury, los libros han desaparecido de la existencia de los hombres por
razones prácticas, incinerados por disposición de los poderes fácticos, debido
a su comprensible inutilidad. Es un mundo dominado por la máquina, que ha
terminado enseñoreándose en la vida común y corriente de la gente, a tal punto
que basta apretar unos botones o accionar otros dispositivos electrónicos para
obtener las comodidades que uno busca y sentirse servidos y contentos.
El protagonista, Guy Montag, es un bombero
que ejecuta su tarea de una manera inversa a como concebimos la labor de los
hombres de rojo. Claro, no sólo él, todo el cuerpo de bomberos está abocado no
a apagar incendios, sino a provocarlos –en vez de mangueras usan lanzallamas–,
sobre todo si llega a enterarse que en determinada casa o departamento alguien
alberga estos sedicentes y subversivos objetos, considerados peligrosos por el
poder establecido. Es lo que le sucede a la mujer en los primeros capítulos de
la novela, a quien le descubren, al parecer por una delación, una biblioteca
entera en su departamento; llegan los bomberos y proceden a ejecutar su labor,
ella se resiste y decide no abandonar su valiosa colección, entonces sucede lo
inevitable: ella también sucumbe a la furia piromaniaca.
Pero llega un momento en que Montag
enferma y, reflexionando sobre su labor, se rebela, se cuestiona a sí mismo y
decide no ir más a trabajar. Su mujer, Mildred, lo apoya y va más allá: le pide
que abandone a los bomberos y deje de quemar libros. El capitán Beatty, su
jefe, lo llama para indagar por su salud y luego visita a la pareja en su
departamento para convencer a Montag de que tiene que reincorporarse al
servicio. A regañadientes, vuelve a la compañía. Suena la alarma mientras
Beatty y otros compañeros juegan a las cartas. Todos se preparan para el
llamado, las salamandras rugen por las calles de la ciudad en medio del
estrépito y el ulular de sirenas. Llegan a la casa y Montag descubre, con
estupor, que es la suya.
Previamente, Montag había conocido en la
calle al profesor Faber, un temeroso defensor de los libros, obligado a
prescindir de ellos, pero quien devuelve a nuestro héroe el respeto y la
consideración que merecen. Quizá a instancias suyas, algunos ejemplares guardaba
Guy en su casa, se los muestra a Mildred y en ese momento sienten una extraña
presencia en la puerta: es el Sabueso Mecánico que olfatea en busca de
infractores de la ley. Y un día que comete la imprudencia de recitar poemas en
presencia de las descocadas amigas de Mildred, termina por delatarlo de modo
indubitable.
Montag es obligado por Beatty a quemar su
propia casa, pero luego de proceder al infausto acto, quema también al capitán
apuntándole con el lanzallamas, asimismo a dos bomberos y al Sabueso Mecánico
que se le abalanzó para inyectarle su veneno en la pierna. Salva cuatro libros
y se aleja cojeando. La policía emprende su persecución con helicópteros. Casi
es arrollado por un auto conducido por irresponsables adolescentes, que lo
insultan y vejan impúdicamente. Llega a la casa de Black –uno de los bomberos–
y da la alarma; llegan las salamandras para incinerar la casa. Enseguida se
presenta en la casa de Faber, donde se entera por la televisión que otro
Sabueso Mecánico llegará para salir en su busca.
El protagonista se refugia en el río,
donde puede despistar al Sabueso, luego sale a un campo de heno donde se
encuentra con una comunidad de hombres que preservan el conocimiento como si
fueran libros. Ve con estupor cómo el Sabueso y la policía dan la caza a un
supuesto Montag en la ciudad. Es un hombre cualquiera, evidentemente, a quien
han ultimado como si fuera el verdadero.
Empieza la guerra, que dura un instante, y
la ciudad es destruida por las bombas que la convierten en un montón de polvo y
cenizas. Un final apocalíptico se cierne sobre el mundo, mas Montag, Granger
–el líder del grupo de sabios– y los suyos irán despertando lentamente de los
efectos de la gran hecatombe. El mundo podrá volver a reconstruirse gracias a
la presencia de estos hombres que han preservado en su memoria el saber de la
humanidad. Quizás es una nota de esperanza al final de un mundo que ha llevado
al extremo su sumisión por las cosas.
Lima,
19 de febrero de 2015.