En 1982, Octavio Paz publicó Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de
la fe (FCE), su monumental ensayo dedicado a la poetisa mexicana del siglo
XVII, considerada por unanimidad como la mayor exponente de la poesía
castellana del barroco hispanoamericano, y como una de las cumbres de la
historia de la literatura española y universal. Un querido amigo,
lastimosamente fallecido en circunstancias trágicas, me comentó algunos años después
que su hermana le había conseguido el libro. Ella laboraba, probablemente lo
siga haciendo todavía, en la biblioteca del Convento de San Francisco, de donde
el libro pasó a manos de este amigo que, muy entusiasmado, me relataba sus
primeras impresiones del formidable ensayo del escritor mexicano.
Yo hervía de curiosidad, prometiéndome que
en mi próxima incursión por las librerías, cosa que hacía con relativa
frecuencia, me haría con un ejemplar. Tuvieron que pasar otros años para que mi
sueño fuera cumplido. Es así que a fines de diciembre de 1997, cuando ya el
poeta había obtenido el Premio Nobel de Literatura, y coincidiendo con la fecha
de mi cumpleaños, tuve la dicha de obsequiarme el valioso texto, cuya tercera
edición de 1983 he vuelto a leer con la misma fruición y el mismo
apasionamiento con que lo hice por primera vez hace ya 17 años.
La vida y la obra de Juana Asbaje Ramírez
se engarzan admirablemente en el enjundioso estudio que Octavio Paz ha escrito
con una paciencia y una consagración únicas, como si acometiera la empresa
mayor de su vasta producción ensayística. Su origen modesto en una familia
provinciana, su condición de hija natural –como eufemísticamente se decía de la
bastardía–, su traslado a la capital en busca de mejores oportunidades y su
posterior ingreso a la Congregación de San Jerónimo, como monja de clausura,
están relatados en paralelo a la aparición de sus primeros tanteos literarios,
el descubrimiento de su vocación por el saber y su consagración final a las
letras.
El autor nos recuerda que las opciones de
vida para una mujer en la sociedad colonial eran bastante estrechas: el
matrimonio o el convento. Ante esta tajante disyuntiva, y en vista de su
rechazo temprano por la vida conyugal y su natural inclinación por el estudio y
los libros, la elección no le ofrecía mayores alternativas. Su ingreso a la
vida monacal podía servirle mejor a sus propósitos, pues como dice Octavio Paz,
“se encerró en un convento no para rezar y cantar con sus hermanas sino para
vivir a solas con ella misma.” La decisión de tomar los hábitos sería el primer
cambio fundamental en la vida de esta admirable mujer que daría luego tanto que
hablar a los siglos venideros.
Protegida por los virreyes de la Nueva
España, teniendo una relación particularmente intensa con la virreina, amparada
espiritualmente por prelados amigos que al principio le sirvieron de guía, Sor
Juana pudo dedicarse libremente a sus quehaceres literarios en el sosiego que
le permitía la vida en el convento. Los ruidos y los vaivenes de sus hermanas,
ella lograba aplacarlas en el retiro silencioso de su celda, donde comenzaría a
dar forma a sus primeras creaciones de envergadura, aquellas que le darían fama
y prestigio, así como el reconocimiento admirado de sus lectores en diferentes
rincones del continente y España.
Fuertemente influida por el hermetismo
neoplatónico del notable jesuita alemán Atanasio Kircher, y “la coloración
‘egipcia’ de sus lecturas y aficiones intelectuales”, Sor Juana desplegaría su
vocación intelectual en las ciencias de la astronomía y la física, tanto como
lo hacía magistralmente en la versificación, a través de una variada gama de
formas poéticas, como fueron los romances, las silvas, las redondillas y los
villancicos que compuso para diversas ocasiones. Estaba dotada por el cielo
tanto para el saber como para el arte, pues reunía los dos requisitos esenciales,
a decir de Octavio Paz, que debe poseer el intelectual: el amor por las ideas y
la pasión por el conocimiento. Y en cuanto a la poesía, su gran destreza y
versatilidad para la composición de versos, la admirable maestría en el dominio
del idioma, hacen que su figura se pueda situar tranquilamente entre la de los
grandes creadores del siglo de oro español, junto a un Góngora, un Lope y un
Quevedo. Para confirmarlo están allí sus libros, especialmente el auto
sacramental Divino Narciso y el poema
filosófico Primero sueño, quizás lo
más logrado de su producción. En palabras de Octavio Paz, Primero sueño es “uno de los textos más complejos, rigurosos e,
intelectualmente, más ricos de la poesía de lengua española”. Su tema, el
ascenso y caída del espíritu en sus ansias de conocimiento, es único en la
poesía universal, hasta la aparición, dos siglos después, del poema más
emblemático de Guillaume Apollinaire. Es decir, la monja mexicana cumplía a
cabalidad las tres condiciones que señalaba Eliot para ser un gran poeta:
excelencia, abundancia y diversidad.
Su suerte variaría de signo luego de
algunos acontecimientos políticos y sociales que vivió la sociedad novohispana
a finales del siglo XVII. Su estrella empezaría a declinar a partir de ciertos
sucesos, como la partida de sus amigos los virreyes y la asonada popular que
sacudió la ciudad de México a raíz de malos manejos en la administración
colonial. Pero sobre todo, lo que terminaría precipitando su caída, fue la
carta que escribió a su amigo y protector, el obispo de Puebla Manuel Fernández
de Santa Cruz, donde se atrevía a discutir y poner en tela de juicio ciertas
cuestiones teológicas sostenidas por el padre Vieyra, un reputado teólogo
portugués que gozaba de gran ascendencia entre la jerarquía oficial. En dicho
texto, y mucho más todavía en la Respuesta
a Sor Filotea de la Cruz, artificio literario de que se vale para dirigirse
al mismo clérigo, Sor Juana hace una descarnada defensa de su vocación
literaria y de los derechos de la mujer al estudio, hecho éste que la convierte
en una especie de adelantada, o precursora si se quiere, del feminismo, movimiento
impensable en su época. El autor explica la índole de la inquina eclesiástica
contra Sor Juana: “La monja encarnaba una excepción doble e inoportuna: la de
su sexo y la de su superioridad intelectual.”
El escándalo que rodea este incidente,
hace que su confesor, Antonio Núñez de Miranda, le retire sus auxilios y la
palabra, pues entiende que el destinatario directo del provocador texto era nada
menos que el todopoderoso Francisco de Aguiar y Seijas, Arzobispo de México, conocido por su
severidad y su misoginia. Sor Juana, perdidos el apoyo y la seguridad que le
brindaban desde Palacio, es obligada a abjurar de las letras, en uno de los
procesos más tristes y devastadores de la historia de las persecuciones de las
ortodoxias hacia las voces siempre disidentes del arte y el pensamiento.
Estamos en 1693, luego de lo cual sobrevendrá sobre la ciudad una peste que
terminará diezmando a la población de la colonia; la madre Juana, reducida a
las penitencias y las disciplinas del convento, sucumbirá a la plaga en medio
de sus labores de asistencia y solidaridad con sus hermanas, falleciendo en
1695 a los 46 años de edad.
En 1990, la cineasta argentina María Luisa
Bemberg, llevó a la pantalla grande un guion basado en el libro del poeta
mexicano, con el título de Yo, la peor de
todas –así acostumbraba firmar sus cartas Sor Juana en los últimos años–, donde
destaca la actuación de la actriz catalana Assumpta Serna, quien encarna de un
modo convincente y conmovedor a Sor Juana. Pero más allá de esto, es imposible
reflejar en el cine toda la riqueza conceptual, las discusiones filosóficas y
teológicas, el cotejo de las ideas puestas en juego por el autor y toda una
gama de cuestiones teóricas, doctrinarias e ideológicas que sólo el libro puede
contener adecuadamente.
Por todo ello, resulta ejemplar la peripecia
vital de una mujer que en muchos sentidos es un símbolo, una singularidad en el
panorama de la cultura del siglo XVII novohispano, una figura que resume su
significado en la imagen mitológica de Isis, la diosa egipcia de la sabiduría,
la señora de los signos.
Lima,
6 de marzo de 2015.
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