Una nueva expedición viajera nos llevó
esta vez a una ciudad que conocí en mi niñez, pero que prácticamente ya me era
desconocida. Emprendimos la aventura desde Jauja, la histórica ciudad que con
orgullo siempre he reclamado como mi tierra natal, y que constituye en esta
ocasión el punto de partida para otra expedición fascinante por los caminos del
Perú.
Numerosas veces la había visitado cuando
tenía menos de diez años de edad, preferentemente en el mes de mayo, cuando se
celebra la muy afamada fiesta en honor al Señor de Muruhuay, probablemente la
mayor festividad religiosa de los católicos de la región. En el Datsun verde
agua de mi tío Ramón, hacíamos el recorrido por la carretera que aquella vez
sólo era una trocha muy irregular que constituía todo un desafío para cualquier
conductor experimentado. Muy temprano salíamos de Jauja un grupo familiar muy
cercano, conformado por la abuela Julia, mi mamá, la tía Antu, esposa del tío
Ramón, y mis hermanos. Provistos de termos de café y sándwiches de jamón, que
tomábamos a medio camino, realizábamos el trayecto de 55 kilómetros en
aproximadamente dos horas.
Pero esta vez, con una carretera
pavimentada en su totalidad, en óptimas condiciones, el viaje me pareció
espléndido y muy confortable. Rumbo hacia Tarma, conocida también como La Perla
de los Andes, una pequeña urbe enclavada en una de las estribaciones de la
ladera oriental de los Andes Centrales, la mañana despejada nos permitió
contemplar el maravilloso paisaje, que es un perfecto regalo para los ojos y el
espíritu de todo viajero. El auto emprende el ascenso por el abigarrado valle
de Yanamarca, cruzando vistosos pueblitos diseminados a lo largo de la ruta,
como Pachascucho, Tingo Paccha y Acolla. El cielo zafiro de la clara mañana
contrasta armoniosamente con las nubes algodonosas que parecen al alcance de la
mano, y con todos los tonos del verde que a uno y otro lado de la cinta de
asfalto matizan el campo desmedido.
Extensos sembríos de papa, maíz y otros
productos de panllevar, visten de intensos colores el inmenso tapiz de verdura. Los hombres del
campo ya han iniciado la dura labor del día, mientras graciosos animalitos
pacen despreocupados por la hermosa comarca que los cobija. Los cerros
imponentes sirven de telón de fondo para este magnífico cuadro que la madre
natura obsequia a sus hijos.
El carro continúa su ascenso por el camino
culebrero, y ya estamos atravesando el tramo conocido como Lomo Largo, unos
cuantos kilómetros de la ruta situados en la parte más alta del recorrido, otrora
temido sobre todo por los novatos visitantes, debido a los estragos de la altura para quien no está
acostumbrado a ella. Sin embargo, ahora el efecto se ha atenuado
considerablemente por la velocidad con que se logra atravesar el tramo. El
vehículo sigue sorteando las peligrosas curvas que se suceden de tanto en
tanto, mientras llega lentamente el descenso rumbo hacia la cálida hondonada
donde se esconde juguetonamente la ciudad de las flores, cuna de tan disímiles
personajes como el General Manuel A. Odría, expresidente de la República, y de
Adolfo Vienrich, el poeta casi olvidado.
El
chofer nos deja en la plaza principal de Tarma, pequeña y acogedora, donde al
instante un guía nos sale al encuentro para ofrecernos una lista variada de
rutas para visitar diversos lugares turísticos de la provincia. Lo despachamos
sin más, agradeciéndole por supuesto por sus servicios ofrecidos, pues nunca me
parecieron los más adecuados estos benditos tours,
no sólo por el coste, que siempre suele ser exagerado, sino porque no dejan en
libertad al visitante para disfrutar ampliamente de su propio tiempo y sus
propias necesidades.
La plaza está flanqueada por la iglesia catedral,
el Centro Cívico y el local municipal. Decidimos ingresar a la primera, para
contemplar el recinto religioso y apreciar sus atractivos, así como para
conocer la tumba del hijo ilustre de la ciudad, el Gral. Odría, quien siendo
presidente favoreció grandemente al desarrollo y mejoramiento de su tierra. No
deja de ser una curiosa paradoja que el gobernante del tristemente célebre
Ochenio, el controvertido mandatario que dejara una estela negativa en la vida
política de este país, sea casi
idolatrado por estos pagos, hasta el punto de colocar su catafalco, con sus
restos embalsamados, al lado mismo del atrio principal.
Luego de tomar un suculento desayuno en el
Mercado Modelo de la ciudad, nuestro siguiente objetivo es el Santuario del
Señor de Muruhuay, en el distrito de Acobamba,
emblemático lugar de peregrinación –como ya lo afirmé– del mundo
católico de la región. En veinte minutos el taxista hace el recorrido por un
sendero sembrado de alfalfares y calabazas. Al bajar del auto, una lugareña nos
ofrece velas y fósforos para la adoración respectiva. Subimos las escalinatas
que conducen al afamado templo, revestido de cuadros alusivos a la vida de
Jesús, y nos dirigimos a la imagen que por muchísimo tiempo ha sido objeto de
culto por miles de creyentes venidos de los lugares más apartados de la región
y del país.
El obligado ritual nos coloca frente a la
imagen, donde un grupo de personas aguardan para acercársele y poner sus manos
en la tela en señal de unción, así como sacarse fotografías para el recuerdo de
su encuentro con la venerada efigie. Enseguida llevamos las velas a un pequeño
recinto donde cada uno debe colocar su luminosa ofrenda, precedida de un deseo,
según la creencia. Al salir del templo decidimos enrumbar por un empinado
collado con una prometedora arboleda de fondo. A cierta altura, el aire fresco
y puro, y el contacto inigualable con la naturaleza, me devuelven el sentido
pleno de la existencia, arrebatado muchas veces por el tráfago demencial de la
vida citadina.
Nuestra siguiente parada, la gruta de
Guagapo, una imponente conformación pétrea, que abre su fauce en medio de un
paisaje idílico de cascadas cantarinas y césped reluciente. A la mitad del
recorrido nos detenemos para observar el rostro de Cristo en la colina,
atractivo turístico también de la zona. El sol vespertino dora los objetos, los
animales y los hombres, infundiendo al ambiente su alegre transparencia. Nos
lleva unos minutos escalar una vía sinuosa que conduce a la gran boca
terrestre. Dice la guía que el boquerón no tiene fin conocido, especulándose
que podría prolongarse hasta el Cusco. Una expedición alemana que quiso sondear
sus profundidades se había extraviado alguna vez. Penetramos sólo 150 metros,
provistos de sendas linternas que nos facilita la guía, por el borde de un
pequeño torrente de aguas cristalinas, apreciando las estalactitas que penden
sobre nuestras cabezas, y las estalagmitas que se yerguen sobre la superficie,
describiendo caprichosas figuras de animales, vírgenes y seres humanos en las
más diversas posturas. Una escalera de mano conduce a un pequeño anfiteatro
donde se observan más figuras y formas. Allí concluye lo nuestro, pues hay
otros que se arriesgan otros 150 metros más, pero en condiciones cada vez más
arduas. Y desde allí, el trayecto ya se hace sobre el agua, con el cuerpo encorvado
por los techos bajos de la roca.
Emprendemos el retorno al caer la tarde,
primero a Tarma, para decirle hasta pronto, y luego raudamente a Jauja, cuando
el sol desciende lentamente por entre las lomas azuladas del poniente, dejando
en las cosas nostálgicas iridiscencias que son el preludio del ocaso.
Jauja, 23 de enero de 2016.