Los terribles acontecimientos de estos
días, con lluvias torrenciales, huaicos y desbordes de muchos ríos de la costa
norte y central, han colocado al Perú en el ojo de la atención internacional
por los devastadores efectos que la furia de la naturaleza está ocasionando en
numerosas ciudades y poblados de aquellas regiones del país. El saldo hasta el
momento es desolador, con 79 muertos, cerca de cien mil damnificados, viviendas
destruidas, puentes derribados, carreteras arrasadas y un clima de desesperanza
e incertidumbre que las autoridades y el gobierno tratan de capear, con la
valiosa ayuda de la sociedad civil que ha desplegado un desusado instinto de
solidaridad hacia los hermanos en desgracia.
Un fenómeno que los científicos peruanos
han denominado “Niño Costero”, totalmente imprevisto y anómalo, es el causante
de estos embates que padecemos, de alguna manera u otra, los habitantes de las
regiones mencionadas. Sin embargo, sabíamos que otro fenómeno, El Niño,
visitaría nuestras costas. Todo esto enmarcado, a su vez, dentro del cambio
climático como signo dramático de nuestros tiempos, cuyos responsables somos
lastimosamente los propios seres humanos.
Una malhadada circunstancia de orden
meteorológico ha hecho posible, pues, esta situación de emergencia nacional, de
cuasi desastre humanitario que vivimos los peruanos, potenciado dolorosamente
por la negligencia y la imprevisión que caracteriza generalmente a quienes
poseen las riendas de la administración del Estado. Todos los años, por estas
mismas fechas, volvemos a presenciar los mismos hechos, con mayor o menor
violencia, pero no somos capaces de hacer frente a una realidad que
definitivamente no desconocemos ni es nueva. Se echa de menos una seria
política de planificación, palabra que quizás asuste a más de un demagogo
neoliberal, pero cuya carencia es precisamente lo que propicia estas
destrucciones cíclicas de partes de nuestro territorio.
La gran paradoja de todo esto es que
mientras trombas de agua se abatían sobre las ciudades, las quebradas y las
casas, causando inundaciones y sepultando en lodo a sectores importantes de los
poblados costeros, los pobladores carecían de ella para sus necesidades mínimas,
como son el aseo y la bebida. Durante varios días, por ejemplo, los habitantes
de la capital padecimos el corte del servicio de agua, situación que creó más
de un malestar a los millones de personas que pueblan esta inmensa urbe. Colas
interminables para conseguir un poco de agua se podía observar en determinados
sectores de la ciudad, gente premunida de baldes, ollas y bidones volcada a las
zonas de acopio que la empresa Sedapal determinó para la ocasión. Otro grupo en
los parques, a través de acueductos subterráneos, esperando obtener el vital
elemento, y había quienes sencillamente se morían de sed.
Es lo mínimo que podíamos esperar en una
situación de esta naturaleza, pues mientras miles sufrían la destrucción total
de sus bienes y aun de sus vidas, cómo quejarse por estas, relativamente,
pequeñas molestias, cuando una tragedia mayor nos rodeaba. Una vergonzosa demostración
de insensibilidad sería exigir un trato privilegiado en medio de la calamidad
que podíamos observar por los medios de comunicación, y cuyas víctimas eran
gente de nuestra propia provincia, y por supuesto de otras de regiones vecinas.
La ayuda de los países hermanos ha llegado
para aliviar la penuria de miles de compatriotas que viven un auténtico drama.
Esa demostración de solidaridad y fraternidad latinoamericana nos da la fuerza
suficiente para no desmayar en la ingente tarea que nos queda de socorrer y
acudir al necesitado. Lo curioso es que, así como se recibían las toneladas de
víveres, medicinas y ropa de países como Colombia, Ecuador y Chile, el
cargamento enviado por Venezuela tenga que esperar el visto bueno de las autoridades.
¿Vamos a seguir haciendo politiquería en medio de la tragedia? ¿Puede estar la
rivalidad política por encima de la urgencia nacional que implica vidas
humanas? Tampoco dejemos que otros líderes nacionales aprovechen el momento
para llevar agua a sus molinos; estamos hartos de tanta mezquindad, de tanta
necedad que exhiben sin pudor ciertos personajillos de nuestra alicaída clase
política.
Como símbolo de estos luctuosos sucesos,
está allí lo acontecido con Evangelina Chamorro, una modesta mujer que fue
arrastrada por la torrentera por espacio de varios kilómetros, que resistió
valientemente, casi inconsciente, la embestida del lodo, los palos y demás
objetos que traía consigo el deslave, aferrada a su poderoso instinto de vida,
al pensamiento constante en sus hijas, a sus ganas indoblegables de luchar por
ellas, de vencer a la muerte. Emergió del barro en una secuencia icónica que
dio la vuelta al mundo, y que un artista colombiano ha inmortalizado en una bellísima
escultura en plastilina. Su imagen, grabada en las retinas de todos quienes observamos
estupefactos su triunfo frente a la muerte, su insuperable capacidad de
resiliencia, es la que debe servir para que un país asuma su momento más
doloroso como la oportunidad para levantarse de sus cenizas, de salir airoso de
esta horrible prueba, y reconstruirse desde la unidad, desde la solidaridad,
desde el sentimiento genuino de que todos los peruanos dejamos de lado
pasajeras divisiones políticas e ideológicas para abocarnos al desafío mayor
que nos planta el destino, cada quien desde el terreno que le corresponde.
Lima,
23 de marzo de 2017.
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