Al ser despedido de su empleo en la Aduana
de Salem, su ciudad natal, Nathaniel Hawthorne (Salem, 1804-1864) encuentra la
coartada perfecta para volcarse a escribir la que, según el juicio de toda la
crítica, es indudablemente su obra maestra: La
letra escarlata, publicada en 1850. Esta novela, considerada entre las
obras más representativas de la literatura estadounidense del siglo XIX, es la
que ha labrado la fama de su autor, situándolo entre los mayores exponentes de
la narrativa en lengua inglesa.
En la introducción describe la aduana en
el puerto de Salem, en Massachusetts. Presenta a sus subordinados, ancianos
como cualquiera de su especie, adocenados por el tedio de una existencia en
declive. ¿No pasa eso con la mayoría de los hombres, que pueden obtener de sus
experiencias el “grano de oro de la sabiduría”, en vez de almacenar todo el
“inservible bagazo”? Y luego de presentarnos a los principales personajes del
lugar, el narrador encuentra lo que sería la piedra de toque de la novela: un
pedazo de tela roja, muy gastada y raída por el tiempo, con los bordados de oro
deshilachados y deslucidos, con la forma de una letra A mayúscula. Sujeto a
ella, halla un manuscrito referido a una tal Hester Prynne, enfermera
voluntaria y consejera sentimental. Memorable preludio imbuido de una sutileza
y profundidad psicológicas que bastaría para labrar el genio y la grandeza
literaria de Hawthorne.
Hester Prynne, confinada en la cárcel de
Boston, es esperada en la puerta por una muchedumbre de hombres y mujeres que
la aguardan emitiendo juicios de diversa índole. Precedida por el alguacil y
seguida por el gentío se encamina a la plaza del mercado, cargando un bebé en
brazos, para recibir su castigo: ser expuesta en el cepo al escarnio público. Lleva
la letra A cosida en el vestido a la altura del pecho, como símbolo y estigma
de su falta. ¿Cuál ha sido su delito o su pecado? En esa atmósfera puritana de
la Nueva Inglaterra, esta mujer ha concebido una niña estando su esposo ausente
por más de dos años, habiendo prometido darle el encuentro en el nuevo mundo y
no sabiéndose nada de él. Ese es el pecado del que se la acusa, mas ella ha
preferido no revelar el nombre de su cómplice.
No sabía, sin embargo, que mientras era
sometida a la infamante prueba, un forastero la observaba entre la multitud,
que no era otro que el esposo agraviado y cuyo nombre era Roger Chillingworth.
En un instante cruzan las miradas y Hester tiene la certeza de saberse
reconocida. Esos ojos la acompañarán en el camino de vuelta hacia la prisión,
mientras va elucubrando su destino inmediato al saber lo que esa intempestiva
llegada significará para su vida.
Cuando finalmente es liberada, se dedicará
a la costura. Confecciona ropa para los indigentes como una forma de expiar su
culpa, su caída, en tanto Perla, la hija de Hester, va creciendo y revelando su
naturaleza extraña ante su madre, quien descubre, no sin horror, signos
inequívocos de un carácter indómito y perverso, una mirada poseída de inocente
malignidad. Rasgos que ella atribuye a su funesta condición, a la consecuencia
lógica de la perdición de su alma.
Acude a la casa del gobernador Bellingham
para entregarle un par de guantes bordados, pero también para sondear sobre un
rumor que corría por el pueblo sobre la posibilidad de arrebatarle a su hija
que había oído entre unos vecinos. Quitarle la custodia de la niña por la
evidente incapacidad moral en que había incurrido según la perspectiva de la
ortodoxia puritana.
Por otro lado, Arthur Dimmesdale, un
clérigo joven, mostraba signos de decaimiento físico que dieron pábulo para que
el médico Chillingworth asumiera su cura. El sabio se ocuparía de desentrañar la
naturaleza del mal que aquejaba al ministro, el tormento y la angustia de su
corazón, abatido por la culpa y el remordimiento, a causa del pecado que
abrasaba su alma. En este estado casi sonambúlico se dirige una noche al
cadalso donde Hester Prynne sufrió la primera ignominia. Lentamente se va
desvelando la verdad ante la aviesa mirada del médico.
Luego de encuentro en el bosque entre
Hester y el clérigo, una luz de esperanza surge para ambos cuando ella propone
marcharse juntos lejos de la colonia para alcanzar una segunda oportunidad que
tanto anhelan. Ella arroja la letra escarlata a la orilla del río y es como si
un peso de vergüenza y culpa de siete años se desprendiera de su alma para
aligerar sus pasos hacia un porvenir más radiante. Enseguida viene Perla y
desconoce a su madre, negándose a obedecerla hasta no ver nuevamente la
infamante letra en su sitio. Es su realidad y debe acatarla.
Por último, el día que pronuncia el sermón
en la ceremonia de la elección del gobernador, Dimmesdale estuvo más inspirado
y elocuente que nunca, sus palabras
conmovieron a la muchedumbre que se había congregado para la ocasión. Sin
embargo, terminada la alocución, se dirigió vacilante y débil hacia el pie del
cepo donde se hallaban Hester y Perla. Subido en la plataforma del escarnio,
reveló con voz clara y fuerte el secreto de su pecado, el estigma que corroía
también su pecho, más doloroso que el de Hester; y enseguida expiró
pronunciando sus últimas palabras de adiós.
Insignes estudiosos de la literatura, como
Benedetto Croce, le han reprochado a Nathaniel Hawthorne (Salem, 1804) el haber
incurrido en las alegorías. La vindicación de ellas vendría de la pluma, no
menos legendaria, de Chesterton, induciéndonos a compartir el parecer de Borges
de la licitud de este procedimiento en la creación de historias de ficción. Al
concluir la lectura, embebido gozosamente en ella, sumergido en las palabras,
arrancado de la realidad en esas mágicas horas dedicadas a leer, recorriendo
impávido este laberinto del mal, compruebo cuánto de realidad puede entrañar
aquella frase de Vargas Llosa sobre la verdad de las mentiras, la fuerza de una
historia que con otros matices y otras aristas seguimos presenciando en nuestros
tiempos.
Lima, 01 de abril de 2017.
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