miércoles, 10 de mayo de 2017

La caída

     Al ser despedido de su empleo en la Aduana de Salem, su ciudad natal, Nathaniel Hawthorne (Salem, 1804-1864) encuentra la coartada perfecta para volcarse a escribir la que, según el juicio de toda la crítica, es indudablemente su obra maestra: La letra escarlata, publicada en 1850. Esta novela, considerada entre las obras más representativas de la literatura estadounidense del siglo XIX, es la que ha labrado la fama de su autor, situándolo entre los mayores exponentes de la narrativa en lengua inglesa.
     En la introducción describe la aduana en el puerto de Salem, en Massachusetts. Presenta a sus subordinados, ancianos como cualquiera de su especie, adocenados por el tedio de una existencia en declive. ¿No pasa eso con la mayoría de los hombres, que pueden obtener de sus experiencias el “grano de oro de la sabiduría”, en vez de almacenar todo el “inservible bagazo”? Y luego de presentarnos a los principales personajes del lugar, el narrador encuentra lo que sería la piedra de toque de la novela: un pedazo de tela roja, muy gastada y raída por el tiempo, con los bordados de oro deshilachados y deslucidos, con la forma de una letra A mayúscula. Sujeto a ella, halla un manuscrito referido a una tal Hester Prynne, enfermera voluntaria y consejera sentimental. Memorable preludio imbuido de una sutileza y profundidad psicológicas que bastaría para labrar el genio y la grandeza literaria de Hawthorne.
     Hester Prynne, confinada en la cárcel de Boston, es esperada en la puerta por una muchedumbre de hombres y mujeres que la aguardan emitiendo juicios de diversa índole. Precedida por el alguacil y seguida por el gentío se encamina a la plaza del mercado, cargando un bebé en brazos, para recibir su castigo: ser expuesta en el cepo al escarnio público. Lleva la letra A cosida en el vestido a la altura del pecho, como símbolo y estigma de su falta. ¿Cuál ha sido su delito o su pecado? En esa atmósfera puritana de la Nueva Inglaterra, esta mujer ha concebido una niña estando su esposo ausente por más de dos años, habiendo prometido darle el encuentro en el nuevo mundo y no sabiéndose nada de él. Ese es el pecado del que se la acusa, mas ella ha preferido no revelar el nombre de su cómplice.
     No sabía, sin embargo, que mientras era sometida a la infamante prueba, un forastero la observaba entre la multitud, que no era otro que el esposo agraviado y cuyo nombre era Roger Chillingworth. En un instante cruzan las miradas y Hester tiene la certeza de saberse reconocida. Esos ojos la acompañarán en el camino de vuelta hacia la prisión, mientras va elucubrando su destino inmediato al saber lo que esa intempestiva llegada significará para su vida.
     Cuando finalmente es liberada, se dedicará a la costura. Confecciona ropa para los indigentes como una forma de expiar su culpa, su caída, en tanto Perla, la hija de Hester, va creciendo y revelando su naturaleza extraña ante su madre, quien descubre, no sin horror, signos inequívocos de un carácter indómito y perverso, una mirada poseída de inocente malignidad. Rasgos que ella atribuye a su funesta condición, a la consecuencia lógica de la perdición de su alma.
     Acude a la casa del gobernador Bellingham para entregarle un par de guantes bordados, pero también para sondear sobre un rumor que corría por el pueblo sobre la posibilidad de arrebatarle a su hija que había oído entre unos vecinos. Quitarle la custodia de la niña por la evidente incapacidad moral en que había incurrido según la perspectiva de la ortodoxia puritana.
     Por otro lado, Arthur Dimmesdale, un clérigo joven, mostraba signos de decaimiento físico que dieron pábulo para que el médico Chillingworth asumiera su cura. El sabio se ocuparía de desentrañar la naturaleza del mal que aquejaba al ministro, el tormento y la angustia de su corazón, abatido por la culpa y el remordimiento, a causa del pecado que abrasaba su alma. En este estado casi sonambúlico se dirige una noche al cadalso donde Hester Prynne sufrió la primera ignominia. Lentamente se va desvelando la verdad ante la aviesa mirada del médico.
     Luego de encuentro en el bosque entre Hester y el clérigo, una luz de esperanza surge para ambos cuando ella propone marcharse juntos lejos de la colonia para alcanzar una segunda oportunidad que tanto anhelan. Ella arroja la letra escarlata a la orilla del río y es como si un peso de vergüenza y culpa de siete años se desprendiera de su alma para aligerar sus pasos hacia un porvenir más radiante. Enseguida viene Perla y desconoce a su madre, negándose a obedecerla hasta no ver nuevamente la infamante letra en su sitio. Es su realidad y debe acatarla.
     Por último, el día que pronuncia el sermón en la ceremonia de la elección del gobernador, Dimmesdale estuvo más inspirado y elocuente que  nunca, sus palabras conmovieron a la muchedumbre que se había congregado para la ocasión. Sin embargo, terminada la alocución, se dirigió vacilante y débil hacia el pie del cepo donde se hallaban Hester y Perla. Subido en la plataforma del escarnio, reveló con voz clara y fuerte el secreto de su pecado, el estigma que corroía también su pecho, más doloroso que el de Hester; y enseguida expiró pronunciando sus últimas palabras de adiós.
     Insignes estudiosos de la literatura, como Benedetto Croce, le han reprochado a Nathaniel Hawthorne (Salem, 1804) el haber incurrido en las alegorías. La vindicación de ellas vendría de la pluma, no menos legendaria, de Chesterton, induciéndonos a compartir el parecer de Borges de la licitud de este procedimiento en la creación de historias de ficción. Al concluir la lectura, embebido gozosamente en ella, sumergido en las palabras, arrancado de la realidad en esas mágicas horas dedicadas a leer, recorriendo impávido este laberinto del mal, compruebo cuánto de realidad puede entrañar aquella frase de Vargas Llosa sobre la verdad de las mentiras, la fuerza de una historia que con otros matices y otras aristas seguimos presenciando en nuestros tiempos.

Lima, 01 de abril de 2017.


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