El primer antepasado de don Manuel González
Prada en pisar tierras americanas fue don Josef, hijo de don Francisco González
de Prada y Calvo y de doña Antonia Falcón y Arroyo. Casó con la dama
cochabambina doña Nicolasa de Marrón y Lombera, de cuya unión nació el 3 de
enero de 1815 su hijo Francisco, quien se casaría con la arequipeña Josefa
Álvarez de Ulloa, padres que serían de don Manuel. Con estos y otros
interesantes datos se inicia el libro biográfico que le dedicara Luis Alberto
Sánchez, titulado simplemente Don Manuel
(Lima, 1930).
Luego de algunos trasiegos personales la
familia recala en Lima, la joven capital de la flamante república. El 6 de
enero de 1848 tiene lugar el nacimiento de este personaje singular de la
cultura peruana, bautizado católicamente bajo el aristocrático y sonoro nombre
de Manuel González de Prada y Ulloa. Desde los primeros años ya se hacen
visibles los rasgos que marcarían su carácter: callado, tímido, desdeñoso. El
tercero de cuatro hermanos, Francisco y Cristina los mayores, e Isabel la
última. Vivían en pleno centro de la ciudad, en la solariega casa de la familia
frente a la puerta lateral del Teatro Municipal.
Muy pequeño su padre lo sorprendió leyendo
a Diderot en la biblioteca doméstica; se complacía con la lectura más que con
los estudios. Al partir el padre para Chile exiliado por razones políticas, la
familia se establece un tiempo en Valparaíso, donde el niño tiene ocasión de
estudiar con un maestro inglés y uno alemán. Cuando cumplió trece años –de
vuelta al Perú–, el niño es enviado por sus padres al Seminario de Santo
Toribio, de donde fugaría al poco tiempo para recalar en el Colegio de San
Carlos. Los incipientes rigores del monacato y de la vida conventual no se
avenían con su natural rebeldía y espíritu cuestionador. Curiosamente detestaba
la gramática, según el biógrafo, destacando más bien en química y matemáticas.
Quiso ser ingeniero, pero su madre se opuso a que el hijo se alejara de ella,
pues sólo podía estudiar la carrera en el extranjero. Se resignó a estudiar
Derecho, a pesar de su invencible rechazo a los latines que tanto le recordaban
al Seminario.
Concluidos sus estudios universitarios, su
vida da un giro radical al decidir establecerse en Mala, en la hacienda de la
familia. Allí viviría ocho años, en el apartamiento campestre y bucólico de la
comarca costeña, donde pasearía sus ensoñaciones y los versos irían saliendo de
su fértil imaginación de fino poeta y eximio versificador. Hay un soneto
dedicado al amor, escrito a sus juveniles 21 años, que dan muestra de su
talento y destreza para la composición, los ritmos y las rimas. Hasta allí le
llegaban también los periódicos y revistas en diversos idiomas, que lo
mantenían en contacto con el mundo. Todo esto hacía de este solitario un
campesino refinado, un poeta chacarero y hacendado. De tanto en tanto visitaba
a su madre en la capital, llevándole los productos de sus campos.
Al cumplir los 29, conoce entre las
invitadas de sus hermanas, a una francesita de 14 años llamada Adriana de
Verneuil, con quien al cabo de unos años llegaría a formalizar una relación que
terminaría en el altar, pues don Manuel, ya conocido por entonces como “hereje” y “agnóstico ermitaño”, era muy
respetuoso de las creencias religiosas de los demás, aunque él mismo fuera
siempre un pensador furiosamente anticlerical.
Cuando los aciagos hechos de la guerra del
79, don Manuel se enroló al ejército patriota como oficial de reserva; sin
embargo, luego de la derrota de la batalla de Miraflores, decidió refundirse en
su indignada soledad y no salir hasta que la tropa invasora se haya retirado
del suelo patrio. Aunque quizás no cumplió del todo su promesa íntima, el sólo
saber que la soldadesca hacía de las suyas en la ciudad ocupada, ante la mirada
atónita y cómplice de las autoridades y de los gobernantes de turno, lo llenaba
de impotencia y santa ira; mas ello fue fermentando sus implacables
catilinarias con que fustigó a la clase política que jamás estuvo a la altura
de los funestos acontecimientos.
En contraposición al Club Literario, una
asociación de intelectuales y escritores de tendencia conservadora y elitista,
el joven González Prada funda con un grupo de amigos el Círculo Literario,
desde donde pretende insuflarle aires frescos y renovados a la anquilosada vida
cultural limeña. Una serie de conferencias pronunciadas en distintos teatros de
la época serían duramente comentadas en los corrillos políticos y literarios de
una ciudad que aún desempolvaba su rostro de rancios vestigios coloniales.
Resonaba con fuerza sobre todo la frase lapidaria con que buscaba enterrar el
nefasto pasado: “Los jóvenes a la obra, los viejos a la tumba.” Así como otra,
dicha al calor de una vieja rivalidad con un tótem de la literatura del
novecientos, cuando llamó a la tradición “ese monstruo engendrado por las
falsificaciones agridulces de la historia y la caricatura microscópica de la
novela”, en velada alusión a Palma.
En 1991 funda su partido radical denominado
Unión Nacional, que nucleó a lo más granado de la intelectualidad de entonces
–Abelardo Gamarra, Germán Leguía y Martínez, Carlos Germán Amézaga y otros–.
Ese mismo año parte a Europa con Adriana esperando a su tercer hijo, pues los
dos primeros murieron antes de cumplir el año. En París asiste a las lecciones
que impartía Ernest Renán en el Colegio de Francia; asiduo concurrente que el
filósofo, historiador y escritor reconocía con gestos elocuentes. Siete años
permanece en el Viejo Mundo cuando decide regresar al Perú. Nuevamente a la
agitación de la vida política menuda, entre elogios y denuestos,
reconocimientos y envidias.
Reemplaza a Palma en la dirección de la
Biblioteca Nacional en 1912, lo cual crea otro escarceo de enfrentamiento entre
los seguidores de estas dos figuras descollantes de nuestras letras. Es el
último tramo de la fructífera existencia de don Manuel, habiendo publicado ya
algunos libros de poesía y otros de ensayos y artículos. El 22 de julio de 1918
sufre un síncope cardiaco, relámpago fulminante que termina con la fecunda
trayectoria del apóstol, del hereje, del anarquista indoblegable que alcanzaba
así la cima de la gloria, el fuego eterno de la inmortalidad.
Salgo gratamente refrescado de esta
inmersión purificadora en la vida de uno de los hombres más preclaros y
honestos que ha tenido el Perú, de un escritor imprescindible en las letras de
cualquier país, de un luchador aristócrata e insobornable que consagró sus días
a la noble tarea de edificar el templo espiritual y moral de la humanidad.
¡Cuánta falta nos hace don Manuel en estos tiempos tan parecidos a aquellos que
provocaron su tempestuosa indignación! El látigo feroz de su pluma no se
detendría, implacable, frente a los desmanes de los crápulas de siempre y a las
trapacerías de los corruptos de toda la vida.
Lima,
27 de mayo de 2017.
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