Con la intensidad de una verdadera novela
negra ha ingresado a su fase más emocionante el caso que mantiene en
expectativa a la sociedad estadounidense: la posibilidad del impeachment que pende sobre el
presidente Donald Trump por la denominada trama rusa, un complot urdido quizás
en los mismos salones del Kremlin, la probable injerencia del gobierno del
presidente Vladímir Putin en la campaña presidencial del año pasado que llevó a
la Casa Blanca al magnate inmobiliario.
En las semanas previas a la votación de
noviembre, corría un fuerte rumor en los medios de prensa y en los corrillos
políticos norteamericanos sobre la forma como un equipo de hackers rusos habría
tenido acceso al correo electrónico de la candidata demócrata Hilary Clinton,
con el fin de hurgar en los documentos que la comprometían en asuntos delicados
de política internacional. El objetivo evidente era desacreditarla para
favorecer la candidatura del republicano, cosa que surtió efecto por los
resultados conocidos.
Ante ello, una vez instalada la nueva
administración en enero, la justicia tomó en sus manos el caso, pues se trataba
a todas luces de un acto ilegal el que habría posibilitado el triunfo del
candidato conservador, con el agravante de la intervención de un estado
extranjero en calidad de cómplice. No bien puesta en marcha la acción judicial,
e inclusive antes de asumir la presidencia, Trump inició una serie de reuniones
y encuentros con el fin de impedir el desvelamiento del entramado. El más
notorio es el que sostuvo con el jefe del FBI, James Comey, a quien citó
numerosas veces para tratar de presionar y detener las investigaciones con una
clara intención obstruccionista.
Ya antes había caído el consejero de
Seguridad Michael Flynn, involucrado también en la supuesta trama, mientras el
fiscal general Jeff Sessions se apartaba del caso por sus vínculos con el
embajador ruso durante la campaña. James Comey, mientras tanto, resistía las
embestidas del inquilino de la Casa Blanca, que pretendía a toda costa limpiar
a sus ex colaboradores, o por lo menos alejarlos de las pesquisas judiciales.
Hace casi 45 años, un acontecimiento de
similares características remeció los mismos cimientos de la Casa Blanca,
trayéndose abajo al presidente Richard Nixon, forzando su renuncia en medio del
escándalo de las escuchas al Partido Demócrata en el llamado caso Watergate. Fueron dos jóvenes
periodistas del diario The Washington
Post, Carl Bernstein y Bob Woodward, quienes desnudaron las maquinaciones
del gobierno republicano para obstaculizar las investigaciones de un hecho que
buscaba neutralizar la campaña del partido opositor.
El 8 de junio último, Comey se presentó
ante la comisión del Senado que investiga lo que los medios de prensa llaman el
Rusiagate, ocasión en que ha narrado
con lujo de detalles sus tres encuentros y las seis llamadas telefónicas sostenidas
con el mandatario, en donde éste efectivamente trata de convencerlo para no
proseguir las indagaciones que en ese momento se iniciaban sobre Michael Flynn,
chantajeándolo sibilinamente con frases que aludían al mantenimiento en su
puesto. El funcionario, conocido por su rectitud y sus sólidos principios
religiosos, se mantuvo en sus trece, intercambiando miradas retadoras con el
presidente. El resultado fue el esperado: Comey fue despedido.
Al haberse recusado Sessions por los
motivos ya mencionados, el vicesecretario Rod Rosenstein nombró como fiscal
especial para el caso a Robert Mueller, exjefe del FBI y experimentado
funcionario en la administración pública, reconocido también por su probidad y
acendrada vocación de justicia. En manos de este severo juez está ahora el futuro
del personaje más controvertido de la política norteamericana de los tiempos
recientes, que puede correr la misma suerte de Nixon, aun cuando todavía hay
mucho pan por rebanar.
Deberá probarse fehacientemente la
intención obstruccionista del jefe de Estado para iniciar al proceso de
destitución, si antes no renuncia al cargo como su antecesor republicano y
permite una salida constitucional al enredo. Empero, nada hace presagiar que el
investigado vaya a dar ese paso así se demuestre jurídicamente que ha
infringido la ley. Su proteica personalidad no permite adelantar alguna
reacción previsible; lo que sí está garantizado es una trama novelesca que los
ciudadanos vivirán como si se tratara de una auténtica ficción del género
policial, con detectives y espías, actos fuera de la ley y metafóricos crímenes;
como en una novela negra.
Lima,
17 de junio de 2017.
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