Ha resultado todo un acontecimiento la
reciente exhibición en la Galería Pancho Fierro de la Municipalidad de Lima de
la muestra “Fotografía Indeleble”, del fotógrafo jaujino Teodoro Bullón
Salazar, que retrató entre fines del siglo XIX y comienzos del XX el alma y el
cuerpo de la sociedad provinciana de ese rincón del valle del Mantaro. El
cuidado y la selección se lo debemos a la artista visual Sonia Cunliffe, quien
ha tenido el acierto de rescatar para la posteridad este conjunto de piezas de
la colección de Jorge Bustamante.
Muy poco es lo que se sabe de Teodoro
Bullón Salazar, aparte de que era dueño de un taller de relojería que
simultáneamente funcionaba como estudio fotográfico, situado en la calle Grau a
pocas cuadras de la plaza principal de la ciudad, en cuyos archivos se halló la
preciosa colección que fue a parar a manos de su actual dueño.
La muestra constituye una expresión
valiosísima tanto por su valor histórico como por su calidad estética, pues a
la par que nos presenta imágenes sorprendentes de la ciudad de Jauja de hace
aproximadamente cien años, rincones que se pueden rastrear en la memoria de
lugares hoy modificados por el tiempo; rostros que perduran en las
siguientes generaciones; atuendos que se
usaron en aquella época, y expresiones que corresponden a un momento, el de sus
primeros pasos, del arte de fotografiar; también revela una clara intención del
artista por mostrarnos su visión personal de los paisajes, las situaciones y
las personas, una narración que está en consonancia con ese imaginario que
menciona el subtítulo de la exposición.
Los negativos de vidrio, perfectamente
acondicionados en una pared de adobes, poseen ese aire espectral que los dota
de cierta dimensión fantástica, como si los seres y enseres de otro tiempo
cobraran vida gracias a la magia del artista, en una época donde tal vez el
fotógrafo no disfrutaba aún de esa condición. El visitante que se acerca a la
luz de sus espacios en negativo establece un diálogo de sombras con esas
figuras inmortalizadas por el relámpago de magnesio.
He visitado el recinto de la galería el
último día de la muestra, al filo de su cierre, preparándose para enrumbar a
sus orígenes, allá donde su visión significará una inmersión en el pasado y un
reconocimiento en el presente. Y lo que me ha devuelto el observar este
conjunto de medio centenar de imágenes en blanco y negro, de una colección de
más de trescientas piezas, es esa sensación de consanguinidad con sus ámbitos
domésticos, una inquietante afinidad con esas fotos que todos guardamos en el
álbum familiar, donde nos volvemos a encontrar con los antepasados y los seres
entrañables que en algún momento poblaron de ternura y nostalgia nuestra
infancia. Presencias que ya no son de este mundo, pero que han ingresado a ese
universo inefable y misterioso del trasmundo, encantados para siempre por el
arte hechicero de la fotografía.
Es imposible no pensar en Martín Chambi, el
paradigmático fotógrafo cusqueño, al mirar con detenimiento la composición de
muchas de las fotografías, sobre todo aquellas realizadas en estudio, pues
ambas miradas poseen una misma agudeza para captar el espíritu de las
situaciones, el alma de los decorados y el secreto de sus múltiples mensajes
expresados a través de ese juego de luces y sombras que proyecta la cámara en
manos de tan diestro artesano, que es la forma popular y modesta de llamar al
artista.
Hombres y mujeres que nos hablan desde el
pasado, mostrándonos su idiosincrasia a través de esas placas a veces
erosionadas por el óxido y el olvido, desvelando ante estos ojos contemporáneos,
heridos de modernidad, la flagrante sencillez y candorosa mansedumbre de una
vida con ciertos acentos bucólicos y ribetes de utopía. Miradas petrificadas
que nos interpelan desde su lejanía para hacernos vislumbrar un porvenir más
comprometido con sus raíces, reconocidos en una identidad que jamás debe
anclarse en un desdén por la diversidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario