No soy precisamente un fanático del fútbol,
lo que se llama un hincha, razón por la que he seguido la campaña eliminatoria
de la selección de mi país al Campeonato del Mundo en Rusia en 2018 con mucho
de escepticismo y algo de distancia, como viene sucediendo además desde hace
buenos años, casi todos los que llevaba el Perú sin acudir a la cita
mundialista.
Solía bromear con mis hijos, en un cruel y
descarnado ejercicio de humor negro, que un equipo peruano de fútbol recién
podría acceder a un campeonato mundial de esa disciplina en el remoto y
cabalístico año de 2666, cifra teñida de cierto prestigio literario desde que
el escritor chileno Roberto Bolaño bautizó así a una de sus más celebradas
novelas. Sin duda que lo hacía en un afán provocador, regodeándome con la
ironía, anteponiendo el sentido lúdico ante la adversidad y exhibiendo sin
pudor mi inveterado papel de viejo aguafiestas.
Sin embargo, cuando el equipo empezó a
escalar en la tabla de posiciones, tanto por méritos propios como por esos
golpes de la fortuna que otros involuntariamente propician, mis apocalípticas y
lapidaria previsiones empezaron a tambalear; las calles se poblaron de cientos
de hombres y mujeres, niños, jóvenes y viejos ataviados con la camiseta
nacional, como nunca antes había sucedido. Las ventas en el centro comercial
Gamarra se dispararon de un modo inusual, convirtiendo el éxito de la selección
en el motor de un suculento negocio.
Sé perfectamente que el fenómeno no es nuevo;
es evidente para todos que el fútbol ha pasado a constituir, en las sociedades
occidentales principalmente y con poquísimas excepciones, en el deporte masivo
por excelencia, tanto que los antropólogos y sociólogos hablaban desde hace
unos lustros de la insurgencia de una nueva religión de nuestros tiempos, con
sus propios rituales, ceremonias litúrgicas, sacerdotes y feligreses. Un
reconocido etólogo inglés no titubeó en llamar así uno a de sus libros más
emblemáticos: El deporte rey, y
numerosos poetas y narradores incursionaron en sus fueros para cantar sus
endechas a esta curiosa práctica de la pelota de origen inglés.
Debo reconocer que razón no les falta,
porque si no cómo explicar estas multitudinarias manifestaciones de un fervor
que sólo la religión es capaz de convocar, ajustándose a lo que el eminente religiólogo
rumano Mircea Eliade llamaba con precisión de cirujano “técnicas arcaicas del
éxtasis”, expresiones de una devoción única que transportaba al creyente a una
vivencia casi mística. Para los que no compartimos dicho fervor, su existencia
no puede llenarnos sino de interrogantes sobre la misteriosa naturaleza del ser
humano.
Y ahora que finalmente ha clasificado el
equipo peruano, paradójicamente de la mano de quien fue su verdugo en 1985,
todo un país celebra el retorno de su seleccionado a la cita mundialista. Tal
vez sea justo que se brinde esta alegría a un pueblo que ha vivido esperando
durante más de tres décadas para vivir este momento. Pero he ahí también que se
hace más patente la clamorosa inequidad frente a otros deportes que
silenciosamente, alejados de todo foco mediático, nos otorgan lauros
contundentes y concretos. Es así que mientras millones de fanáticos todavía
festejaban el logro futbolístico –que no olvidemos es sólo el pase a la
siguiente etapa de la competición–, la atleta Gladys Tejeda obtenía la medalla
de oro en la media maratón de los Juegos Bolivarianos realizada en Colombia, y
en Italia el Gran Maestro Internacional Julio Ernesto Granda se coronaba en el primer
puesto del Campeonato Mundial de Ajedrez sénior.
Ellos no tuvieron vítores ni muchedumbres
clamando sus triunfos, ni probablemente reciben ni la milésima parte del apoyo del
que sí gozan los futbolistas, pero sus victorias son tan meritorias, o más aun,
que las de cualquiera, pues son redondas y realizadas en la modestia y el
silencio que caracteriza a los grandes.
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