En todos los peruanos está marcado con
fuego en la memoria los años del terror que vivimos cuando una banda de
fanáticos extremistas decidió asaltar el poder a través de la revolución, pero
utilizando los métodos más violentos y sanguinarios, como nunca antes se había
visto en nuestra historia. El nombre que resume esa pretensión utópica, el
sonido que evoca lo peor de aquella época está cifrado en el nombre de su
líder: Abimael, patronímico de claras resonancias bíblicas, trufado de cierto
misticismo heterodoxo y justicieras aspiraciones terrenas.
La historia de ese hombre singular que se
preparó desde muy joven para su propio designio épico está contada con lujo de
detalles en el libro Abimael: el sendero
del terror (Planeta, 2017), escrita por el periodista de investigación
Umberto Jara, quien ha desplegado para la tarea sus mejores armas de cronista y
reportero para entregarnos un texto que hurga en los meandros biográficos e
ideológicos de una figura siniestra de las últimas décadas del siglo XX.
Una trayectoria errática en su infancia y
niñez marcaría el sentimiento de desamparo de Abimael. Esta experiencia del
desarraigo, los continuos trasiegos de ciudad en ciudad y los cambios
constantes de ambiente, le dejaron una tendencia a la preocupación por el mundo
y sus problemas, y a no expurgar mucho en sus laberintos interiores. El libro
de Jara desvela aspectos desconocidos de la vida de quien luego se convertiría
en el cabecilla de la facción armada más violenta de este país. Como que fue
abandonado por su madre a los 8 años en Chimbote, pues ella había contraído
otro compromiso con un comerciante de origen árabe que no simpatizaba con el
niño. Luego pasaría al Callao, donde al amparo de un tío materno vivió
sometido, sin embargo, al servicio doméstico de éste. Enseguida, y a raíz de
una apendicitis que casi le cuesta la vida, termina de vuelta en Arequipa, en
la casa paterna donde es recibido por su madrastra, la chilena Laura Jorquera,
quien le brinda el afecto y el cuidado del que había carecido durante todos
esos años. Los siguientes serían sus años universitarios y de formación
ideológica.
En 1962 pasaría a instalarse en Huamanga,
como docente de la Universidad Nacional de San Cristóbal, verdadero caldero de
ideas comunistas que él ayudó a fomentar y organizar. Allí conoce a una
estudiante procedente de Huanta, hija de un hacendado que llegaba a Huamanga
para establecerse con su familia: Augusta La Torre Carrasco. Luego de un breve
noviazgo se casaron en febrero de 1964. Como ella no podía tener hijos, se
entregaron a la construcción del Partido, el proyecto político de toda su vida.
Ese mismo año se produce la escisión del Partido Comunista, surgiendo el
PCP-Bandera Roja de tendencia maoísta, de donde a su vez se desprende en 1970 el
PCP-Sendero Luminoso de Abimael Guzmán Reinoso.
Es fundamental señalar en su evolución
doctrinaria su viaje a China a comienzos de 1965 para su preparación ideológica
y táctica en la escuela política de Pekín y en la militar de Nankín. Su
admiración por el líder de la Revolución China Mao Tse-Tung es incondicional,
propia de un fanático, pues trata de emularlo como conductor de un proyecto
político a todas luces demencial. Se dice que el jerarca chino es el mayor
genocida del siglo XX, con un saldo de 70 millones de víctimas, dejando muy
atrás a los tristemente célebres Adolph Hitler y Josep Stalin.
El papel protagónico de Augusta La Torre,
la camarada Norah, como impulsora de la agrupación senderista, sería vital, así
como en la creación de “organizaciones generadas” –Movimiento Femenino Popular,
Socorro Popular– fundamentales para los objetivos políticos de Guzmán, a quien
igualmente llegó a endiosar, perpetuando en sus huestes ese culto a la
personalidad característico de los movimientos mesiánicos.
A contracorriente de los hechos mundiales,
muerto Mao en 1976 e iniciándose en 1977 una serie de cambios que desmontaban
la llamada Revolución Cultural llevada a cabo en China durante los diez años
precedentes; en plena época de declive del comunismo soviético, que en la
década siguiente llegaría a su fin, Abimael justificaba el inicio de la lucha
armada como parte del avance estratégico de la revolución en el mundo. Absurdo
y locura totales: los signos de su perdición.
Sería Norah la que comandó en 1980 los
ataques de Chuschi, de la hacienda Ayrabamba y del fundo de San Agustín de
Ayzarca, dando inicio al baño de sangre que espantó al Perú y al mundo en los
siguientes doce años. Lo que sigue ya es historia conocida, el terrorismo
campeando a sus anchas desde el movimiento subversivo y la respuesta igualmente
terrorífica de las Fuerzas Armadas en una estrategia equivocada que no hizo
otra cosa que incrementar la espiral de violencia. Luego vendría la captura del
denominado “Presidente Gonzalo”, a manos de un grupo especial de la policía,
comandado por el General Antonio Ketín Vidal, quienes a través de un paciente
trabajo de inteligencia lograron desbaratar a la cúpula de la organización
rebelde dando con su cabecilla, luego de un juicio impecable, con sus huesos en
prisión condenado a cadena perpetua.
Es uno de los mejores libros de no ficción
que he leído este año, constituyéndose en un valioso testimonio para entender
una parte dolorosa de nuestra historia reciente, sobre todo el de su principal protagonista,
artífice de un periodo que no debemos olvidar para no volver a repetirlo nunca
más.
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