viernes, 30 de marzo de 2018

Mientras agonizo


    Acorralado por sus propios errores, por sus mentiras patológicas, por su debilidad política congénita, por sus enjuagues financieros con empresas corruptas, más que por el avasallamiento de una oposición cancerbera en el parlamento, como fue y es la fujimorista, ha caído sin pena ni gloria el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, protagonista de esta novela negra de resonancias faulknerianas que ha vivido el régimen casi desde sus inicios, agudizado en los últimos meses del año pasado con las primeras revelaciones y el primer intento de vacancia, y que hoy llega a su fin.
    La cerril mayoría se la tenía jurada desde antes de la misma instalación de su gobierno el 28 de julio del 2016, al cual jamás quiso reconocer ni saludar democráticamente, instalándose para siempre en una infantil pataleta de no saber aceptar la derrota. Con esta amenaza que pendía permanentemente sobre su cabeza, era previsible que el menor exabrupto, el menor incidente sería aprovechado por las mesnadas naranjas para colarse a borbotones y asestarle con saña y gran regocijo la estocada final. Y fue el mismo PPK  quien les abrió la rendija de la oportunidad para que los vengadores y justicieros de FP pudieran consumar su siniestro designio. Sus tratos oscuros con Odebrecht mientras era ministro del gobierno de Toledo, recibiendo sumas considerables por supuestas asesorías desde sus empresas Westfield Capital y First Capital, hundieron definitivamente el ya cuestionado prestigio de este banquero que siempre fue sirviente leal del gran capital.
    Una estrategia que parecería armada por el mismo Maquiavelo, con los hermanos Fujimori enzarzados en una feroz lucha fratricida por el poder, utilizando para ello las mismas armas que en su momento usó con gran diligencia su mentor y padrino Montesinos –grabaciones secretas, jugosos ofrecimientos y pagos para torcer la voluntad de congresistas, audios y vídeos soltados en el tiempo preciso–, ha terminado empujando al ex presidente a presentar su renuncia antes de verse sometido al vergonzoso expediente de la vacancia al día siguiente en el pleno del Congreso.
    Los analistas se preguntan, y no cesan de romperse la cabeza, tratando de entender qué tuvimos que hacer mal los electores, los supuestos ciudadanos adultos de este país, para colocar en la Casa de Pizarro desde hace 18 años a los personajes equivocados. Cuando todo hacía suponer que salíamos de la crisis terminal del régimen putrefacto de la dupla Fujimori-Montesinos, con el decentísimo gobierno de transición que encabezó Valentín Paniagua, nadie imaginó que los sucesivos gobiernos que se instalarían en palacio de gobierno estarían inficionados por el virus nefando de la podre que dejábamos atrás. Qué tal decepción, llena de rabia e impotencia, nos asalta a los peruanos al comprobar que cada uno de esos sujetos a quienes les brindamos nuestra serena confianza, terminarían defeccionando de la peor manera sirviendo a intereses totalmente ajenos al de los hombres y las mujeres de este país.
    El ex presidente nunca dejó de mentir, y hasta el discurso final de su dimisión jamás reconoció sus culpas ni ensayó siquiera un atisbo de acto de contrición. La ilusión del renacer democrático de la que habló Paniagua en su discurso de toma de posesión de la presidencia el año 2000 fue minándose gradualmente con cada gobierno, hasta acabar desplomándose con los últimos y bochornosos actos de este precario y errático remedo de gobierno que lideró un lobista de toda la vida.
    Tenemos ahora el imperativo kantiano de la esperanza con la asunción del vicepresidente Martín Vizcarra al máximo cargo de la nación. No podemos hundirnos más de lo que ya estamos, aun cuando todo se puede esperar de una realidad que en muchos aspectos supera ampliamente a las más disparatadas fantasías. Una fe platónica es la única respuesta que nos queda a los atribulados peruanos que hemos contemplado con gran perplejidad y espanto, si no con asco, los sucesos que han precipitado estos hechos.
    Humildad, inteligencia, visión de futuro, fortaleza para enfrentar la adversidad, temple y coraje para asumir la tarea del presente, es lo que necesita el nuevo gobierno que deberá llevarnos a buen puerto del bicentenario. Estaremos expectantes.

Lima, 25 de marzo de 2018.   


miércoles, 14 de marzo de 2018

En el nombre del padre

    Rastrear los orígenes de la familia, hundir la curiosidad indagatoria en el árbol genealógico de nuestra tribu es una labor que lo han intentado, con resultados descollantes,  muchos autores que pueblan la historia de la literatura, así como también sencillos seres humanos, llevados quizás por el afán no sólo de adquirir las certezas respecto a su propia ascendencia, sino también como una manera de configurar la arquitectura total de aquellas pulsiones, tendencias, hábitos, vicios y secretas determinaciones que corren por la sangre de sus venas. En una palabra, para tratar de saber quiénes son.
    Es lo que ha hecho el escritor peruano Renato Cisneros en su novela La distancia que nos separa (Planeta, 2015), historia cautivante en la que me he sumergido las últimas dos semanas para que el goce de su lectura se espacie en el tiempo, la memoria y la imaginación. En esta llamada novela de autoficción el autor hurga en el pasado de su padre –el General del Ejército Peruano Luis Cisneros Vizquerra, más conocido como el Gaucho– con una prolijidad de minero, excavando esas capas superpuestas que conforman el suelo vital de toda persona.
    Las palabras acuden al narrador al conjuro de los vestigios de ese pasado que va descubriendo, junto con el lector, con creciente asombro y perplejidad. Cada uno de nosotros podría también emprender esa búsqueda y los resultados serían, estoy seguro, sorprendentes. Ya me imagino internándome en ese dédalo de revelaciones, sorpresas, datos ocultos, paisajes desagradables, recintos sellados, sótanos oscuros, túneles interminables que constituyen el historial de mi familia, de toda familia en verdad, pero que los más prefieren dejar intacto, a salvo de esa pesquisa que nos llevaría al conocimiento de nosotros mismos.
    El autor se embarca en una serie de viajes que lo llevan a reunirse con personas claves en la vida del Gaucho; por ejemplo, su primera novia en Argentina, Beatriz Abdulá –que lastimosamente acababa de fallecer– y la hija de ésta, Gabriela, con quien tendría un encuentro altamente gratificante y revelador en un café de Buenos Aires. En su diálogo emotivo con ella arriba a la certeza de que ambos son lo que son porque los otros, es decir sus padres, no fueron lo que tenían que ser. Algo así como los hijos muertos de un matrimonio que nunca existió.
    También acude a entrevistarse con sus hermanos mayores, los hijos del primer matrimonio del Gaucho con la piurana Lucila Mendiola: Melania, Estrella y Fermín, cada quien mostrando las secuelas y las huellas que en ellos dejó el abandono que sufrieron del padre cuando este se fue de la casa de Chorrillos para formar una nueva familia con Cecilia Zaldívar, la madre del narrador. Son vidas marcadas por el resentimiento, la carencia de algo que juzgaron valioso hasta que un día ya no estuvo más.
    Confiesa el autor lo arduo que le resulta el saber, decir o escribir que su padre admiró a sujetos como Kissinger o Pinochet. Que fue amigo de ellos y de otros militares argentinos que más adelante serían protagonistas de la dictadura de ese país y que luego serían acusados de torturas, desapariciones, asesinatos y delitos de lesa humanidad por tribunales civiles que juzgaron los crímenes de aquél régimen. Verdaderos crápulas conformaban el entorno amical y moral de su padre. El asco que debió sentir al saber que su padre pudo pertenecer, si se quedaba en Argentina, a esa cáfila de torturadores y asesinos que hicieron de las suyas en los años nefastos del Plan Cóndor: Videla, Viola, Galtieri, Suárez Mason, Bussi, Bignone, entre otros. Y no sólo fue amigo, sino admirador y defensor de sus atrocidades. Qué diferente panorama observa en la biblioteca de su tío Juvenal –que no es otro que el distinguido lingüista Luis Jaime Cisneros– donde se exhiben fotografías suyas junto a notables exponentes de la cultura latinoamericana, como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Carlos Fuentes. Lo más natural, imagina el autor, es que él haya sido su hijo, y no hijo del Gaucho. En fin, ironías del destino. 
    El Gaucho Cisneros fue ministro del Interior durante el gobierno de Morales Bermúdez, y siendo ministro de Guerra sería artífice, durante el segundo gobierno de Fernando Belaúnde, para la intervención de las Fuerzas Armadas en la lucha antisubversiva, con los resultados que todos conocemos ahora gracias a la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), que investigó en profundidad todo lo acontecido en los años del terror. Ya en el retiro, sus ansias de poder se manifiestan en numerosas declaraciones a los medios, donde reafirma su vocación autoritaria, caracterizado por su rudeza y su instinto represor.
    Una de las más impactantes revelaciones que descubre el hijo es que el Plan Verde para derrocar a García tuvo como asesor al Gaucho. El General Monsante le confiesa al autor que su padre había contratado a dos sicarios en EE.UU. para asesinar al presidente, propósito que finalmente abortó. Es acuciante la duda que carcome al narrador sobre la hipótesis de que su padre haya matado; incertidumbre que no es ni corroborada ni desmentida en la conversación que sostiene con este General que conoció a su padre.
    La historia discurre detallando pormenores de la vida familiar que se ven esclarecidas a la luz de su investigación de 8 años, entre digresiones reflexivas, metáforas iluminadoras, símbolos esclarecedores, alegorías y alusiones analógicas que en varios momentos me hicieron recordar a las que solía emplear Ernesto Sábato, el notable escritor argentino que más ha sondeado en las honduras del alma humana con su narrativa audaz y estremecedora.
    “Mi odio hacia Dios fue el único efecto que tuvo esa canción. El último día que canté Cómo no creer en Dios fue el primero en que dejé de creer en Dios para siempre”, dice el protagonista recordando el instante en que el hombre que tantas cosas había significado en su vida trasponía el umbral de la muerte. Ahora él es su padre literario, nacido de la convicción  de que “quizá escribir sea eso: invitar a los muertos a que hablen a través de uno.”
    Una novela fascinante, escrito con la pasión y la sangre de que están hechas las grandes  obras, con una prosa que brilla en cada párrafo y un estilo que refulge en cada frase. Ágil, ameno, en la línea del mejor periodismo de investigación, logra un perfecto engranaje entre ficción y realidad.  

Lima, 10 de marzo de 2018.   

sábado, 3 de marzo de 2018

El cine y la canchita


    A raíz del reciente fallo de Indecopi, obligando a retirar la prohibición que dos de las cadenas de cine más importantes de la capital habían impuesto a los consumidores impidiéndoles llevar sus propios productos a las salas –disposición que ahora ha quedado en suspenso–, se ha propiciado un interesante debate que, según mi primera impresión, soslaya un aspecto esencial del asunto. Yo lo resumí hace unos días en un comentario que hice público en la versión digital de un medio limeño. Afirmaba, de lo más inocente, en plan de voluntaria candidez, que no entendía por qué iba la gente al cine a comer. Vamos a explicarnos.
    Es verdad que existe el lado económico de la cuestión, que es al parecer el único que interesa a los defensores a ultranza del libre mercado, que por cierto no es tan libre como lo pregonan. Pues sino por qué tendrían que imponerte determinado producto si quieres ingresar con él para ver una película. Mejor dicho, la canchita que tú llevas está prohibida, porque sólo puedes ingresar con la canchita que ellos te venden. Ellos arguyen que eso es parte del negocio, pues un 40% de sus ingresos provienen de la venta de esa clase de productos. Entonces, que se decidan, o son salas de cine o son puestos de golosinas.
    Pero aquí viene lo verdaderamente importante. Cuando uno va al cine, evidentemente es porque quiere ver una película; no obstante, muchas personas no pueden disociar este hecho de la necesidad de tener algo que llevarse a la boca. No sé en qué momento se impuso esta huachafa costumbre de ingresar a las salas de cine con sus inmensas bandejas de plástico conteniendo baldes repletos de pop corn y vasos llenos de bebidas gaseosas. A lo sumo, en los años 70 y 80, 90 inclusive, quienes acudíamos a los viejos cines de barrio de la provincia, solíamos llevar chocolates, caramelos, bolsitas de maní o habitas, canchita también, cigarrillos –cuando estaba permitido fumar en lugares públicos– o cualquier otra golosina parecida, pero todo ello de un modo muy discreto– en la cartera las damas y en los bolsillos del saco los caballeros–, nada ostentoso y ridículo como ahora puede verse en casi todos los cines.
    Por lo demás, todos deberíamos saber que en un espectáculo artístico, lo mínimo que se le pide al espectador es respeto, tanto por las demás personas, por la obra de arte, como por sí mismo, es decir que en última instancia se trata de un asunto de educación, barómetro a su vez de la cultura del ser humano. Cuando uno va a un concierto de música de cámara, o al teatro, o a la presentación de un libro, o a una charla, es tácito el acuerdo de que no puede uno estar comiendo. Es elemental. No hay nada más desagradable que sentarse en una butaca de cine, disponerse a disfrutar de un film y tener que soportar la grosera intromisión de ruidos molestos producidos por la actividad alimenticia de impertinentes vecinos que creen que la sala es un vulgar comedero. En ese plan uno ya no puede gozar como debiera de la función, en medio de ese zafarrancho de sonidos que jamás debería permitirse en una sala cinematográfica. Y si a esto agregamos el penoso paisaje que se observa al terminar la función, con el ambiente convertido en un auténtico chiquero, el malestar ya es mayúsculo.
    Coman lo que quieran antes o después, pero no durante la proyección; el arte lo merece, y aunque sean los bodrios yanquis que ahora monopolizan las salas, no por eso tienen patente de corso para agredir con su apetito desbocado a quienes sólo deseamos sumergirnos por un par de horas en la ficción, en la fantasía y en la magia que nos procuran las bellas obras del séptimo arte.

Lima, 3 de marzo de 2018.