El Campeonato Mundial de Fútbol 2018,
realizado en esta ocasión en Rusia, ha tenido en vilo al mundo entero durante
un mes completo, sobre todo a los hinchas de los países de los 32 seleccionados que
han sido los protagonistas de esta competencia que, cada cuatro años, convoca
la mirada y la atención de todos los rincones del orbe. Aún la de quienes como
el que esto escribe, son más bien renuentes a rendirse a un deporte hegemónico
que termina sepultando otras prácticas, igualmente merecedoras del fervor que
acapara el balompié.
Por diversas razones, he tenido ocasión de
observar sólo un puñado de encuentros que se pueden contar con apenas los dedos
de las manos, motivo por el que esta mirada, que rescata algunos instantes de
los numerosos partidos disputados intensamente en ese tiempo, no pretende ser
abarcadora ni completa, sino como reza el título, solamente parcial, subjetiva,
heterodoxa, solipsista casi, pinceladas que retratan momentos destacados y
curiosamente significativos. Más o menos en el sentido de una película que vi,
hace muchísimos años, en la Filmoteca de Lima, sobre el boxeo, que en vez de
enfocar las cámaras en el ring donde acontecen normalmente los hechos en una pelea
de box, ellas enrumban sus miradas hacia el público, allí donde los azorados concurrentes
viven su propia pelea, desnudando en sus rostros todas las facetas de las
pasiones humanas, espoleadas por el espectáculo que tienen ante sus ojos.
Por ejemplo, esa imagen de Messi, considerado
el mejor futbolista del planeta, solo en medio del campo, como si estuviera
perdido en un inmenso desierto verde –perdóneseme el oxímoron–, pinta de cuerpo entero la realidad de un
seleccionado que nunca estuvo a la altura de lo que sus viejos lauros dictaban.
El equipo argentino, sencillamente, fue arrasado por el cuadro galo, donde la
figura emergente de un Kylian Mbappé, que con sus arranques intempestivos, sus
trancadas inverosímiles y su carrera endemoniada, resultó inalcanzable para los
cansinos defensores de la albiceleste.
O la de España, una selección desangelada, conduciendo
su compromiso ante el anfitrión en su partido más soso, aburrido y monótono tal
vez de todo el mundial; desbrujulada hasta la médula, hundida en la grisura de
una pobre y previsible performance, como ajena a todo lo que estaba en juego.
Totalmente irreconocible de aquella que conquistó brillantemente la presea
dorada en Sudáfrica 2010.
El llanto de James Rodríguez en el banco
colombiano, luego de la derrota ante Inglaterra, es la imagen misma de la
frustración, de la caída a sólo un paso de la gloria. Imposibilitado de salir
al césped por una lesión, exhibía toda su impotencia con ese rostro anegado en
lágrimas. Confieso que fue una de las imágenes que más me conmovió. Ahora me
doy cuenta de que una justa como ésta también puede convertirse en un
repertorio inagotable de las emociones humanas.
La decente participación peruana, eliminada
increíblemente en la primera fase a pesar de su buen juego y de sus ganas
inmensas de desquitarse de más de siete lustros ausente de los campos
mundialistas. Perdió su pase a la segunda ronda, pero se ganó el afecto de la
crítica y de la hinchada global. Además de que sus propios seguidores, una
fanaticada esperanzada y vehemente, tiñeron de rojo y blanco las calles y
plazas de las ciudades rusas donde jugó el once de sus amores. Inútil ya
imaginarse qué hubiera pasado si Cueva convertía ese penal; quizás avanzaba
hasta luchar los mismos cuartos de final, pero el azar, los dioses o los
demonios del fútbol dictaminaron otra cosa.
Las lágrimas en las tribunas de los
uruguayos, y en el gramado del central Giménez, ante la inminente eliminación
de su equipo ante Francia, el coloso imbatible, quedó también grabado en las
retinas de todos los espectadores globales. Es una pena que los cuadros
sudamericanos, incluido el Brasil de Neymar, hayan perdido competitividad
frente al afianzamiento cada vez más acentuado de las selecciones del primer
mundo. Y ante el repliegue de los africanos, esta ha sido la primera final exclusivamente
europea.
Otro aspecto relevante ha sido el eclipse
de las grandes estrellas del firmamento futbolístico, como el propio Messi,
Ronaldo y Neymar; y el surgimiento de otras figuras que fulguraron en
Rusia-2018, como los belgas Lukaku y Hazard, el inglés Kane, el mismo francés
Mbappé y el croata Modric, quien precisamente se hizo merecedor al Balón de
Oro, distinción que premia al mejor jugador del torneo. Es importante aquí
destacar la presencia entre ellos de varios hijos de emigrantes africanos,
integrados en sus selecciones como una demostración palmaria de lo que el
deporte puede hacer en medio del fantasma xenófobo y populista que recorre el
Viejo continente.
Justamente el binomio Modric-Rakitic, con
su juego inteligente y preciosista, ha sido sin duda un factor determinante
para que ese pequeño y joven país de cuatro millones de habitantes, a quien he
calificado como el Uruguay de Europa, haya accedido a la final mundialista.
Luego de extenuantes partidos, prolongados en tiempos suplementarios hasta la
agonía de los disparos de los doce pasos, el menudo genio croata y su
acompañante fueron los baluartes y héroes de la participación balcánica en la
competición rusa.
Por último, el episodio anecdótico que
protagonizó el fotógrafo salvadoreño de la Agencia France Press, Yuri Cortez,
arrasado con todo su equipo de trabajo por la ola celebratoria del equipo
croata celebrando el gol de Mandzukic ante Inglaterra, camino que le franqueaba
su pase a la final, donde perdió épicamente ante la, finalmente, campeona
Francia. El fotógrafo, desde el suelo, siguió disparando su cámara, obteniendo
las imágenes más extrañas de este Mundial.
Nos volveremos a ver en Qatar-2022.
Lima,
22 de julio de 2018.
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