Se ha apagado la vida, en la madrugada de
este viernes 27, a los 80 años de su edad, del polígrafo Marco Aurelio Denegri,
una de las más señeras figuras de la
cultura nacional, cuya presencia en la última mitad del siglo XX, y en los años
que corren del XXI, estuvo signada por su incansable brega al servicio de la
difusión del arte y las humanidades en el país, a través de su recordado
programa La función de la palabra en
TV-Perú y de su columna semanal El ojo de
Lima en el diario El Comercio, además de otros espacios y páginas de
diferentes medios de comunicación nacional, pues colaboró también en la prensa
escrita con artículos y columnas que eran todo un modelo de uso impecable del
idioma.
Recuerdo haber visto temporadas enteras su
programa televisivo con un fervor casi religioso, como un feligrés que asiste a
misa, cada miércoles a las diez de la noche durante varios años. Últimamente,
gracias a Internet y su plataforma YouTube, frecuentaba regularmente diversas emisiones
subidas a la famosa red digital, y en Radio Nacional lo seguía cada sábado a
las ocho de la noche, en versiones evidentemente grabadas. Presente, pues, en
la televisión nacional desde la década del 70, su labor como periodista y
difusor cultural le granjeó un lugar privilegiado en los medios, inundados
ahora por algo que él siempre combatió con tenacidad: la chabacanería, el mal
gusto y la indigencia intelectual.
Podía entrevistar a un invitado, disertar
sobre un tema determinado o comentar un libro, y siempre lo hacía con
propiedad, solvencia y conocimiento, abonando la plática con una profusión
pertinente de datos, citas y anécdotas que enriquecían notablemente cualquiera
de estos encuentros. Experto en materias tan disímiles como la sexología, la
lingüística, la cajonística y la gallística -estos últimos perfectos
neologismos de su creación-, sus aportes como acucioso investigador son igualmente
valiosos, recogidos en los numerosos libros que alguna editorial tuvo a bien
publicar.
Era asimismo un consumado y exquisito
audiófilo, llegando a coleccionar equipos de reproducción musical para poder
comparar sus bondades y entregarse al placentero y balsámico poder de la
música. Amaba especialmente la música criolla, entrevistó a muchos de sus
exponentes, comentó álbumes y discos con una fruición inigualable. Prefería los
discos de vinilo, sin dejar de admirar los grandes avances de la tecnología que
permiten ahora una audición inmaculada.
Feroz crítico literario, solía desmenuzar
con una paciencia de relojero las publicaciones más diversas, hallando los
errores y gazapos, ya sean de tipo formal -como el diseño y la ortografía-, o
de contenido -como la coherencia y la consistencia argumental-, para que en una
siguiente edición el autor, pero sobre todo el editor, se cuiden de incurrir en
los mismos yerros.
Militante destacado de la contracultura,
sacó a la luz los temas vedados por lo políticamente correcto; iconoclasta de
vocación, rompió todos los mitos y tabúes que la pacata sociedad limeña
mantenía encerrados en la censura, en el silencio o en la cómoda grisura del statu quo.
Crítico implacable de la llamada televisión
basura, hegemónica en estos tiempos de baja cultura, fue el exponente más elevado
de ese medio, demostrando que también se podía alcanzar cotas insuperables de
la alta cultura de una manera entretenida y lúdica. Su lucidez y agudeza para
abordar asuntos concernientes al ser humano, desde los aparentemente más triviales
hasta los más profundos, convertía la visión y audición de sus presentaciones
en una experiencia altamente gratificante, una auténtica inmersión en los mares
insondables del saber y una ascensión a los picos más escarpados de la
sabiduría.
Lector insaciable y voraz, acostumbraba
llevar al set de televisión los libros que leía, que había leído y que luego
comentaba o citaba. Era una verdadera delicia
escucharlo en esa faceta. Recomendaba leer como mínimo cuatro horas
diarias, consejo que he tratado de seguir, tanto como un homenaje a su figura
como atendiendo a una íntima necesidad vital. Las pocas veces que, por alguna
circunstancia, no he podido cumplir esa meta cotidiana, una indescriptible
sensación de desasosiego y empobrecimiento se ha apoderado de mí, dejándome en
una especie de páramo lunar.
En vísperas de celebrar un aniversario más
de la Independencia del Perú, la noticia
de la partida de Marco Aurelio nos llena de pesar y desolación, pues su muerte
significa, sin duda alguna, un descenso en los niveles de la inteligencia y la
cultura nacionales; su condición de polígrafo es sencillamente irreemplazable,
una pérdida de la que el país difícilmente podrá repararse. Un abrazo eterno para el maestro.
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