sábado, 18 de agosto de 2018

Días de infancia

    Conozco a Chalo Rodríguez desde hace más de veinte años, cuando ingresé a enseñar en el colegio en donde él ya lo venía haciendo hacía unos años atrás, razón que lo convirtió en un compañero de trabajo, que no colega -palabra por la que no guardo simpatía precisamente y que espero explicar en otra ocasión-, y un amigo a quien he visto desempeñarse siempre como un eficiente y abnegado profesor, colaborador puntual  y bromista inteligente. Hace unos años atravesó un momento delicado de su existencia, cuando tuvo que someterse a una intervención quirúrgica para tratar de insuflarle nueva vida a su generoso corazón. Todos estuvimos en vilo cuando esa circunstancia, y nos alegró grandemente el que pudiera regresar, ya recuperado, a los ámbitos que hemos compartido por cerca de cinco lustros.   
    Leer El silbido de las sombras, relato novelado de Chalo Rodríguez, su tercera obra publicada, constituye una cálida inmersión en las aguas profundas de un pasado que está presente en las vidas de todos los seres humanos, aun en las de aquellos que, voluntariamente o no, desean abandonar ese territorio que muchas veces se ha descrito como el paraíso perdido de todo ser humano, pero que también puede poseer los perturbadores elementos de un pequeño infierno florido. No es éste el caso de la historia de Chalín, en verdad, pues sus aventuras y desventuras están narradas en un tono de blanca y aséptica nostalgia, incluso cuando incursiona en episodios que son ciertamente desagradables para el protagonista.
    El relato se inicia con la llegada de Chalín y su familia a Cocachacra, distrito de la provincia de Islay, en Arequipa, para establecerse por un tiempo indeterminado. Nuestro pequeño héroe frisa los diez años, tiene a sus padres y a sus cuatro hermanos para acompañarlo en esa nueva vida que va a iniciarse para él con todos los atractivos y sinsabores que para cualquier mortal ella nos tiene reservados. Su nuevo barrio, los amigos, los juegos, las lecturas, la escuela, los profesores, los primeros escarceos sentimentales, van a constituir experiencias novedosas que vive con la intensidad y la curiosidad de esa etapa de la infancia.
    Hay un elemento que va a erigirse en el hilo conductor de la historia, reflejado ya en el título, que es el silbido, ese singular medio de comunicación que establecen los amigos cercanos como un código tribal de reconocimiento, un santo y seña de la íntima amistad que traban los personajes en el relato, una señal de inocente complicidad en esos años en que sólo podemos hacer travesuras, inquietantes excursiones a la realidad para tratar de arrancarle sus mejores frutos y, de paso, sus imborrables enseñanzas. Una auténtica educación sentimental, como dirían los críticos, para referirse a aquellas novelas que describen los primeros pasos de una persona por este mundo inescrutable. Un silbido que se queda en la memoria, como símbolo de la persistencia de algo que ya no nos abandonará por el resto de la existencia, una voz que las sombras nos alcanzan cuando el tiempo y la distancia nos han llevado por otros caminos.
    Es el silbido de los amigos cuando desde la calle lo llaman para la hora de los juegos o para alguna incursión aventurera por los espacios libérrimos del pueblo, como aquella en que van a recoger higos en una chacra cercana; o esa otra en que acuerdan trepar a los carros en movimiento para desafiar sus posibilidades de resistencia. Es el silbido de Juan Carlos, su mejor amigo, que escucha Chalín en una esquina cuando la familia sale rumbo a otra ciudad al final de la historia; el sonido que mágicamente revive todos aquellos momentos y anécdotas que compartieron durante esos instantes que los unió para marcar sus vidas y darle un significado que los años y las vicisitudes trocarán en memoria, en dulce recuerdo, en nostálgica remembranza.
    La ingenua y esperanzada ilusión de un niño como Chalín por una niña de cabellos castaños llamada Drisel, es una tierna y hermosa demostración del platónico idilio con que la vida nos regala para encantar nuestras emociones con ese bello sentimiento que denominamos amor, primera manifestación de una vivencia que con los años nos traerá, a la par, instantes de pleno gozo así como largas horas de hondo sufrimiento.
    En un lenguaje coloquial, con una prosa sencilla y transparente, a ratos iluminada con reverberaciones poéticas -amén de algunos descuidos de forma y estilo, que el autor deberá corregir para una próxima edición-, discurre esta singular historia que nos cautiva desde las primeras líneas, haciendo gozar al lector de placenteros instantes de ameno entretenimiento.

Lima, 4 de agosto de 2018.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario