Conozco a Chalo Rodríguez desde hace más de
veinte años, cuando ingresé a enseñar en el colegio en donde él ya lo venía
haciendo hacía unos años atrás, razón que lo convirtió en un compañero de
trabajo, que no colega -palabra por la que no guardo simpatía precisamente y
que espero explicar en otra ocasión-, y un amigo a quien he visto desempeñarse
siempre como un eficiente y abnegado profesor, colaborador puntual y bromista inteligente. Hace unos años
atravesó un momento delicado de su existencia, cuando tuvo que someterse a una
intervención quirúrgica para tratar de insuflarle nueva vida a su generoso
corazón. Todos estuvimos en vilo cuando esa circunstancia, y nos alegró
grandemente el que pudiera regresar, ya recuperado, a los ámbitos que hemos
compartido por cerca de cinco lustros.
Leer El
silbido de las sombras, relato novelado de Chalo Rodríguez, su tercera obra
publicada, constituye una cálida inmersión en las aguas profundas de un pasado
que está presente en las vidas de todos los seres humanos, aun en las de
aquellos que, voluntariamente o no, desean abandonar ese territorio que muchas
veces se ha descrito como el paraíso perdido de todo ser humano, pero que
también puede poseer los perturbadores elementos de un pequeño infierno
florido. No es éste el caso de la historia de Chalín, en verdad, pues sus
aventuras y desventuras están narradas en un tono de blanca y aséptica
nostalgia, incluso cuando incursiona en episodios que son ciertamente
desagradables para el protagonista.
El relato se inicia con la llegada de
Chalín y su familia a Cocachacra, distrito de la provincia de Islay, en
Arequipa, para establecerse por un tiempo indeterminado. Nuestro pequeño héroe
frisa los diez años, tiene a sus padres y a sus cuatro hermanos para
acompañarlo en esa nueva vida que va a iniciarse para él con todos los
atractivos y sinsabores que para cualquier mortal ella nos tiene reservados. Su
nuevo barrio, los amigos, los juegos, las lecturas, la escuela, los profesores,
los primeros escarceos sentimentales, van a constituir experiencias novedosas
que vive con la intensidad y la curiosidad de esa etapa de la infancia.
Hay un elemento que va a erigirse en el
hilo conductor de la historia, reflejado ya en el título, que es el silbido,
ese singular medio de comunicación que establecen los amigos cercanos como un
código tribal de reconocimiento, un santo y seña de la íntima amistad que
traban los personajes en el relato, una señal de inocente complicidad en esos
años en que sólo podemos hacer travesuras, inquietantes excursiones a la
realidad para tratar de arrancarle sus mejores frutos y, de paso, sus
imborrables enseñanzas. Una auténtica educación sentimental, como dirían los
críticos, para referirse a aquellas novelas que describen los primeros pasos de
una persona por este mundo inescrutable. Un silbido que se queda en la memoria,
como símbolo de la persistencia de algo que ya no nos abandonará por el resto
de la existencia, una voz que las sombras nos alcanzan cuando el tiempo y la
distancia nos han llevado por otros caminos.
Es el silbido de los amigos cuando desde la
calle lo llaman para la hora de los juegos o para alguna incursión aventurera
por los espacios libérrimos del pueblo, como aquella en que van a recoger higos
en una chacra cercana; o esa otra en que acuerdan trepar a los carros en
movimiento para desafiar sus posibilidades de resistencia. Es el silbido de
Juan Carlos, su mejor amigo, que escucha Chalín en una esquina cuando la
familia sale rumbo a otra ciudad al final de la historia; el sonido que
mágicamente revive todos aquellos momentos y anécdotas que compartieron durante
esos instantes que los unió para marcar sus vidas y darle un significado que
los años y las vicisitudes trocarán en memoria, en dulce recuerdo, en
nostálgica remembranza.
La ingenua y esperanzada ilusión de un niño
como Chalín por una niña de cabellos castaños llamada Drisel, es una tierna y
hermosa demostración del platónico idilio con que la vida nos regala para
encantar nuestras emociones con ese bello sentimiento que denominamos amor,
primera manifestación de una vivencia que con los años nos traerá, a la par,
instantes de pleno gozo así como largas horas de hondo sufrimiento.
En un lenguaje coloquial, con una prosa
sencilla y transparente, a ratos iluminada con reverberaciones poéticas -amén
de algunos descuidos de forma y estilo, que el autor deberá corregir para una
próxima edición-, discurre esta singular historia que nos cautiva desde las
primeras líneas, haciendo gozar al lector de placenteros instantes de ameno
entretenimiento.
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