Con los recuerdos de sus años en la
Siberia, sinónimo del lugar de castigo más temible en la época de los Zares,
Fiodor Dostoievski elabora la minuciosa historia del noble Aleksandr Petrovich
Goriantchikov, otrora propietario en Rusia, que purga una condena a trabajos
forzados por haber asesinado a su mujer. Al morir, años después de abandonar el
presidio, se encuentra entre sus pertenencias un manuscrito titulado “Memoria
de la casa de los muertos”, que al descubridor le resulta de interés y decide
publicarlo. Así, bajo este ardid narrativo, discurre la estupenda novela La Casa de los Muertos, una de las
grandes ficciones del maestro ruso.
Empieza describiendo el penal, “una casa de
muertos vivientes”, donde doscientos cincuenta hombres comparten hacinados el
espacio y el tiempo comunes. Una de las cosas más terribles que recuerda el
narrador es cómo pudo haber pasado diez años sin estar solo nunca, ni un
minuto. Para el condenado, más insoportable que la privación de la libertad es
la cohabitación forzosa, el hecho de tener frente a sí a cada momento y en todo
instante a otro condenado como él, en una absoluta cancelación de la privacidad
que resulta de una crueldad inapelable. “El hombre no puede existir sin
trabajo, sin propiedad, legal y normal; sin estas condiciones, se pervierte y
se convierte en fiera”, reflexiona quien ha experimentado en carne propia los
rigores del encierro y sus monstruosas secuelas.
Sin embargo, es evidente que no todos estos
desgraciados sienten por igual el peso del castigo que les es infligido, pues
las naturalezas diversas de los hombres que concurren hacia ese centro para
purgar su delito se manifiestan de los modos más disímiles, de manera que así
como algunos que llegan lo hacen como si fueran a instalarse de por vida, otros
tienen desde el mismo momento en que pisan sus instalaciones la certeza de que
algún día tendrán que abandonarlo, aferrándose con profunda fe a esa esperanza
para no morirse de desesperación. Este último es el caso del protagonista.
Una variopinta gama de personajes desfilan
por la novela, que el narrador describe con prolijidad y certeza, despertando
en su ánimo algunas veces simpatía, y otras, pocas, antipatía o indiferencia.
Su procedencia social ocasiona que la mayoría de los reclusos lo miren a
distancia y recelen de él, al no considerarlo como uno de los suyos, mientras
que los pocos nobles que comparten su desventura tratan de formar una pequeña
cofradía para enfrentar los rigores de una convivencia que para ellos, sobre
todo, es incluso más ardua, porque a las penalidades del encierro deben sumar
los trabajos que ellos jamás habrían realizado en sus vidas ordinarias.
Llama la atención que en esa época los
presos llevaran cadenas y que fueran castigados con azotes, los cuales podían
variar de quinientos a mil, o dos mil, o tres mil, suficientes para producirles
la muerte. Cuántas veces Aleksandr Petrovich debió presenciar las espaldas
flageladas surcadas de sangre de aquellos desdichados camino al hospital. O
cuando estando en el mismo, por alguna dolencia que lo afligía, tuvo ocasión de
ser testigo de los casos más espantosos a que puede reducirse el ser humano
cuando es sometido a un castigo que sobrepasa su capacidad de resistencia.
Es interesante destacar la representación
teatral que preparan los presos como espectáculo de Navidad, instantes en el
que se les devuelve su humanidad, gozando de las escenas como hombres libres,
tanto los que fungen de actores, como los que forman el público; papel que el
arte cumple a cabalidad, pues así se demuestra cómo la actividad artística
conecta con los estratos más íntimos y sensibles del ser humano, subrayando esa
espiritualidad que subyace aun en los lugares que menos se pueda uno imaginar.
Hay un episodio de evasión de un par de
presidiarios, Kulilov y A-v, fuga de breve duración, pues son recapturados a
los pocos días. Este hecho motiva unas preguntas y una respuesta de un interno: “¿Qué hacemos aquí?
Vivir sin vida, pues sin morir estamos muertos. ¿No lo veis?”. Estremecedora
comprobación de un hombre que ha escarbado hasta la médula en su situación y ha
obtenido una tenebrosa verdad de la que son partícipes todos sus compañeros,
pero que tal vez algunos, o la mayoría, no lo saben.
El último año de su cautiverio recién puede
tener libros Aleksandr Petrovich, y esa primera noche se queda leyendo como no
lo había hecho en mucho tiempo. Qué condena más atroz debe ser, encima de la
que lleva, para alguien acostumbrado al trato de los libros, verse privado de
ellos por años. Llegó el término de su condena luego de diez años de reclusión,
se despidió de sus camaradas, aun de aquellos que lo veían, como ya se dijo,
como un señor, distinto a ellos. Al tiempo que se le quebraba los hierros,
empezaba el momento de la gozosa liberación, la resurrección de entre los
muertos, la nueva vida, palabras casi literales con que se cierra esta
monumental novela del indispensable escritor ruso.
Lima,
6 de abril de 2019.
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