Honda conmoción nacional ha causado la
repentina y trágica muerte del expresidente Alan García Pérez, la mañana de
este miércoles santo, en medio de una diligencia judicial que buscaba su
detención preliminar autorizada por el juez, a solicitud de los fiscales a
cargo del famoso caso Lava Jato, proceso que ha desestabilizado la escena
política de casi toda Latinoamérica. En circunstancias en que el cerco de la
justicia se estrechaba hasta el borde mismo de su confinamiento por diez días
tras los barrotes, optó por el atajo salvador de la muerte, disparándose un
tiro en la cabeza con su Colt 38 que llevaba listo para usarlo en el momento
preciso.
Sin duda que se trata de una noticia de
gran repercusión internacional, pues se trata nada menos que de un personaje
que por dos veces ejerció la primera magistratura del país, además de su
innegable liderazgo político a la cabeza de uno de los partidos más antiguos y
organizados del Perú, amén de discípulo predilecto del fundador del APRA, movimiento
continental de reconocido protagonismo en la historia contemporánea. Figura de
relieve continental, conocido en los círculos de poder latinoamericanos a
través de sus innumerables relaciones políticas con otras tantas personalidades
de América Latina y del mundo, su intempestiva desaparición ha consternado a
medio mundo.
Dotado de un talento innato para la
actividad política, con las cualidades añadidas de una elocuencia desbordante y
un carisma magnético, su incursión doble al mando del Ejecutivo peruano no
estuvo exento de polémica y cuestionamiento, siendo justamente investigado en
ambos regímenes por actos de corrupción que tuvieron caminos sinuosos, sobre
todo el primero, que terminaron increíblemente en la prescripción y la
impunidad; en tanto que el segundo seguía su curso hasta el punto en que
aparentemente ya no tenía escapatoria, después del fallido asilo en Uruguay,
optando por una salida radical, extrema en todas sus partes, apelando, como
alguna vez lo dijo, al veredicto final de la Historia, más allá de los
contingentes tribunales regulares, pues su ego desmedido no podía concebir
verse sometido a la humillación insuperable de ser tratado como un reo común y
corriente.
Jamás podremos conocer las razones últimas
de su fatal determinación, a lo sumo estaremos merodeando las suposiciones y
especulaciones, planteando diversas hipótesis que expliquen su impresionante
suicidio. Algunos aducen que al verse acorralado por la verdad, que empezaba a
revelarse al descubrirse cuentas de sus más cercanos colaboradores y que sería
conocida en los próximos días cuando declarara Barata, su atormentada
conciencia lo empujó a la muerte; otros, que la impronta claustrofóbica de su
infancia, con un padre preso al que conoció recién a los cuatro años, le hacía
intolerable la idea del encierro; y no faltan entre sus partidarios quienes
hablan de una inmolación, de un acto de dignidad y honor que fácilmente lo
puede convertir en un mártir, condición en verdad bastante discutible por no
decir exagerada.
Albert Camus, el gran escritor y filósofo
francés, que muriera trágicamente en un accidente automovilístico, postuló en
su memorable ensayo El mito de Sísifo,
que el principal problema de la filosofía era el suicidio, la crucial pregunta
de si la vida valía la pena o no de ser vivida. La vieja discusión de si el
suicidio es un acto de valentía o de cobardía, creo que fue superada de manera
inmejorable por el escritor alemán Arthur Koestler, un famoso suicida, cuando describió
la decisión como la valentía de los cobardes, que era una forma de tomar la
cuestión por ambos extremos para darle una poética salida conceptual. La
personalidad del exmandatario, ribeteada de rasgos megalomaníacos, podía hacer
prever una reacción de este tipo, pues en varias ocasiones de su dilatada
trayectoria política, recayó en visibles exabruptos que revelaban una
psicología en constante estado de alta tensión, actitudes que prefiguraban el
hecho final de zanjar con la muerte por propia voluntad el acoso permanente de
sus demonios interiores.
Es inútil seguir debatiendo sobre los
entretelones de su gesto, así como es absurdo tratar de encontrar culpables,
como lo vienen haciendo irresponsablemente un grupo de seguidores fanatizados,
porque lo que nos deja como lección es una reflexión profunda sobre el destino
de un país jaqueado por el delito, especialmente el de las altas esferas, que
sin el mayor empacho no dudaron en anteponer sus intereses particulares a los
intereses nacionales. La justicia, quizás con algunos excesos, viene cumpliendo
su labor de profilaxis y saneamiento, y debe seguir en esa tarea,
imprescindible para el bien de todos quienes aspiramos a un país decente y
civilizado.
Cuando el miedo a la vida es más fuerte que
el miedo a la muerte, los resultados son verdaderamente funestos, sobre todo si
esa vida se ha convertido en una monstruosa pesadilla, ya sea por los propios
errores o delitos cometidos, como por el de otros que en algún momento
estuvieron ligados a la máxima autoridad que ejercía como jefe de Estado,
cumpliendo roles diversos durante la gestión del gobierno a su cargo. En el
tiempo que resta se irá desvelando la verdad que todos ansiamos, y cuando se
descubra el caso en toda su dimensión, entonces la Historia pronunciará su
veredicto inapelable, y todo parece indicar –me atrevo a deslizar lo que mi
instinto me dicta–, que de ninguna manera será absolutoria por las muchas
evidencias que apuntan a incriminarlo. En todo caso, su alma atormentada ya
está libre de todo aquello y descansa, si es que ello es posible, en una
dimensión desconocida.
Un apunte final: me ha parecido una
flagrante contradicción doctrinal, ver a monseñor Cipriani, importante jerarca
de una corriente del cristianismo, bendiciendo a un suicida, pues como todos
saben, la Iglesia condena dicho acto, y Dante, en su Divina Comedia, los sitúa en uno de los círculos del Infierno. Algo
para pensarlo dos veces.
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