domingo, 21 de abril de 2019

Ante el tribunal de la Historia

    Honda conmoción nacional ha causado la repentina y trágica muerte del expresidente Alan García Pérez, la mañana de este miércoles santo, en medio de una diligencia judicial que buscaba su detención preliminar autorizada por el juez, a solicitud de los fiscales a cargo del famoso caso Lava Jato, proceso que ha desestabilizado la escena política de casi toda Latinoamérica. En circunstancias en que el cerco de la justicia se estrechaba hasta el borde mismo de su confinamiento por diez días tras los barrotes, optó por el atajo salvador de la muerte, disparándose un tiro en la cabeza con su Colt 38 que llevaba listo para usarlo en el momento preciso.    
    Sin duda que se trata de una noticia de gran repercusión internacional, pues se trata nada menos que de un personaje que por dos veces ejerció la primera magistratura del país, además de su innegable liderazgo político a la cabeza de uno de los partidos más antiguos y organizados del Perú, amén de discípulo predilecto del fundador del APRA, movimiento continental de reconocido protagonismo en la historia contemporánea. Figura de relieve continental, conocido en los círculos de poder latinoamericanos a través de sus innumerables relaciones políticas con otras tantas personalidades de América Latina y del mundo, su intempestiva desaparición ha consternado a medio mundo.
    Dotado de un talento innato para la actividad política, con las cualidades añadidas de una elocuencia desbordante y un carisma magnético, su incursión doble al mando del Ejecutivo peruano no estuvo exento de polémica y cuestionamiento, siendo justamente investigado en ambos regímenes por actos de corrupción que tuvieron caminos sinuosos, sobre todo el primero, que terminaron increíblemente en la prescripción y la impunidad; en tanto que el segundo seguía su curso hasta el punto en que aparentemente ya no tenía escapatoria, después del fallido asilo en Uruguay, optando por una salida radical, extrema en todas sus partes, apelando, como alguna vez lo dijo, al veredicto final de la Historia, más allá de los contingentes tribunales regulares, pues su ego desmedido no podía concebir verse sometido a la humillación insuperable de ser tratado como un reo común y corriente.
    Jamás podremos conocer las razones últimas de su fatal determinación, a lo sumo estaremos merodeando las suposiciones y especulaciones, planteando diversas hipótesis que expliquen su impresionante suicidio. Algunos aducen que al verse acorralado por la verdad, que empezaba a revelarse al descubrirse cuentas de sus más cercanos colaboradores y que sería conocida en los próximos días cuando declarara Barata, su atormentada conciencia lo empujó a la muerte; otros, que la impronta claustrofóbica de su infancia, con un padre preso al que conoció recién a los cuatro años, le hacía intolerable la idea del encierro; y no faltan entre sus partidarios quienes hablan de una inmolación, de un acto de dignidad y honor que fácilmente lo puede convertir en un mártir, condición en verdad bastante discutible por no decir exagerada.
    Albert Camus, el gran escritor y filósofo francés, que muriera trágicamente en un accidente automovilístico, postuló en su memorable ensayo El mito de Sísifo, que el principal problema de la filosofía era el suicidio, la crucial pregunta de si la vida valía la pena o no de ser vivida. La vieja discusión de si el suicidio es un acto de valentía o de cobardía, creo que fue superada de manera inmejorable por el escritor alemán Arthur Koestler, un famoso suicida, cuando describió la decisión como la valentía de los cobardes, que era una forma de tomar la cuestión por ambos extremos para darle una poética salida conceptual. La personalidad del exmandatario, ribeteada de rasgos megalomaníacos, podía hacer prever una reacción de este tipo, pues en varias ocasiones de su dilatada trayectoria política, recayó en visibles exabruptos que revelaban una psicología en constante estado de alta tensión, actitudes que prefiguraban el hecho final de zanjar con la muerte por propia voluntad el acoso permanente de sus demonios interiores.
    Es inútil seguir debatiendo sobre los entretelones de su gesto, así como es absurdo tratar de encontrar culpables, como lo vienen haciendo irresponsablemente un grupo de seguidores fanatizados, porque lo que nos deja como lección es una reflexión profunda sobre el destino de un país jaqueado por el delito, especialmente el de las altas esferas, que sin el mayor empacho no dudaron en anteponer sus intereses particulares a los intereses nacionales. La justicia, quizás con algunos excesos, viene cumpliendo su labor de profilaxis y saneamiento, y debe seguir en esa tarea, imprescindible para el bien de todos quienes aspiramos a un país decente y civilizado.
    Cuando el miedo a la vida es más fuerte que el miedo a la muerte, los resultados son verdaderamente funestos, sobre todo si esa vida se ha convertido en una monstruosa pesadilla, ya sea por los propios errores o delitos cometidos, como por el de otros que en algún momento estuvieron ligados a la máxima autoridad que ejercía como jefe de Estado, cumpliendo roles diversos durante la gestión del gobierno a su cargo. En el tiempo que resta se irá desvelando la verdad que todos ansiamos, y cuando se descubra el caso en toda su dimensión, entonces la Historia pronunciará su veredicto inapelable, y todo parece indicar –me atrevo a deslizar lo que mi instinto me dicta–, que de ninguna manera será absolutoria por las muchas evidencias que apuntan a incriminarlo. En todo caso, su alma atormentada ya está libre de todo aquello y descansa, si es que ello es posible, en una dimensión desconocida.
    Un apunte final: me ha parecido una flagrante contradicción doctrinal, ver a monseñor Cipriani, importante jerarca de una corriente del cristianismo, bendiciendo a un suicida, pues como todos saben, la Iglesia condena dicho acto, y Dante, en su Divina Comedia, los sitúa en uno de los círculos del Infierno. Algo para pensarlo dos veces.

Lima, 19 de abril de 2019.

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