domingo, 15 de septiembre de 2019

La redención de Judas


    Esperé el libro con mucho fervor por cinco años, desde cuando supe que se había publicado en su idioma original, el hebreo, para tenerlo ahora en mis manos en la impecable traducción al español que ha realizado Raquel García Lozano de la espléndida novela Judas (Siruela, 2017) del entrañable escritor israelí, fallecido lamentablemente en diciembre del año pasado, Amos Oz. En una rutinaria visita a la Feria del Libro, recorriendo los stands me topé con gran sorpresa y regocijo con este ejemplar que me ha acompañado durante tres semanas exactas en una lectura que ha superado, increíblemente, mis expectativas, para convertirse –puedo aventurar sin temor a equivocarme–, en la lectura más importante de este año.
    En cuanto me interno por sus primeras páginas, voy cayendo rendido ante la magia narrativa de Amos Oz, embriagado con el primer sorbo de esa otra aventura que es la promesa de un buen libro, en este caso una ficción novelesca sobre las vicisitudes existenciales de Shmuel Ash, el personaje principal, a quien el narrador describe como un joven robusto, tímido, emotivo y asmático. El negocio de su padre quiebra, su novia Yardena lo deja para casarse con un ingeniero y él debe dejar la universidad, donde había emprendido para su máster un estudio sobre Jesús desde la mirada de los judíos, porque su padre ya no puede costearle la carrera.
    Un día encuentra un aviso donde un hombre mayor solicita la compañía de un estudiante de historia. Se dirige a la dirección señalada, en las afueras de Jerusalén, donde conoce a Wald, el inválido que lo recibe mientras conversa por teléfono. Le dice que se siente y espere; entre tanto, el anciano se acomoda en un sillón para dormir. Al rato aparece una mujer de unos cuarenta y cinco años, Atalia Abravanel, la encargada del hombre de setenta años, quien luego de algunas preguntas de rigor, le explica en qué consiste el trabajo, enumerándole todo aquello que tiene que hacer entre las cinco y las diez u once de la noche, que es básicamente conversar con Wald y atenderlo. Shmuel acepta y se instala en la buhardilla de la casa, donde acomoda las pocas cosas que tiene.
    En sus discursos, Gershom Wald pretende desagraviar al pueblo judío a través de la desmitificación de la figura del judío errante que ha alimentado por generaciones enteras la imaginación de los cristianos. De forma simultánea, el narrador nos va contando los resultados de las investigaciones que ha realizado el joven estudiante para su tesis, sumergiéndose en las versiones antiguas de historiadores judíos, árabes y cristianos sobre Jesús de Nazareth. El debate que se produce entre ambos es altamente enriquecedor para Shmuel, quien así puede cotejar sus avances con diferentes perspectivas sobre el tema.
    En sus escasos encuentros con Atalia, hay una extraña pulsión de sensaciones y sentimientos que se ponen en juego, pero que sirven a Shmuel para intentar desentrañar el misterio que envuelve a esta mujer que gradualmente lo va imantando con su sola presencia y su extraña sonrisa. Los capítulos se van alternando entre aquellos que narran los aspectos domésticos de la nueva vida de Shmuel, y los que describen los diálogos en la biblioteca entre el joven estudiante y el viejo erudito, sobre temas que generalmente se refieren a la historia de Jesús y cómo es juzgado por diversos autores musulmanes y judíos. También discuten sobre David Ben Gurión y el establecimiento del Estado judío en territorios árabes, basado en el extraño argumento de lo que afirman unos libros llamados sagrados.
    La novela va discurriendo como un potente relato que provoca no dejar, como si fuera un seductor y glorioso abismo que atrajera con una fuerza desconocida. Sin embargo, el lector debe saber graduar esta poderosa seducción, para gozar así de una lenta y placentera vivencia que nos regala la ficción.
    Shmuel recuerda el único momento dulce de su infancia, cuando fue picado por un escorpión, pues ello le permitió disfrutar durante dos o tres días del afecto de sus padres y de su hermana Miri. Nunca antes ni jamás después recibiría esa bendición. Es uno de los motivos por los que deja su casa y Haifa, yéndose lejos para hacer su vida independiente y en soledad. Pero estando en la casa de Shaltiel Abravanel, padre de Atalia y suegro por lo tanto de Mija, el hijo muerto de Gershom Wald en la guerra de independencia, siente que esos seres con quienes ha llegado a vivir constituyen de alguna manera su nueva familia, así sepa que lo serán por un tiempo efímero, el que dure ese invierno de fines de los años cincuenta, aspirando en la atmósfera los recuerdos del anciano y el silencio de la mujer, ambos llevando un luto que impregna hasta las paredes de la casa.
    Shmuel y Atalia salen juntos varias veces; van al cine, al restaurante o a pasear por la ciudad, en una cercanía que el muchacho experimenta con una mezcla de estupor y desesperanza, de perturbación y ansiedad, de temor y temblor. Le resulta particularmente desazonador, descorazonador quizá, el aura de fría calidez que despide el talante de esta viuda que ha perdido totalmente la fe en los hombres, a quienes ve como eternos adolescentes, seres inferiores debatiéndose en una carencia que jamás podrá ser curada. Precisamente, en uno de los diálogos con Wald, hablando del amor, dice este: “No hemos nacido para amar a más de un puñado de personas. El amor es algo íntimo, extraño y lleno de contradicciones, pues muchas veces amamos a alguien por amor propio, por egoísmo, por codicia, por deseo físico, por deseo de dominar al amado y esclavizarlo, o al contrario, por el placer de ser esclavizados por el objeto de nuestro amor, y además, el amor se parece mucho al odio y está más cerca de él de lo que la mayoría de las personas imaginan.”
    El capítulo 32 constituye el momento medular de la novela, donde emerge la figura de Yehuda Ben Simon Ish Cariot, más conocido como Judas, en las anotaciones que realiza Shmuel para su trabajo de investigación. Se trata de la icónica figura del traidor en la imaginaría occidental y cristiana, que a su vez sirve al autor para trasladar el símbolo a dos personajes de la ficción: el mismo Shmuel, quien habría traicionado a su familia abandonando los estudios y alejándose de ella, y Shaltiel Abravanel, un importante dirigente de la Agencia Judía y de la Ejecutiva Sionista, de las cuales es expulsado al conocerse su posición sobre el viejo litigio árabe-judío. Fue considerado un traidor y se encerró en su casa hasta su muerte.
    Por la época en que Jesús predicaba, pululaban por la región de Galilea decenas de profetas, predicadores y milagreros pueblerinos. El hijo de José y de María era uno más, probablemente el más interesante y el más talentoso, pero igualmente inocuo para la autoridad política y eclesial, es decir para Roma y los Sumos Sacerdotes, respectivamente. Judas habría sido el enviado de estos últimos para seguir de cerca el discurso de aquellos iluminados e informar si alguno de ellos constituía un peligro. Sin embargo, contra todo pronóstico, este hijo venido de Judea, de familia acomodada y pudiente, se siente sobrecogido por el mensaje del Mesías, de quien se va a convertir a partir de ese momento no sólo en uno de sus apóstoles, sino en su más fiel discípulo, o, como afirma el autor, en el primer cristiano, en el último cristiano, en el único cristiano, sin el cual no habría crucifixión ni iglesia ni nada. Él cree plenamente en la divinidad de Jesús, está convencido además de que su doctrina debe propagarse a otras regiones y llegar a Jerusalén, para lo cual empieza a concebir el plan que terminará en la cruz. Jesús tiene dudas sobre ello y a regañadientes acepta el consejo de su discípulo. Judas está seguro de que el hijo de Dios demostrará ante todos su verdadera condición, probada con creces en los numerosos y asombrosos milagros realizados hasta ahora. Es por eso que no duda en preparar pacientemente la escena de la crucifixión, para lo que convence al Sanedrín y el proceso se pone en marcha.
    Aquí es donde el autor desmonta algunos de los viejos tópicos respecto a Judas, como aquel de las treinta monedas con que habría vendido a su maestro,  o aquel otro del beso delator para lograr su aprehensión. Falso, dice el narrador. Como ya dije, Judas provenía de una familia de grandes comerciantes y banqueros de Judea, por tanto, qué podría significar para él esas treinta monedas que apenas alcanzaban para comprar un esclavo; y en cuanto al beso, Jesús era muy conocido en la tierra en que predicaba, razón demás para pensar que no se necesitara ningún signo especial de identificación para ubicarlo. Además, Judas era el más culto de los doce apóstoles que seguían a Jesús, casi todos ellos pescadores y hombres humildes y analfabetos. En fin, lo cierto es que ya estando Jesús en el Gólgota, al pie de la cruz se hallaban tres mujeres que lloraban su tormento, y a un costado Judas observando con detenimiento,  esperando el momento supremo, el milagro mayúsculo en que el hijo de Dios se desprenda de la cruz y baje anunciando su triunfo sobre sus perseguidores. Jesús agoniza, llama a su madre todo el tiempo en son de lamento, no a su padre. En el instante final, cuando siente que ha llegado su hora, clama a su padre increpándole su abandono. En el momento en que Jesús pronuncia esta frase desgarradora, Judas se da cuenta de la verdad, no soporta la decepción, se aleja del escenario, pierde la fe junto con el sentido de la vida y se cuelga de una higuera.
    La obra es una muy interesante revisión de la figura de Judas, tan denostada en la tradición cristiana y sinónimo cabal de la traición; es también una vindicación del papel que le cupo en la historia de Cristo, desde su condición de aventajado discípulo, seguidor fiel de su doctrina y firme creyente en su divinidad, hasta la profunda desilusión que siguió a la crucifixión y muerte del profeta. El autor postula una reinterpretación del personaje, tender una nueva mirada a los hechos que rodearon este cruento y crucial pasaje de la historia del cristianismo, sopesando las dos perspectivas en juego.
    Después de esos tres meses de exilio invernal, viviendo en la casa del callejón Rabbi Elbaz, Shmuel Ash sabe que tiene que marcharse, así que, luego de recuperarse de un accidente casero que le mantuvo con el pie escayolado, Atalia le ayuda a preparar su equipaje, y en los primeros días de la primavera abandona su refugio y de paso Jerusalén, con destino a Haifa, donde viven sus padres, llevándose también en su equipaje emocional el agridulce recuerdo de ese par de encuentros, no sé si llamarlos amorosos, que Atalia le brinda para su mayor azoro, así como los intensos diálogos sostenidos con Gershom Wald en esas tardes y noches frías del invierno jerosolimitano.  
    Aletea en la novela, finalmente, un tema que ningún escritor israelí, independientemente de su credo político o religioso, puede soslayar: el conflicto árabe-judío, ese absurdo enfrentamiento de dos colectividades semitas que se disputan unas tierras comunes, enemistad que el mito y la historia han atizado obedeciendo a exclusivos intereses políticos y ambiciones de facción, postergando para las calendas griegas aquella solución razonable que todo ser humano, amén de las Naciones Unidas, espera: un territorio, dos estados.
    Bellísima novela, que merece una y más relecturas. Una auténtica obra maestra, una fascinante historia de este estupendo escritor israelí con nombre bíblico de profeta, del profeta de la justicia social: Amós. Si habría que calificarla con la notación numérica escolar, yo le pondría veinte de nota.

Lima, 14 de septiembre de 2019.            
    

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