Cuentan los cronistas que cuando llegaron
los españoles al Perú, allá por los lejanos días del año 1532, traían entre su
tripulación al primer hombre de piel negra que pisaba estas tierras, quien venía evidentemente en
condición de esclavo o siervo de los conquistadores. Lo hicieron por el norte,
frente a lo que actualmente es el departamento de Tumbes, y donde tuvieron
ocasión de encontrarse con los primeros habitantes nativos de este inmenso
territorio que luego sabrían era denominado Tawantinsuyu.
Se trataba de los indios tallanes,
naturales representantes de una de las miles de etnias que conformaban ese
vasto reino. Después del saludo entre los respectivos jefes, intercambiaron
algunos presentes en señal de respeto y amistad. Pero he ahí que nuestros
antiguos compatriotas –si es lícito considerarlos de esta manera–, se percataron
de una singularidad entre el grupo de los forasteros. El jefe llamó a sus
ayudantes y en voz baja les ordenó algo. A los pocos segundos estos traían
consigo un cubo lleno de agua que por indicaciones del jefe acercaron al
visitante que había llamado su atención, quien sorprendido primero interrogó
con la mirada al jefe español, el que con un gesto le indicó que hiciera lo que
sus anfitriones le brindaban. El negro se aproximó al recipiente, se llevó el
agua varias veces al rostro, pues había entendido que ellos creían que
necesitaba lavarlo, mas al ver los aborígenes que el color del desconocido se mantenía
tal cual, redoblaron su asombro.
Esta anécdota histórica ilustra
perfectamente una de las constantes en el proceso de integración y
reconocimiento de la humanidad: el hallazgo del otro, del diferente, de aquel
que posee características que lo distinguen sustancialmente de la propia tribu
y de todas las demás. Las diferencias pueden ser desde las más inmediatas como
el color de la piel, la estatura y el aspecto en general, hasta de costumbres,
religión, idioma, etc., eso que denominamos cultura. Pero en ese proceso, largo
y difícil por cierto, hemos ido aprendiendo que a pesar de esas diferencias,
hay algo en común que nos hermana y unifica: nuestra condición de seres
humanos. Sin embargo, mucha gente todavía, a estas alturas de la pretendida
civilización, se sigue moviendo por el mundo como si esas diferencias
implicaran una jerarquía, niveles de estratificación que separaran a las
personas según convenidos y convenientes criterios de superioridad. En
consecuencia, actúan como tal, arrogándose supuestas razones para discriminar,
despreciar y maltratar al otro, especialmente basados en uno de esos rasgos, el
más obvio de todos pero también el más superficial e intrascendente como es el
color de la piel.
Todo esto viene a colación de un reciente
episodio, lamentable y repudiable a la vez, protagonizado en la prensa peruana
por un aspirante a representante parlamentario. El diario El Comercio invitó para un debate, de cara a las próximas
elecciones legislativas, a dos candidatos de sendos partidos en contienda. Al
final del mismo, y luego de un careo de previsibles puntos de vista disímiles,
el señor Mario Bryce, del partido Solidaridad Nacional (SN), alcanzó al señor
Julio Arbizu, del partido Juntos por el Perú (JP), un jabón y algún otro
utensilio de higiene, en medio de un ambiguo comentario sobre la suciedad. Para
cualquier espectador, ese gesto entrañaba un evidente acto de discriminación de
parte del candidato amarillo, pues aludía directamente al tono de piel más
oscura del contendor en una clara muestra de racismo. Una actitud asociada,
como ya lo han demostrado los historiadores y antropólogos, a una vieja tara
colonial que aún pervive en las mentes de muchos seres que, aun cuando viven en
pleno siglo XXI, su evolución se ha quedado anclada en los siglos XVI y XVII,
esa época en la que todavía se discutía si los indios tenían alma o no. Arvizu,
y la conductora del medio, inmediatamente rechazaron el despropósito del
agresor, quien ha incurrido en el delito de discriminación, tipificado en
nuestra legislación penal, razón por la que el exprocurador ha señalado que
interpondrá la denuncia respectiva. El Pacto Ético Electoral, la Fiscalía y
demás entidades concernidas también han condenado la grosera actitud del
candidato y procederán en consecuencia. Lo natural sería que sea excluido del
proceso electoral, pues una persona con esas credenciales antidemocráticas está
descalificada de plano para ejercer un cargo de tanta relevancia política, por
más que los últimos Congresos hayan desacreditado y envilecido dicha función
hasta niveles abismales.
Hace pocos día también, una escena
callejera nos traía de muestra otro comportamiento parecido, cuando una
señorona, de aquellas que guardan ínfulas de teóricos orígenes o procedencias,
apostrofaba en un mercado contra los “serranos” que la habrían agredido, según
su versión, y se lanzaba en una vergonzosa retahíla de insultos y amenazas en
contra de quienes ella identificaba como gente de inferior condición que la
suya. Es decir, la misma mentalidad anacrónica y reaccionaria que la exhibida por el candidato
político de marras. Creo que es tiempo de que se sepa de una buena vez que este
proceder no es sino una triste y patética demostración de la estupidez humana,
ese infinito que para Einstein era incontrastable frente a la del universo, del
cual, no obstante, se permitía abrigar alguna duda.