sábado, 28 de marzo de 2020

El mundo del ayer


   

     Es increíble cómo la forma de vida, la rutina cotidiana de cada quien, puede cambiar de un momento a otro instalándonos a todos, o por lo menos a la gran mayoría del planeta, en una misma situación de temor e incertidumbre ante el surgimiento de una amenaza que nos obliga a repensar sobre nuestro destino como especie. Hace apenas unas semanas el mundo se movía a su propio ritmo según las diversas regiones y rincones del globo, pero de pronto todo dio un vuelco y nos obligó a mirar en una misma dirección, al foco mismo  de donde emanó ese peligro y a la manera como se iba expandiendo por el orbe entero hasta tocar nuestras propias puertas.
    Cuando a fines del año pasado supimos que en China, un remoto país para Latinoamérica, había brotado un virus de origen desconocido, que se extendía violentamente y sitiaba la ciudad de Wuhan, en la provincia de Hubei, no nos imaginábamos que un problema aparecido a miles de kilómetros de nuestros países, pronto estaría ya con nosotros, obligándonos a tomas medidas severas para hacerle frente, con cierre de fronteras, aislamiento social y, finalmente, inmovilización ciudadana para evitar el contagio que sólo se produce de persona a persona.
    El llamado SARS-CoV-2, más conocido como coronavirus, culpable de la enfermedad denominada COVID-19, ha puesto en jaque a la humanidad, a pesar de ser, como lo han demostrado científicos y especialistas, un tipo de virus más como los muchos que conviven con nosotros desde hace mucho tiempo, aunque nuevo y de transmisión más rápida. Ello no obstante, ya ha ocasionado miles de muertos en el país donde se originó, y otros miles de muertos más en un país europeo caracterizado por tener una de las poblaciones más longevas del mundo. Otras centenas o decenas de víctimas más se cuentan en diferentes países de los cinco continentes, cuyos gobiernos han asumido disímiles posturas, siendo de esperar que al unísono se hubiese enfrentado esta pandemia bajo la batuta de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el organismo mundial indicado para liderar una lucha de esta naturaleza, pero que esta vez se ha mostrado más bien dubitativo y pusilánime.
    La cuarentena que estamos obligados a cumplir los habitantes de muchos países, como una medida efectiva de combate contra la transmisión de este virus, ha modificado radicalmente las vidas de todos, imponiéndonos una reclusión que cada quien la asume de diversas maneras. Desde el mortal aburrimiento que causa en algunos –que  inclusive lo manifiestan a viva voz desde el encierro de sus casas–, hasta formas más creativas de aprovechar esta oportunidad inédita para leer los libros que siempre quisimos leer, escuchar la música que más nos place o ver las películas que tanto habíamos deseado, o estar con nuestros seres queridos compartiendo un tiempo que otras veces tanto echamos de menos. Hay sin duda otras formas intermedias de utilizar el tiempo disponible para evitar que el desgano, la ansiedad o la angustia nos dominen.
    El confinamiento forzado es para mí, por ejemplo, algo que se parece mucho a una aspiración siempre anhelada: quedarme en casa. Tal vez por mi forma de ser o por mi ocupación fundamental, mi elección siempre estuvo orientada a la soledad y a la reclusión creativa, al ocio en su acepción etimológica, es decir a lo opuesto al negocio que es su derivación y negación por antonomasia. Pero en estos tiempos de emergencia sanitaria, cuando las noticias nos informan lo que va pasando en el mundo, un instinto o sentimiento de pertenencia me abate por el dolor y el sufrimiento que se va difundiendo por todos lados, amén del pánico que no pocos pretenden difundir en un momento en el que deberíamos mantener la serenidad y la calma.
    En los primeros días de este enclaustramiento, me aventuré a salir por las calles desiertas, en un escenario propio de películas de ciencia ficción, con una ciudad desolada y silenciosa, donde apenas circulaba uno que otro peatón, quizás cumpliendo alguna necesidad perentoria, como adquirir alimentos o conseguir medicinas. Haciendo la cola en una panadería, convenientemente distanciados unos de otros y portando mascarillas, por un momento divisé hacia arriba y vi el cielo despejado con unos jirones de nubes plácidas que se difuminaban en un extraño atardecer.
    En una entrevista concedida a la BBC a comienzos de siglo, el eminente científico inglés Stephen Hawking vislumbraba, desde su privilegiada atalaya de observación como hombre de ciencia, que la humanidad sólo podría desaparecer por una de las siguientes cuatro causas: un virus, el cambio climático, la inteligencia artificial o el mismo hombre. La terrible clarividencia de aquella afirmación, quizás nos aproxime a lo que nos espera como especie, si no impedimos a tiempo la proliferación de tantas amenazas que a la larga son responsabilidad del propio ser humano.
    Una de las consecuencias sociales más importantes de esta crisis debe ser la toma de  conciencia de lo que valores largamente pregonados, pero muy poco practicados, pueden significar para la cohesión moral de la humanidad. Vivir la solidaridad, la empatía y el respeto hacia el prójimo y hacia la naturaleza, está demostrando que son los únicos baluartes que pueden sostener la vigencia de esto que llamamos sociedad y civilización, erradicando todo aquello que atenta contra una sana convivencia, especialmente el tráfico de animales silvestres, que al parecer es unos de los factores determinantes para esta emergencia sanitaria mundial. Se impone el cambio de patrones de consumo y la normalización de lo que ahora empieza a ser una práctica común en materia de higiene y distanciamiento social.
    Nunca faltan, sin embargo, lamentables demostraciones de mezquindad y estupidez de personas que cualquiera podría suponer más responsables e inteligentes, como un alcalde que despotricó contra la medida del gobierno por afectar las actividades económicas de su provincia; o de un excongresista que se quejaba por, según él, la exagerada respuesta del presidente ante la crisis, exhibiendo en su cuenta de una red social una imagen de un conocido café miraflorino con sus mesas y sillas vacías; o, lo que es peor, cuando un famoso y mediático periodista afirmó, en un torpe y malintencionado comentario, que la gente sabía cuidarse sola y llamaba a la desobediencia ante lo que él juzgaba un acto autoritario del régimen. Miserables reacciones de gente obtusa y sin un ápice de criterio humanitario. Parecido comportamiento a la de insensatos presidentes como Trump, López Obrador y Bolsonaro en América, y del inefable Boris Johnson en Europa, que en circunstancias que reclaman actitudes firmes, responsables y serenas, adoptan decisiones absolutamente cuestionables por donde se las mire.  
    La naturaleza, irónicamente, es la gran beneficiada de esta reclusión global de los seres humanos, pues es notorio que se han reducido, aunque sean sólo por unos días, los índices alarmantes de contaminación de las grandes ciudades, secuela de un estilo de vida que ha privilegiado la desaforada marcha hacia lo que se cree que es el progreso o la modernidad desde la Primera Revolución Industrial, y que nos ha dejado en esta situación de hacinamiento, promiscuidad e insalubridad que compartimos millones de habitantes en la Tierra. Debemos entender ese mensaje para apostar por formas menos destructivas de desarrollo, y de esa manera lograr un equilibrio que sea sostenible para todos. Tal vez suene utópico una propuesta como esta, pero sólo teniendo como norte un ideal el ser humano puede avanzar en la conquista de mejores niveles de vida que involucren a todos los seres vivos del planeta.

Lima, 23 de marzo de 2020.             

jueves, 26 de marzo de 2020

El viajero inmóvil


    Un niño decide irse de su casa para conocer el mundo, porque siente que en su alma bullen agazapadas unas ansias invencibles de aventura, una energía desconocida que lo impulsa a salir del territorio conocido de su infancia para explorar otras vidas, vislumbrar nuevos paisajes y experimentar el misterio del viaje por lugares fabulosos y rincones de ensueño. Pero su padre detiene la embarcación y lo regresa a casa de las orejas. A partir de esta anécdota, el niño se entregará al mágico ejercicio de la ficción, para fraguar unos relatos fantásticos donde desplegará toda la potencia de su imaginación como un sucedáneo perfecto de las aventuras reales que le fueron negadas. Ese niño fue nada menos que Julio Verne, el extraordinario escritor francés de novelas que exploraron las aventuras, los viajes y la ciencia ficción.
    Una de esas maravillosas creaciones literarias es, qué duda cabe, Veinte mil leguas de viaje submarino, que tiene como protagonista al afamado capitán Nemo, uno de los personajes más misteriosos e insondables que ha producido la literatura. La decisión radical de una persona de apartarse totalmente del género humano, confinándose en las profundidades del mar encerrado en su nave expresamente construida para tal propósito, teniendo como única compañía una breve tripulación para los servicios necesarios que ella requiere, es algo que siempre nos llenará de interrogantes y disparará nuestra imaginación a miles de especulaciones y pensamientos que tal vez nunca tendrán una única respuesta satisfactoria.
    En busca del terror de los mares, el presunto y temible narval, tres personajes naufragan y van a dar a la superficie de una nave misteriosa. El profesor Pierre Aronnax, su criado Consejo y el arponero canadiense Ned Land, son tragados literalmente por ella y después de algunos minutos tienen ocasión de conocer al enigmático comandante del Nautilus, refugiado en este submarino que recorre todos los océanos despertando la curiosidad y el temor del mundo. Más tarde tendrán ocasión de saber, por boca del mismo capitán Nemo, que su llegada a la solitaria embarcación no tiene posibilidad de salida. Sin embargo, los intrusos no dejarán pasar la oportunidad, sobre todo el iracundo arponero, de vislumbrar la huida, realidad que no podrán materializar hasta el final de la historia.
    En su fantástico recorrido por las profundidades marinas, los visitantes son testigos de las más diversas y asombrosas formas de vida que pululan en aquellos rincones del planeta. Desde animales extraños, tanto por su tamaño como por su aspecto; plantas desconocidas y raras, hasta configuraciones caprichosas de la corteza terrestre en los fondos abisales. El enclaustramiento va a producir los estragos naturales en los forzados visitantes, siendo el más extremo el que experimenta Ned Land, estallando de furia en diversas circunstancias de la travesía, enfrentándose al mismo capitán Nemo en protesta por la reclusión a que se ven reducidos él y sus compañeros.
    Así, lo que empezó como una anécdota, cuando el pequeño Julio Verne quiso hacerse a la mar para vivir otras vidas, se ha convertido en la metáfora perfecta de la literatura y de las obras de ficción en general, pues tanto el escritor como el lector, esos dos cómplices de la magia de la lectura, pueden adquirir la condición paradójica de viajeros inmóviles, trasladándose en la inconmensurable nave de la imaginación a mundos y regiones ignotos sin apenas moverse de sus lugares de residencia, viviendo vidas alternativas y vicarias gracias a esa máquina fascinante inventada por el genio de los grandes creadores.
    Pero es el lector el gran beneficiado con el arte de la ficción, quien puede arrogarse el privilegio del goce y el placer sin límites del acceso a esos viajes imaginarios que nos propone la obra literaria, razón por la que el viajero inmóvil es él, el invisible trotamundos que recorre como nadie todos los espacios y todos los tiempos del universos conocido y por conocer.

Lima, 18 de marzo de 2020.

martes, 10 de marzo de 2020

Otra vez los toros


    Ha regresado otra vez a la palestra de la opinión pública el asunto polémico de las corridas de toros y las peleas de gallos, a raíz de un reciente fallo del Tribunal Constitucional (TC) desestimando una demanda de un colectivo animalista que buscaba prohibirlas. La discusión ha vuelto a azuzar un enconado enfrentamiento entre quienes defienden la permanencia de dicha tradición, por más que se amparen en razonamientos febles y hasta pueriles, y quienes están por que termine desterrándose de una vez por todas una práctica bestial y sangrienta que termina con el sacrificio de un ser vivo ante los ojos extasiados de placer de una masa tribal y bárbara.
    El hecho ha alcanzado ribetes de comedia bufa cuando una periodista muy conocida del medio fue fotografiada en las graderías del coso de Acho observando, con enormes demostraciones de contento, una de las jornadas taurinas de reciente data. La imagen fue subida a las redes sociales señalando la condición de taurina de aquélla, quien no tuvo empacho en responder que era su derecho, lo cual recibió una cantidad de comentarios negativos, prácticamente un cargamontón, todos ellos agraviantes y ofensivos hacia la susodicha, lo que me pareció realmente de mal gusto, puesto que a un debate como éste, por muy controversial que pueda ser, sólo se puede ingresar con respeto, altura y conocimiento, aportando razonamientos e ideas, y no insultos ni frases destempladas. Motivo por el que decidí terciar con algunos puntos de vista que tal vez no sean nuevos, pues ya antes tuve ocasión de escribir algo sobre el mismo tema. Y para atizar aún más el fuego de la contienda, nada menos que el novelista Mario Vargas Llosa, conocido y orgulloso taurófilo, publicó un artículo incendiario que me ha permitido desmenuzar los argumentos en que basan su defensa los amantes de ese despiadado anacronismo. Es increíble la cantidad de argumentos deleznables que esgrime el escritor para defender un espectáculo indefendible desde todo punto de vista: desde el arte, la cultura, los derechos humanos, el respeto a la vida, entre los principales.
    En primer lugar, ese supuesto derecho de disfrutar de los toros, se restringe grandemente, si no se anula en absoluto, cuando implica inferir un daño, muchas veces seguido de muerte, a un ser vivo inocente en medio de una algarabía, no exenta de sadismo, de una turba que ha racionalizado el sangriento espectáculo como si fuera una excepcional diversión de orden estético. Para el caso, es irrelevante que esa masa de perversos mirones sea mayoría o minoría en una colectividad, pues está de por medio el derecho de los animales, tan válido en una sociedad democrática como el derecho de las personas. Aducen en su defensa los taurinos que lo mismo sucede en un camal, y no nos quejamos. Sí, pero a nadie se le ocurre hacer escarnio de ese acto expeditivo, ni cobrar entradas para presenciar el horrendo hecho, ni vestir al carnicero de monigote, con un ridículo traje, dizque de luces, para que, a través de pantomimas amaneradas, perpetre el crimen ritual. ¿Acaso tiene el ser humano el derecho, amparado en la tradición, de ser bárbaro? ¿Puede exigir la prerrogativa de ejercer su salvajismo con la protección legal que le faculta la venia de los jueces? La ciencia del Derecho, elaborada prolija y sesudamente por los estudiosos y tratadistas a lo largo de los siglos, no puede condescender a legitimar el oprobio, la involución, la farsa de la muerte.
    A aquellos que invocan su libertad y su derecho para gozar de las corridas de toros, habría que responderles con las palabras del profesor Pierre Aronnax, personaje narrador de la formidable novela Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne. Ante el inicial recibimiento, poco respetuoso, del capitán del Nautilus, el médico replicó: “Sería tal vez el derecho de un salvaje, pero de ningún modo el de un hombre civilizado”. A menos que se crea que hacer alarde de cuán salvaje o bárbaro es uno se ha puesto repentinamente de moda. No hay necesidad de ser “animalista” para reprobar violentamente ese espectáculo sanguinolento. ¿Hay que haber descendido hasta el fondo más siniestro de la crueldad contra otro ser vivo para entender en toda su dimensión la condición humana, como sugiere el novelista? En el colmo del sofisma argumental, el autor se permite equiparar un coso con una sala de conciertos o un escenario de ballet. Toda una descabellada y forzada comparación.
    Es verdad que constituye una práctica extendida en la mayoría de pueblos y comunidades del interior del país, especialmente de la sierra, donde no hay fiesta patronal que no se salde con una tradicional corrida de toros. Pero el hecho de ser una costumbre arraigada en las colectividades del país, no la hace inmune a los avances civilizatorios de la humanidad, que tiende a desterrar aquellas prácticas que entrañen un daño irreversible al ser humano, a los animales y a la naturaleza en general. Nadie puede, sanamente, arrogarse el ejercicio de su libertad o de su derecho cuando estos vulneran flagrantemente los más elementales principios del derecho a la vida y a la paz, que son primeros. Por tanto, no hay motivo alguno para felicitar a los miembros del TC por tan errónea decisión, sino lamentar profundamente cómo el más alto tribunal del país avala de esta manera una costumbre que entraña violencia, atraso y muerte.

Lima, 04 de marzo de 2020.