Todo haría pensar que se trata de un
artículo referido a la pandemia que es el asunto monocorde de estos días en el
mundo entero, asociado a la dificultad para respirar que experimentan quienes
han llegado a desarrollar la enfermedad hasta niveles extremos de gravedad, que
los obliga a ser internados en las unidades de cuidados intensivos de los
hospitales para ser asistidos por un respirador mecánico. Pero no, en esta
ocasión irrumpe en el desolador panorama internacional, ocasionada por la
emergencia sanitaria, un viejo tema, recurrente por lo demás, en tierras
americanas desde hace más de tres siglos, por decir lo menos: el racismo. Eso
no quiere decir que el problema sea patrimonio de este continente, pues como
dice el refrán en todo sitio se cuecen habas. Pero es el caso que en los
Estados Unidos es una realidad lacerante que cada tanto recrudece despertando
la atención y la indignación global.
Esta vez es la ciudad de Minneapolis, en el
estado de Minnesota, el escenario de un hecho criminal, donde los protagonistas
han sido, por el lado de la víctima, un ciudadano afroamericano de 46 años
llamado George Floyd, y de parte del agresor, el agente Derek Chauvin, con serios antecedentes de
intervenciones violentas en su historial policial, acompañado en calidad de
testigos o coprotagonistas por tres efectivos que en ningún momento tuvieron la
iniciativa de impedir la comisión del delito. Estos uniformados acudieron al
lugar de los hechos por un supuesto caso de fraude, redujeron al aparente
acusado por haberse resistido, según el parte policial, a la orden de
detención, lo sujetaron en el piso debajo de su auto, según las imágenes
tomadas por teléfono celular por una muchacha que pasaba por el lugar, y el
agente nombrado colocó su rodilla encima del cuello de Floyd por espacio de más
de ocho minutos, mientras éste protestaba reclamando que no podía respirar. Al
lugar llegó enseguida una ambulancia que recogió el cuerpo de la víctima
cubriéndolo con una sábana para llevarlo a un centro de atención, adonde
presumiblemente ya llegó cadáver. La presión a la que fue sometido durante un
tiempo prolongado le provocó, evidentemente, la muerte por asfixia, y no por un
paro cardíaco o por efectos del alcohol como afirma el relato oficial.
Cuando se difundió la noticia a través de
los medios de comunicación y por las redes sociales, inmediatamente empezaron
las manifestaciones públicas de ciudadanos de diversa condición, que con el
paso de los días se extendieron a más de setenta ciudades del país, en forma de
marchas pacíficas que tomaron las calles, convirtiéndose algunas de ellas en
virulentos ataques a comisarías, automóviles y locales de comercio, sobre todo
por la desmedida respuesta policial. La misma Casa Blanca fue cercada por los
manifestantes, obligando al presidente a refugiarse en su búnker de los sótanos,
al mismo tiempo que se desplegaba un poderoso contingente de la guardia
nacional para disolver a la masa enfurecida que exigía justicia. Una justicia
que es la demanda inveterada de la población de una sociedad que arrastra una
tara que hunde sus raíces en el propio instante de su fundación como entidad
política moderna. Una justicia que les es esquiva a cientos de víctimas de
episodios como este que jamás llegaron a los tribunales ni concluyeron en el
castigo de los culpables, normalizando una situación de impunidad que le ha
hecho un daño inmenso al sistema institucional y a la democracia
estadounidense. Las marchas se han replicado en los siguientes días en las
principales capitales europeas, extendiéndose la repulsa ciudadana por un acto
de barbarie que cada vez resulta más intolerable para los principios que deben
regir las relaciones sociales de las sociedades llamadas civilizadas.
La reacción del presidente, como era de
esperarse, ha sido penosa, llamando al orden a través de amenazantes frases
vertidas en el twitter, instigando a
una reacción armada de las fuerzas policiales y calificando poco menos que de
pusilánimes a los gobernadores de los numerosos estados que han sido escenario
de una movilización que según la prensa no se veía desde los lejanos días del
asesinato del pastor Martin Luther King Jr., líder de la comunidad negra y
defensor de los derechos civiles en la década del 60’. Una marea que crece
conforme pasan los días, y que ha puesto en jaque al gobierno en medio de una
extraordinaria situación de emergencia que padece el país ahora convertido en
uno de los focos mundiales de la pandemia debido al Covid-19.
Por otro lado, ya la fiscalía ha tomado el
caso en sus manos y ha acusado al agente por homicidio en segundo grado,
citando asimismo a los demás policías para una investigación completa del
crimen. Es de esperarse que el proceso siga su curso y el culpable o los
culpables sean llevados a juicio y reciban la sanción que las leyes establecen
para el delito correspondiente. En paralelo, y ante el silencio momentáneo de
los bandos políticos que se preparan para la campaña presidencial de noviembre
de este año, se agudizan las contradicciones respecto al probable escenario de
una elección que podría orientarse en uno u otro sentido, pues si bien el grave
incidente de Minneapolis puede afectar las pretensiones reeleccionistas del bufón
presuntuoso, como lo llamó de forma inequívoca el novelista Philip Roth,
también puede afianzar la demanda de orden y seguridad de una ciudadanía que ya
demostró una inclinación de esa naturaleza en los últimos sufragios, por más
que éstos hayan sido cuestionados por no representar de manera fidedigna la
voluntad del elector norteamericano.
Sin embargo, lo más probable es que las
instancias judiciales, en connivencia con la misma jerarquía policial y con el
mismísimo gobierno, terminen encubriendo una vez más este clamoroso homicidio,
prosiguiendo la ominosa tradición de silenciar y olvidar cuando las víctimas
pertenecen a estos sectores minoritarios y marginales –llámense negros, latinos
o indígenas–, de un Estado construido por blancos impregnados de creencias
ultramontanas, llenos de prejuicios y atavismos, culpables del surgimiento de grupos de
asesinos tipo Ku Klux Klan que aún pululan peligrosamente en la sociedad
norteamericana, nación que se prodiga como ejemplo de democrática y civilizada,
cuando en verdad ya no puede esconder estas expresiones de intolerancia,
racismo y estupidez.
Lima,
5 de junio de 2020.
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