domingo, 21 de junio de 2020

No puedo respirar


    Todo haría pensar que se trata de un artículo referido a la pandemia que es el asunto monocorde de estos días en el mundo entero, asociado a la dificultad para respirar que experimentan quienes han llegado a desarrollar la enfermedad hasta niveles extremos de gravedad, que los obliga a ser internados en las unidades de cuidados intensivos de los hospitales para ser asistidos por un respirador mecánico. Pero no, en esta ocasión irrumpe en el desolador panorama internacional, ocasionada por la emergencia sanitaria, un viejo tema, recurrente por lo demás, en tierras americanas desde hace más de tres siglos, por decir lo menos: el racismo. Eso no quiere decir que el problema sea patrimonio de este continente, pues como dice el refrán en todo sitio se cuecen habas. Pero es el caso que en los Estados Unidos es una realidad lacerante que cada tanto recrudece despertando la atención y la indignación global.
    Esta vez es la ciudad de Minneapolis, en el estado de Minnesota, el escenario de un hecho criminal, donde los protagonistas han sido, por el lado de la víctima, un ciudadano afroamericano de 46 años llamado George Floyd, y de parte del agresor, el agente  Derek Chauvin, con serios antecedentes de intervenciones violentas en su historial policial, acompañado en calidad de testigos o coprotagonistas por tres efectivos que en ningún momento tuvieron la iniciativa de impedir la comisión del delito. Estos uniformados acudieron al lugar de los hechos por un supuesto caso de fraude, redujeron al aparente acusado por haberse resistido, según el parte policial, a la orden de detención, lo sujetaron en el piso debajo de su auto, según las imágenes tomadas por teléfono celular por una muchacha que pasaba por el lugar, y el agente nombrado colocó su rodilla encima del cuello de Floyd por espacio de más de ocho minutos, mientras éste protestaba reclamando que no podía respirar. Al lugar llegó enseguida una ambulancia que recogió el cuerpo de la víctima cubriéndolo con una sábana para llevarlo a un centro de atención, adonde presumiblemente ya llegó cadáver. La presión a la que fue sometido durante un tiempo prolongado le provocó, evidentemente, la muerte por asfixia, y no por un paro cardíaco o por efectos del alcohol como afirma el relato oficial.
    Cuando se difundió la noticia a través de los medios de comunicación y por las redes sociales, inmediatamente empezaron las manifestaciones públicas de ciudadanos de diversa condición, que con el paso de los días se extendieron a más de setenta ciudades del país, en forma de marchas pacíficas que tomaron las calles, convirtiéndose algunas de ellas en virulentos ataques a comisarías, automóviles y locales de comercio, sobre todo por la desmedida respuesta policial. La misma Casa Blanca fue cercada por los manifestantes, obligando al presidente a refugiarse en su búnker de los sótanos, al mismo tiempo que se desplegaba un poderoso contingente de la guardia nacional para disolver a la masa enfurecida que exigía justicia. Una justicia que es la demanda inveterada de la población de una sociedad que arrastra una tara que hunde sus raíces en el propio instante de su fundación como entidad política moderna. Una justicia que les es esquiva a cientos de víctimas de episodios como este que jamás llegaron a los tribunales ni concluyeron en el castigo de los culpables, normalizando una situación de impunidad que le ha hecho un daño inmenso al sistema institucional y a la democracia estadounidense. Las marchas se han replicado en los siguientes días en las principales capitales europeas, extendiéndose la repulsa ciudadana por un acto de barbarie que cada vez resulta más intolerable para los principios que deben regir las relaciones sociales de las sociedades llamadas civilizadas. 
    La reacción del presidente, como era de esperarse, ha sido penosa, llamando al orden a través de amenazantes frases vertidas en el twitter, instigando a una reacción armada de las fuerzas policiales y calificando poco menos que de pusilánimes a los gobernadores de los numerosos estados que han sido escenario de una movilización que según la prensa no se veía desde los lejanos días del asesinato del pastor Martin Luther King Jr., líder de la comunidad negra y defensor de los derechos civiles en la década del 60’. Una marea que crece conforme pasan los días, y que ha puesto en jaque al gobierno en medio de una extraordinaria situación de emergencia que padece el país ahora convertido en uno de los focos mundiales de la pandemia debido al Covid-19.
    Por otro lado, ya la fiscalía ha tomado el caso en sus manos y ha acusado al agente por homicidio en segundo grado, citando asimismo a los demás policías para una investigación completa del crimen. Es de esperarse que el proceso siga su curso y el culpable o los culpables sean llevados a juicio y reciban la sanción que las leyes establecen para el delito correspondiente. En paralelo, y ante el silencio momentáneo de los bandos políticos que se preparan para la campaña presidencial de noviembre de este año, se agudizan las contradicciones respecto al probable escenario de una elección que podría orientarse en uno u otro sentido, pues si bien el grave incidente de Minneapolis puede afectar las pretensiones reeleccionistas del bufón presuntuoso, como lo llamó de forma inequívoca el novelista Philip Roth, también puede afianzar la demanda de orden y seguridad de una ciudadanía que ya demostró una inclinación de esa naturaleza en los últimos sufragios, por más que éstos hayan sido cuestionados por no representar de manera fidedigna la voluntad del elector norteamericano.   
    Sin embargo, lo más probable es que las instancias judiciales, en connivencia con la misma jerarquía policial y con el mismísimo gobierno, terminen encubriendo una vez más este clamoroso homicidio, prosiguiendo la ominosa tradición de silenciar y olvidar cuando las víctimas pertenecen a estos sectores minoritarios y marginales –llámense negros, latinos o indígenas–, de un Estado construido por blancos impregnados de creencias ultramontanas, llenos de prejuicios y atavismos,  culpables del surgimiento de grupos de asesinos tipo Ku Klux Klan que aún pululan peligrosamente en la sociedad norteamericana, nación que se prodiga como ejemplo de democrática y civilizada, cuando en verdad ya no puede esconder estas expresiones de intolerancia, racismo y estupidez.

Lima, 5 de junio de 2020.

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