miércoles, 26 de agosto de 2020

Patita de conejo

 

    Nada resulta más misterioso y sorprendente que las actitudes de los seres humanos ante la realidad que enfrentan cada día, premunidos de todo ese cúmulo de saberes y no saberes con los que pretenden aprehender las inasibles verdades que constituyen el inconmensurable desafío de este mundo hecho de certezas y dudas, de convicciones y aprensiones, de hallazgos y búsquedas. Si bien es cierto que una vida humana es poca cosa frente al infinito catálogo de las ciencias y las artes, de las humanidades y la inalcanzable sabiduría, no deja de ser verdad que en cada uno de nosotros anida una prometeica aspiración a poseer aunque sea una pequeña chispa de ese fuego divino e  inmortal del conocimiento.

    Todo esto viene a cuento por la recurrente irrupción en la palestra de la discusión pública –en medio de esta fatal pandemia que arrecia en el mundo entero, especialmente en nuestro país–, de un producto químico que un grupo de personas promocionan como la panacea para la nueva enfermedad. Lo curioso es que hace más de tres décadas que este hecho se presenta cada vez que la humanidad asiste a la aparición de una patología  que desafía a la medicina de una manera frontal. Sucedió antes ya con el cáncer, el Sida y otras que en su momento amenazaban a la población de modo peligroso y letal, y hasta ahora los hombres de ciencia continúan luchando por encontrar el remedio para esos males, aun cuando existen efectivos tratamientos desarrollados con los años con mucho esfuerzo y trabajo de investigación.

    Lo preocupante de todo esto es que mucha gente, llevada quizás por la desesperación y la incertidumbre, cree a pie juntillas en lo que propalan este puñado de farsantes y charlatanes con respecto a los beneficios o efectos milagrosos de su pócima con ínfulas de curalotodo. Es como en el caso de la política mundial que, ante el fracaso o desilusión experimentados por los electores frente a algunos gobiernos democráticos en diversos países, optan en la siguiente elección por un candidato oportunista que sabe explotar aquel descontento y frustración con promesas ridículas y ofertas simplemente electoreras. Entonces acuden prestos a darle su voto sólo porque es diferente a una clase política que no estuvo a la altura de sus expectativas. Y allí tenemos ahora a Estados Unidos, Brasil, Hungría y Polonia, por poner algunos ejemplos, gobernados por verdaderos palurdos que lo único que hacen es empeorar el estado de cosas, es decir convertir el remedio que prometían ser en peor que la enfermedad. Así, en el asunto que nos toca, es el bendito dióxido de cloro el que está en boca de tantos incautos que están convencidos de sus virtudes curativas.

    ¿Pero cómo entender este fenómeno de adhesión empírica, acrítica y anticientífica a un producto que los especialistas más reputados de la comunidad médica mundial han calificado como tóxico y dañino para el ser humano? ¿Por qué el empecinamiento y la tozudez de tantísimos hombres y mujeres que, dándole la espalda a la ciencia, recurren en su más extremo negacionismo a fórmulas probadamente nocivas y mortales? Expertos en diversas especialidades médicas, como infectólogos, neumólogos, epidemiólogos,  etcétera, han demostrado de mil formas posibles cómo actúa en el organismo humano ese preparado químico, afectando irreversiblemente diferentes órganos y ocasionando secuelas graves que pueden terminar en la muerte. Basados en un conjunto de creencias y mitos, los propulsores de su uso ignoran voluntariamente todas esas explicaciones y se someten ciegamente al dictado de sus prejuicios y fobias, arrastrando a otros incautos al consumo de algo que está probado que no cura la Covid-19.

    Inmunes a toda prueba científica, ajenos a la amplia bibliografía que respalda la opinión de los especialistas, prefieren acatar los pálpitos de su errática intuición, o dar crédito al testimonio dudoso de familiares, amigos o conocidos, en una situación de grave emergencia sanitaria, cuando está en juego algo tan valioso como la salud y hasta la vida misma. Tal vez no sea del todo incomprensible esta conducta del ser humano, que se entrega a las fuerzas desconocidas de lo mágico-religioso, pues la historia de nuestra especie está precisamente saturada de ejemplos de este tipo, desde los albores de la humanidad, cuando el hombre de las cavernas creía conjurar los peligros que el mundo natural le presentaba, invocando la presencia de lo nouménico, hasta el muy moderno y sofisticado ciudadano de la era tecnológica que cree aplacar los males del ser humano con sucedáneos que actúan simplemente como placebos.

    La ministra de Salud en su reciente visita a Arequipa, región particularmente abatida por la pandemia, respondió al gobernador de aquella circunscripción apelando con gran precisión a una metáfora popular. Ante la demanda de la autoridad política para que el gobierno central autorice el uso del dióxido de cloro entre su población, la integrante del flamante gabinete reiteró que desde el gobierno no podían recomendar el uso de aquél menjunje porque sería irresponsable y criminal, a pesar de que gente como ese indescriptible señor lo reclamara apelando al sentir popular, pues eso tendría el mismo valor que si se avalara la patita de conejo sólo porque así lo exigiera el pueblo llevado por sus creencias tradicionales.

    El director del hospital regional de la misma ciudad, que unos días después brindó unas desafortunadas declaraciones por un medio radial, repitiendo el pedido del gobernador, fue interpelado severamente por otro médico, consultor de varios de medios de comunicación y universidades estadounidenses, para que confirmara su inverosímil solicitud. Lleno de vergüenza, o quizás por simple táctica, se retractó ante la opinión pública cuando el colega le recordó su condición de profesional de la medicina, de hombre de ciencia. Es que todos tenemos que entender que sencillamente la ciencia se desarrolla sistemática y metodológicamente, con estrictos protocolos y rigurosas pruebas, y no a través de experimentos voluntariosos, por muy buena fe que exista, pues el azar y la apuesta, la simple intuición y la corazonada no son los mejores guías en el progreso del conocimiento científico.

 

Lima, 15 de agosto de 2020.


Dióxido de cloro, el peligroso químico que se vende como cura para todo -  BBC News Mundo

Fotografía: bbc.com

jueves, 13 de agosto de 2020

Tiempos oscuros

 

    Uno de los procesos judiciales más impactantes y cruciales de la historia del siglo XX tuvo lugar en Jerusalén entre 1960 y 1961, cuando fue llevado a juicio en los tribunales israelíes el oficial nazi Adolf Eichmann, aquel que estuvo encargado de dirigir el envío de miles de judíos a los campos de concentración en los años aciagos de la segunda guerra mundial, destacándose por su tenebrosa eficiencia y haciendo gala de una diligencia administrativa verdaderamente espeluznante en una operación que fue bautizada como la Solución Final, ideada por los jerarcas nacionalsocialistas para exterminar a ese pueblo sufrido que la ideología criminal hitleriana consideraba inferior y culpable de todos los males de Europa.

    Cuando las tropas aliadas ingresaron finalmente en Alemania en 1945 y, después de la muerte de Hitler, cientos de oficiales de las tres armas germanas fueron tomados prisioneros por los soldados rusos y norteamericanos, muchos de ellos también pudieron huir y refugiarse posteriormente en otros países fuera del continente, especialmente en Sudamérica. Eichmann estuvo entre los primeros, logrando escapar y enrumbar a la Argentina gracias a un salvoconducto obtenido por un sacerdote muy cercano al Vaticano. Se instaló en una granja cercana a Buenos Aires, trabajando como obrero en una fábrica. Su esposa y sus hijos llegarían poco después para reunirse con él. Se cambió de identidad y vivió relativamente en paz hasta 1960, en que fue ubicado por el cazador de nazis Simon Wiesenthal, un prominente líder hebreo que venía siguiendo su rastro por varios años en el Viejo Mundo hasta dar finalmente con su paradero.

    Inmediatamente, los agentes del servicio de inteligencia israelí, la temible Mossad, trazaron un plan para capturarlo en el país sudamericano. En un primer momento se pensó en su eliminación, pero el gobierno de Ben Gurión fue partidario de llevarlo vivo a Israel y someterlo a la justicia. Es así como a mediados de aquel 1960 logran ingresar a la Argentina aprovechando la coyuntura de un cambio político importante en el país, y prácticamente secuestran a Eichmann, llevándolo casi de inmediato al aeropuerto para su traslado a Israel. Ya instalado en Jerusalén, la justicia empezaría a rodar su maquinaria para someterlo a un riguroso proceso por crímenes de guerra. Esto también ocasionó no pocos problemas de índole jurídica en que precisamente basó su defensa Eichmann, cuestionando la legitimidad de la corte que lo estaba procesando. Las audiencias fueron públicas y transmitidas por primera vez por televisión. El acusado estuvo todo el tiempo custodiado por militares y protegido tras una caseta de vidrio blindado. 

     Es entonces que aparece en escena nada menos que la filósofa alemana de origen judío Hannah Arendt, quien precisamente se había salvado con su marido huyendo de la persecución nazi, estableciéndose en Estados Unidos. Para entonces ya era conocida ampliamente en los círculos intelectuales por sus estudios sobre el totalitarismo y, sobre todo, por su ‘affaire’ con Martin Heiddegger, el eminente filósofo alemán simpatizante del nazismo. Es pues comisionada por el  New Yorker, una revista de gran prestigio literario en el país norteamericano, para que convertida en corresponsal de prensa escriba una serie de artículos sobre el histórico juicio en Jerusalén. Ella acepta casi sin dudarlo y parte enseguida a la vieja y legendaria ciudad de las tres religiones.

    El resultado de esos meses en los tribunales judíos, como privilegiada testigo de un hecho sin precedentes desde los juicios de Núremberg, sería un volumen muy polémico titulado Eichmann en Jerusalén, que reúne todas sus crónicas publicadas en el New Yorker y que fueron motivo de encendidas discusiones, acusaciones y malentendidos entre la comunidad judía, especialmente norteamericana, siendo acusada incluso de haber traicionado a la causa judía y haberse mostrado demasiado condescendiente con el criminal nazi que finalmente fue condenado a la horca en 1961. Muchos de sus amigos dejaron de hablarle y le quitaron su amistad, pero ella no varió un ápice su mirada con respecto a la personalidad de Eichmann y su explicación sobre el Holocausto. Varias películas han recreado este episodio inédito, la mayoría poniendo su foco en Adolf Eichmann; pero hay una –que he tenido ocasión de ver recientemente– que tiene como protagonista a Hannah Arendt, donde se recrea su papel en aquel episodio y, lo que es  verdaderamente interesante, destacando el aporte de la filósofa a través de su famosa interpretación basada en lo que ella llamó la «banalidad del mal», es decir, contrariamente a lo que se creía sobre los agentes del mal, que eran vistos como sujetos monstruosos y encarnaciones malignas de lo demoníaco y de lo perverso en grado sumo, ella afirmaba que los males provienen de la mediocridad más superflua, de tipos grises, comunes y corrientes, que ejercen su labor como cualquier burócrata, cumpliendo simplemente su deber, sin jamás detenerse a pensar que aquello que hacen está más allá de una anodina obediencia servil, ni que tenga objetivos moral o éticamente cuestionables.  

    En resumidas cuentas, era la primera voz disidente que se atrevía a interpretar de una manera totalmente novedosa un fenómeno que hasta ese momento era abordado de forma  monocorde entre los exégetas de la shoah respecto de los agentes que la llevaron a cabo. Arendt le quitaba esa pátina de tremendismo al comportamiento de unos seres que se embarcaron en una de las empresas criminales más bestiales de la historia de la humanidad. Muchos creyeron ver en la actitud de la filósofa, si no una justificación, por lo menos una mitigación de la responsabilidad de los culpables de tan terrible genocidio, lo que no se ajustaba ni le hacía justicia a la explicación que ella ensayó desde un pensamiento singular y original que iluminaba tal vez otra faceta de la condición humana.

 

Lima, 8 de agosto de 2020.

Cine:<i> Preámbulo</i> y los artículos judiciales de Hannah Arendt ... 

sábado, 8 de agosto de 2020

Sueños astillados

 

    Hace un tiempo quise leer La condición humana de André Malraux, pero curiosamente no pasé del primer capítulo, circunstancia que me llevó a cuestionar mi versatilidad de lector. Tal vez no era el momento indicado, razón por la que dejé pasar algunos años para intentar volver sobre ella. El resultado ha sido sorprendente, pues notaba cómo gradualmente caía envuelto en la trama vertiginosa de la novela. Vibrante novela ambientada en los años del Kuomintang, cuando China era escenario de una lucha encarnizada entre las fuerzas colonialistas europeas y los nacionalistas de Chiang Kaisheck, mientras los comunistas preparaban a su vez el levantamiento revolucionario que debía seguir el camino que unos años atrás había instaurado en Rusia el primer estado socialista del mundo. Era el año de 1927, y Shanghai la ciudad epicentro de los acontecimientos.

    Un grupo de muchachos idealistas y apasionados deciden aprovechar la coyuntura propicia del caos político reinante para tomar las armas y poner en marcha su plan de objetivos precisos. Chen, Kyo, Sue y Katow son los principales protagonistas de esta historia intensa de luchas, intrigas, delaciones y sacrificios, así como símbolos del azaroso destino que reparte sus cartas con caprichosa suerte. Hemmelrich, Clappique, Gisors y Ferral representan una gama de personajes que serán parte de esta comparsa dramática en una situación límite de la historia, donde está en juego el futuro político de una vasta región del mundo con numerosos actores en escena.

    Después del crimen que comete Chen al inicio de la novela, se precipitan los hechos que los va a conducir a la muerte, a un martirologio ideológico en que son inmolados la juventud y los sueños de unos hombres cuyos destinos encontraban su razón de ser en aquella entrega desinteresada y ciega a las fuerzas de la violencia, de la pasión revolucionaria en su momento de máxima ebullición. Chen sucumbirá al intentar un magnicidio, destrozado por el propio artefacto destinado al líder nacionalista. Los otros integrantes de la célula serán capturados y encerrados en un almacén donde junto a cientos de prisioneros esperarán el instante de su ejecución. Heridos y desolados contemplan la llegada de los vagones que los transportan a su fin, mientras el bufón aristócrata Clappique deambula por las calles de la ciudad y Ferral trata de salvar su empresa negociando con sus pares el rescate de las inversiones francesas en la Indochina.

    Algunas pinceladas filosóficas destiladas del pensamiento del pintor Gisors, a propósito de la tensa relación entre su hijo Kyo y la enfermera May, iluminan algunas aristas de aquella vivencia universal; cuando afirma por ejemplo: “Las heridas del más profundo amor bastan para crear un odio suficientemente grande”, o cuando equipara la pasión amorosa con su vieja pasión por el opio y asevera: “Quizá el amor sea, sobre todo, el medio que emplea el occidental para emanciparse de su condición de hombre…”. Una visión sobre dos mundos que se oponen en muchos sentidos pero que también comparten secretas correspondencias que reafirman la inasible condición humana motivo de agudas reflexiones a lo largo de numerosos pasajes de la novela, donde es evidente también la mirada de simpatía del narrador ante este puñado de jóvenes idealistas convencidos de una fe en la justicia universal conseguida a través de métodos sin duda cuestionables.

    El final espléndido de la historia se cierra con el encuentro en la ciudad japonesa de Kobe entre May, la novia de Kyo, y Gisors, el padre del revolucionario abatido. Las hondas meditaciones del pintor despiden magistralmente el relato justificando su título, pues el pensamiento del artista se eleva hasta rozar el meollo de la condición humana, desnudando su esencia última.

 

Lima, 29 de julio de 2020.

LA CONDICION HUMANA : de Andre Malraux: Usado (1985) 1ª. | LA ...