jueves, 31 de diciembre de 2020

2020: Annus horribilis

     El año que se acaba siempre es un pretexto para realizar un balance de nuestras vidas, de aquello que hicimos o dejamos de hacer a lo largo de estos 365 días que han transcurrido de modo vertiginoso y extraordinario para todos quienes habitamos este planeta. La llegada, como siempre inesperada, de una situación de emergencia sanitaria, que ha puesto nuevamente al mundo de rodillas, nos ha obligado a replantear algunos principios o postulados que dábamos por descontados en el ritmo ordinario de nuestras existencias. Y a pesar de que una fecha no es sino un signo convencional que el ser humano ha inventado para encasillar el tiempo, un símbolo que nos da la sensación de un final y de un comienzo a la vez, un ritual que cíclicamente repetimos como una forma de reinventarnos, sabemos perfectamente que el río heraclitano es un continuo fluir sin diques ni exclusas, que el transcurrir cósmico no sabe de fronteras ni límites, y que el tiempo no puede dejarse atrapar en compartimentos estancos que podemos utilizar a nuestro antojo.

    Sin embargo, nos agrada que una porción de ese tiempo ilimitado e infinito lo podamos cercenar y encapsular en una burbuja que llamamos pasado, con el optimista fin de que al separarlo de nuestro presente, o dejarlo atrás en un momento determinado, tengamos la posibilidad de construir otra vez el camino de nuestras vidas, o reconstruir aquello que resultó un intento fallido, ya sea por razones propias o por causas externas que nos sobrevienen en este azar interminable que es el  signo esencial de la existencia humana. Y es en ese sentido que al finalizar este extraño e increíble año 2020, que para muchos es sencillamente el peor año de sus vidas, lo menos que podemos desear es que el siguiente sea no sólo diferente, sino mejor en todos los sentidos. La sensación que compartimos casi todos es que este año la muerte ha sido una presencia constante de cada día, una imagen que llevamos grabada por los múltiples casos que hemos visto en el mundo entero a raíz de la pandemia, una realidad palpable por los familiares y amigos que han perdido la vida contaminados por la peste, y sumado a ello la cantidad de figuras del mundo del arte, el pensamiento, el deporte, la política que han sucumbido por lo mismo o por diversos otros motivos.

    Pero para que el año próximo sea mejor es indispensable que nosotros también seamos mejores, y eso es precisamente aquello que no vemos en la mayoría de los seres humanos y la forma cómo afrontan una realidad tan dramática como ésta. Pareciera que muchos ya se han dado por vencidos, o que sencillamente les importa muy poco o nada el destino común de la sociedad, pues de cada uno de nosotros depende justamente el triunfo o la derrota en una batalla que libramos en provecho de todos. La indiferencia, el cansancio, la negligencia, la ignorancia, son las armas que el virus utiliza para asestarnos su ataque mortal, y son las armas que paradójicamente nosotros mismos hemos entregado al enemigo. La llegada del fin de año y las festividades que lo acompañan, han dado lugar a que mucha gente se olvide de la realidad que nos aqueja y ha salido a las calles, los centros comerciales y los centros de diversión y esparcimiento en general como si viviéramos en una situación ordinaria, tal como años anteriores. Es increíble la actitud de esas personas, es incomprensible la necedad que guía su conducta, incapaces de experimentar un mínimo sentimiento de empatía y solidaridad frente a la tragedia que nos rodea.

    Es por ello que no necesariamente el nuevo año acarreará automáticamente una situación diferente, pues el tiempo no se deja maniatar en porciones de días que acumulamos y luego tiramos. No podemos ser ilusos y pensar que al trasponer el umbral de la medianoche del 31 de diciembre ya estaremos instalados en otro mundo. Esta realidad no se va, y no se irá mientras la irresponsabilidad de tantos nos resta fuerzas para vencer a uno de los más grandes desafíos de los últimos tiempos. Nuestro deber es seguir imbatibles resistiendo un ataque que no es ningún juego. Además, no sabemos qué otras amenazas nos aguardan en la oscuridad de un futuro que por ahora vislumbramos sombrío.   

    Suele decirse que la filosofía no es sino una larga meditatio mortis, al ser el problema de la muerte uno de los temas más cruciales del pensar filosófico, un asunto que ha planteado muchas interrogantes y pocas respuestas, numerosos misterios y enigmas que la humanidad no ha podido sondear a cabalidad. Hay quien pensaba justamente, como Schopenhauer, que la muerte después de todo no es la desgracia más grande que puede experimentar el hombre, pues al ser la vida un constante vaivén entre el dolor y el aburrimiento, el fin de la misma debería ser visto como una liberación, y que la inexistencia es preferible a la existencia. Morir sería como despertar de un sueño poblado de horrendas pesadillas para reintegrarnos al cálido seno de la naturaleza.

    Por todo ello el deseo más ferviente que puedo abrigar para el siguiente periodo de tiempo, al que llamaremos 2021, es que tengamos no felicidad, como es la aspiración abstracta de todos, sino una tranquilidad de ánimo que es en verdad el bien más preciado de la vida. También en eso poseía gran clarividencia y tanta verdad el «Buda de Frankfurt».  

 

Lima, 31 de diciembre de 2020. 


domingo, 20 de diciembre de 2020

Gamonalismo y servidumbre

 

    He visto por segunda vez La Revolución y la Tierra, el extraordinario documental estrenado en el 2019 y dirigido por Gonzalo Benavente Secco, sobre la controvertida y polémica reforma agraria implementada por el gobierno del general Juan Velasco Alvarado en 1969, decretando el fin de la feudalidad en el Perú. Utilizando un valioso material audiovisual, fotográfico y fílmico, donde vemos imágenes inéditas de la época, fragmentos decisivos de películas de Federico García, Francisco Lombardi, Inés Ascuez, Jorge Durand y otros cineastas peruanos, así como fotografías de Martín Chambi, nos presenta una visión de parte de un acontecimiento que significó un cambio radical sobre las condiciones laborales y personales de miles de campesinos del país.

    Para abordar el tema recoge los testimonios de numerosos especialistas y también protagonistas del hecho, quienes van arrojando luces sobre el mismo a través de breves análisis donde presentan diversos ángulos y perspectivas de una medida que fue y sigue siendo discutida después de medio siglo a propósito de recientes sucesos relacionados con los trabajadores de la agro-exportación en los valles de Ica. Se trata evidentemente del irresuelto problema agrario, inscrito en aquel de mayor calado relacionado al problema de la tierra. Ya José Carlos Mariátegui, el brillante ensayista peruano del siglo XX, había planteado el asunto en su verdadera dimensión, cuando lo define de la siguiente manera: «El problema agrario se presenta, ante todo, como el problema de la liquidación de la feudalidad en el Perú»; y cuando hablamos aquí de feudalidad estamos hablando del gamonalismo, esa anomalía supérstite que permitió tantos abusos y maltratos a los indios del Perú, mantenido durante buena parte del siglo XX por gobiernos de diverso tipo, sean surgidos de las urnas o mediante la vía de las armas.

    Más allá de los logros o resultados de la reforma agraria, que puede dar lugar a puntos de vista encontrados, pues como está claro no pudo ser completada y quedó trunca, hay un aspecto fundamental que no se puede soslayar, y es el hecho de haber acabado con el oprobioso régimen de servidumbre, de haberle dado al campesino un lugar que hasta ese momento jamás ocupó en la historia oficial del Perú, un objetivo de trascendencia moral que terminó para siempre con esa inicua imagen del indio inclinándose para que el patrón subiera por sus manos al caballo. Humillaciones como éstas se permitieron hasta después de ciento cincuenta años de proclamada la independencia, que por cierto para ese sector de la población peruana no significó absolutamente nada, pues en muchos sentidos empeoraron sus condiciones de vida.

    Además, como dice Antonio Zapata, una reforma agraria no se puede hacer en seis años, pues ella necesita un tiempo mucho más prolongado para asentarse y cuajar, es todo un proceso que requiere la continuación y el compromiso de una verdadera política de Estado que debe ser completada por sucesivos gobiernos democráticos. La afirmación de Hugo Neira de que si no se llevaba a cabo la reforma agraria, el triunfo de Sendero Luminoso era inminente, puede ser discutible, pero no deja de plantear interrogantes e hipótesis sobre lo que habría ocurrido en el Perú sin ese experimento revolucionario. Y que lo hubiese realizado un gobierno militar, aun con la denominación de Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, también nos enfrenta a la frustración permanente de que ningún gobierno, ni civil ni militar como señalé líneas arriba, haya acometido una tarea imprescindible para el desarrollo del país. Aquellos gobiernos que se llamaban democráticos, capitaneados por partidos que decían adscribir al credo liberal, representantes de la pequeña burguesía, no fueron coherentes con su doctrina al mantener intacta una estructura socio-económica propia del feudalismo.

    Si bien el documental presenta sobre todo un enfoque sobre la reforma agraria, con la sola excepción de una persona que discrepa abiertamente con la misma, los argumentos de los entrevistados resultan convincentes sobre las razones para una medida de esa naturaleza, pues era evidente que una realidad como la que atravesaban los indios con respecto a la tenencia de la tierra, sometidos a un trato vejatorio y claramente violatorio de los derechos humanos, no podía mantenerse por más tiempo sin que ello acarreara serias consecuencias, como las que se vio en la década del 80 cuando insurge Sendero Luminoso y desata la violencia terrorista a partir de una concepción dogmática y ortodoxa del marxismo-leninismo, con métodos que el pueblo recusaba y que combatió frontalmente a pesar de que ello le costó ser víctima de la venganza de los subversivos, quedando entre dos fuegos y sufriendo los terribles embates de una guerra desigual que desangró el país dolorosamente.

    Ciertos sectores se han levantado en la sociedad exigiendo su prohibición, o sencillamente intentando sabotear su exhibición en varias salas de la capital, lo que ha tenido indudablemente un paradójico efecto contrario, pues con mayor curiosidad los ciudadanos se han aproximado a saber lo que presentaba en sus imágenes. Otros, más tozudos aún, recayeron en el manido recurso de la descalificación a través del facilista terruqueo, el típico lugar común de los bandos conservadores y ultraconservadores, para quienes todo aquello que no cuadra con su particular forma de mirar el mundo, cae inmediatamente en el tópico vagaroso y simplista de asociarlo al comunismo, verdadero cuco que cual fantasma todavía recorre la obtusa imaginación de algunos cerebros retrógrados y antediluvianos. Sus miembros provienen generalmente de los grupos privilegiados que ostentaron el poder de la tierra durante ciento cincuenta años, y que ahora lo siguen haciendo por otros medios más modernos. Es decir, son los dueños del Perú de los que hablaba ya Carlos Malpica en el siglo pasado, apellidos de familias muy conocidas que se repiten en todos los puestos de mando de los poderes públicos, la banca, la industria, el comercio y toda actividad económica que decide finalmente el rumbo de nuestro país.

    Es bueno que cada uno vea el documental y juzgue por sí mismo, sin anteojeras ideológicas ni prejuicios de ningún tipo, ateniéndose exclusivamente a los hechos que Benavente presenta de una manera contundente y real. Quizá sea una manera de entender una vez más cuál es la realidad del Perú y por qué tantos exigen cambios profundos en sus estructuras económico-sociales, no sólo legales o jurídicas a través de una nueva Constitución, cambios que deben orientarse a la construcción de un país más justo e igualitario, sin privilegios de ningún tipo, menos aún si ellos provienen del dinero que determina la posición económica y social de dominio en una sociedad.

 

Lima, 14 de diciembre de 2020.


 

domingo, 6 de diciembre de 2020

Barbarie y civilización

     A raíz de los últimos acontecimientos vividos por nuestro país en relación a las manifestaciones y protestas por el golpe de Estado producido desde el Congreso declarando inconstitucionalmente la vacancia de la presidencia de la República, y la represión consiguiente que dejó como saldo bochornoso la muerte de dos jóvenes, decenas de heridos, muchos de ellos graves y la desaparición de otros tantos que fueron siendo liberados por la presión de los medios de comunicación y por la opinión pública a través de las redes sociales, tuve la oportunidad de ver dos documentales sobre similares sucesos acaecidos en Bagua en el año 2009, durante el segundo gobierno de Alan García, que ocasionaron más de 30 muertos, numerosos heridos y un mayor de la policía desaparecido.

    Se trata de When Two Words Collide (‘Cuando chocan dos mundos’) dirigido por Heidi Brandenburgo y Matthew Orzel, estrenado en enero del 2016 en el Festival de Sundance y también  en la plataforma de streaming Netflix. El otro es La espera, dirigido por Fernando Vílchez, igualmente del 2016 y que no tuvo la acogida en los medios televisivos peruanos, tampoco en las salas regulares, ejerciendo quizás una suerte de veto sibilino a una realidad que ciertos sectores de la sociedad quisieran ocultar. Finalmente fue el diario La República el que pudo distribuir la cinta en formato DVD con su edición correspondiente, así como ser proyectado por otros espacios no oficiales cercanos a las universidades y organizaciones de la sociedad civil interesados en preservar la memoria como forma de mantener una mirada crítica ante los inveterados abusos del poder.

    En ambos se puede apreciar la terrible dicotomía que ha caracterizado a nuestra república desde su fundación, visión que describiera magistralmente Domingo Faustino Sarmiento en el siglo XIX, sólo que esta vez trastocada e invertida, porque los términos que alguna vez encarnaron los pueblos originarios y la civilización occidental, respectivamente, se han diluido en matices semánticos de dudosa interpretación. El orgulloso Occidente, expresión acabada de la cultura  europea y su proyección en el mundo, con todos sus aportes y valores, creyó firmemente ser el portaestandarte de aquello que no sin ostentación ha llamado la civilización –que James Joyce trocó, en perfecta carambola irónica, en ‘sífilización’–, mientras que endilgó a los pueblos que conquistaba y sometía la humillante condición de barbarie, que aquellos pretendían ‘corregir’ a través de sus paternalistas políticas de evangelización, o sencillamente a través de la violenta imposición de sus formas y estilos de vida.

    Por un lado están las comunidades wampis y awajún de la Amazonía, poseedoras ancestrales de sus tierras, es más, según la cosmovisión amazónica, pertenecientes a ellas, en comunión armónica y respetuosa, generalmente ignorada por la mirada occidental. Para el habitante de aquella selva virgen, la tierra es sagrada, depositaria de sus antepasados, residencia de sus dioses y escenario de una existencia que no puede ser profanada por la avidez material mercantilista que sólo busca el lucro y la ganancia a como dé lugar. Una codicia que ha llevado a la destrucción de un hábitat natural en desmedro no sólo de la flora y fauna, o de las comunidades nativas, sino del medioambiente, en una época signada por la gran alarma ante el cambio climático y sus desastrosas consecuencias.

    Por el otro está el gobierno, representante de las clases dominantes, elegido el 2006 después de una campaña demagógica y mentirosa, donde el candidato García dirigía ampulosos discursos en las zonas aledañas prometiendo defender esas tierras de los perversos intereses del gran capital, según decía. Retórica electorera e interesada. En fin, pura palabrería, hueca y fanfarrona, pues cuando ya estuvo instalado en Palacio de Gobierno, firmó al año siguiente, en medio de una pomposa parafernalia protocolar, el TLC con el gobierno estadounidense de George Bush, que significó la carta blanca oficial para el libre acceso de las empresas petroleras internacionales a la explotación de las tierras selváticas que la visión empresarial y conquistadora habían lotizado convenientemente para ese fin. Vulnerando el Convenio 169 de la OIT sobre la consulta previa a los pueblos indígenas, el gobierno de García otorgó en concesión precisamente las tierras de la zona norte de la selva peruana a la exacción de las empresas petroleras y mineras extranjeras. Desconociendo los estudios de impacto ambiental, ajenos por ceguera voluntaria a la enorme riqueza en biodiversidad de la zona, movidos únicamente por el afán de lucro, ocasionaron la reacción justa de la población que se opuso en todo momento a tamaño abuso gubernamental. Produce desazón contemplar extensas zonas de selva anegadas por el petróleo derramado, así como cientos de hectáreas devastadas por la tala ilegal e indiscriminada.

    Teniendo como escenario la tristemente célebre Curva del Diablo, la tragedia se precipitó el 5 de junio de ese año por la incursión violenta de las fuerzas del orden que, con el afán de desalojar a los pobladores que se levantaron en pie de lucha para defender sus tierras, atacaron con helicópteros disparando a mansalva desde el aire a una masa que se dispersaba por la carretera luego de 57 días de bloqueo. El acuerdo parcial logrado por el líder indígena Alberto Pizango con el régimen los indujo a regresar a sus comunidades, pero más pesó el deseo de escarmiento de ciertas autoridades, como lo dijo claramente el informe de la comisión investigadora del Congreso. El Primer Ministro Yehude Simon, el ministro de Defensa Ántero Flores Aráoz, la ministra del Interior Mercedes Cabanillas y la de Comercio Exterior y Turismo Mercedes Aráoz, estuvieron directamente involucrados en el conflicto y su deriva sangrienta. Resulta patético e indignante a la vez oír las declaraciones de estos personajes, demostrando su tremenda indolencia y profundo desconocimiento del problema, asumiendo posiciones maniqueas y falaces que sólo buscan descalificar a los pobladores amazónicos, tan peruanos como ellos, y que gozan por tanto de los mismos derechos y de las mismas prerrogativas como integrantes del Estado peruano.   

    Mientras que los dirigentes indígenas Santiago Manuin y Alberto Pizango fueron criminalizados por los hechos, no teniendo ninguna responsabilidad en el mismo, los exministros caminan orondos cubiertos bajo el manto protector de la impunidad. Pizango tuvo que asilarse en la embajada de Nicaragua, obteniendo el salvoconducto necesario que lo condujo al país centroamericano donde estuvo un año, lejos de los suyos, bajo la amenaza de la persecución del gobierno de García y con el pensamiento y el corazón clavados en su tierra. A su regreso, inmediatamente fue puesto a disposición del Poder Judicial por las denuncias en su contra, siendo posteriormente dejado en libertad merced a una medida cautelar interpuesta por su abogado. Santiago Manuin fue absuelto de todos los cargos recién en el año 2016. Sobre Pizango todavía pende un juicio absolutamente injusto y que no hace sino encubrir a los verdaderos culpables del «Baguazo», como bautizó la prensa al luctuoso hecho.

    Está pues en entredicho quiénes representan realmente aquellas categorías conceptuales forjadas para clasificar los supuestos avances o retrocesos en el desarrollo de los pueblos. Desde la malhadada perspectiva del presidente García, que no tuvo el empacho de escribir un artículo en un diario de la capital, calificando la actitud digna de los pueblos amazónicos como correspondiente a una política de ‘perro del hortelano’, hablando de ciudadanos de segunda categoría en alusión a los mismos y calificándolos de bárbaros; hasta una cabal comprensión del fenómeno que sitúa en su real dimensión quiénes son los bárbaros, es decir, quiénes son los que asumen posiciones regresivas en materia de desarrollo sostenible y conservación de la naturaleza, abogando por la explotación de los recursos naturales en nombre de un capitalismo salvaje, depredador y genocida, que apuesta por los combustibles fósiles en una era que ya va comprendiendo que por ese camino sólo nos espera la extinción de la flora y fauna, la destrucción de la Amazonía como pulmón de la humanidad y el final exterminio de la misma vida humana de la faz de la tierra.   

    Dos documentales valiosos, imparciales, cautivantes, que dan cabida a todas las partes en conflicto, mostrando los acontecimientos sin posturas moralizantes ni pretensiones de denuncia. Con imágenes ágiles, propios del tratamiento periodístico, enfoques precisos y tomas que nunca mostró la gran prensa, como por ejemplo la huida de Pizango por los tejados de las casas vecinas cuando la policía llegaba para capturarlo, en el primero de ellos. Cada espectador sacará sus propias conclusiones, reflexionará desde su particular punto de vista, extraerá una lección de una faceta dolorosa del Perú a través de una realidad que parece ser el sino del devenir de nuestro azaroso proceso histórico.

 

Lima, 05 de diciembre de 2020.