Vistos los resultados de la primera vuelta del pasado domingo
11, el panorama se torna más sombrío aún por el triunfo parcial de dos fuerzas
políticas que hacen temer un futuro incierto para el Perú. Hemos llegado al
escenario más extremo, las opciones situadas en las antípodas se presentan
ahora como alternativas de gobierno para este 28 de julio en que se conmemoran
los 200 años de la proclamación de independencia. No podríamos haber elegido un
momento más aciago para la celebración de una fecha simbólica, un
acontecimiento que posiblemente no haya tenido todavía un contenido real para
millones de peruanos que durante todo este tiempo sencillamente estuvieron al
margen de los fastos independentistas.
Pero tal vez allí esté precisamente la explicación de una
votación que ha dejado sorprendida a buena parte de la población, aun cuando en
la última semana los sondeos electorales ya preveían una arremetida de un
candidato que durante buena parte de la campaña estuvo entre los menos
voceados. Un voto de protesta, de hartazgo, de descontento, de rabia contenida
por mucho tiempo, una señal de que esos millones de compatriotas ya no creen en
las promesas de los políticos capitalinos, en quienes sólo ven a una gavilla de
ambiciosos sinvergüenzas que aspiran al poder con el único fin de seguir
manteniendo sus privilegios. Las olvidadas masas de campesinos de nuestras
serranías, hombres y mujeres que viven honestamente de su arduo trabajo en el
campo, los enormes contingentes de jóvenes con una consciencia social en
ascenso, los sectores obreros que reciben migajas de este sistema caduco, han
determinado una salida que el hombre citadino ve con espanto.
No puede ser para menos, las capas medias acomodadas de la
sociedad, ni qué decir los poderosos de siempre, han puesto el grito en el
cielo ante el triunfo provisional de un partido político que de alguna manera
es el portavoz de esos millones de peruanos tratados por todos los gobiernos de
turno como ciudadanos de segunda clase. Pero lo más sorprendente es que una fuerza
que representa lo peor de nuestro pasado reciente, como es el fujimorismo, haya
recibido el respaldo suficiente para tener la posibilidad de pasar a la segunda
vuelta, como si de pronto un ataque de amnesia colectiva hubiese sobrevenido
sobre las mentes de miles de peruanos. Qué poco debemos querernos, cuán baja
autoestima debemos tener, para haberle dado a la heredera del régimen
putrefacto de los 90 la chance de convertirse en gobierno a partir de julio
próximo. Es cierto que su votación no es significativa, apenas roza el 13 por
ciento, pero estoy seguro que toda la derecha se alineará con ella en la
segunda vuelta.
Claro que me preocupa también el otro candidato de la
izquierda radical, cuyo programa de gobierno es tremendamente conservador en
materia de políticas de género, en protección a la comunidad LGTBI y en otros
derechos fundamentales de toda sociedad moderna, como el aborto, el matrimonio
igualitario y la eutanasia. Me apena que en los próximos cinco años, sea quien
sea que triunfe, las mujeres y otros colectivos verán recortados o reducidos
sus posibilidades de alcanzar cotas de igualdad cada vez más importantes. Una
derecha lumpen y una izquierda anacrónica no eran precisamente lo que el Perú
se merecía en estos tiempos. Pero en fin, es lo que tenemos, y el próximo 6 de
junio tendremos que ir nuevamente a las urnas para depositar nuestro voto con
una sensación de derrota anticipada, de fracaso personal, de decepción
contumaz.
Pero sigo pensando que el peligro mayor es el fujimorismo, a
quien ya le conocemos las entrañas, sabemos perfectamente el tipo de partido
que es, hemos experimentado en carne propia todas las tropelías y trapacerías
que perpetraron en una década y más, pues aun siendo una fuerza opositora en el
Congreso, su actuación ha sido verdaderamente lamentable y vergonzosa, una
bancada de pillos y bribones que convirtieron el recinto parlamentario en un
auténtico muladar. Eso probablemente no lo saben los más jóvenes, quienes
tienen el deber de informarse para no cometer el peor error de sus vidas; pero
los otros, los que aun sabiendo se hacen los tontos, esos no tienen perdón,
porque van a entregar el poder de su país en el próximo quinquenio a quienes
pisotearon la honra de una nación, a quienes saquearon el cuerpo y el alma de
un pueblo, a quienes se comportaron como unos salvajes gañanes con nuestra
incipiente democracia, desnaturalizándola, envileciéndola hasta el límite. Como
dijo el periodista César Hildebrandt, el fujimorismo pudrió el alma del Perú, y
yo digo siempre que la emputeció. El fujimorismo necesita un país de almas
muertas para imponerse, como en la notable obra de Nicolai Gógol. Sólo un
pueblo que ha perdido su dignidad, el emblema más valioso de su espíritu, puede
aceptar un régimen que significó y significará el oprobio mayor para nuestra
condición de ciudadanos.
Sólo quienes han olvidado las fechorías y barrabasadas de la
dictadura fujimorista, pueden pensar que es el mal menor. Quienes tenemos
memoria, porque no olvidamos cada suceso funesto, cada crimen, cada abuso, cada
bajeza del fujimorismo, jamás aceptaremos ser gobernados por una organización
criminal cuya lideresa está próxima a volver a la cárcel, investigada
profusamente por la fiscalía y cuyos delitos están demostrados con cientos de
pruebas que la justicia deberá aquilatar para dictar la sentencia que se merece.
De sólo pensar que los montesinos, los rodríguez medranos, los becerriles, las
marthas chavez, estarán de vuelta en un probable gobierno de la corrupción, el
estómago se me revuelve y el alma se me encabrita. Una arcada de asco
metafísico revuela mi espíritu al sólo imaginar una pesadilla siniestra de esa
catadura. No, no es posible que el país pueda infligirse tamaño baldón. Ni el
mismísimo Masoch nos recomendaría algo parecido.
No me resisto a copiar un fragmento de la novela de Gógol
que resume el preciso instante en el que nos encontramos: «Era un camino más
ancho y majestuoso que todos los demás, iluminado por el sol, y en él brillaban
las luces por la noche, pero las gentes de alejaban de él y se encaminaban
hacia las tinieblas. Y en cuantas ocasiones, aunque les orientara el
pensamiento venido del cielo, retrocedieron y se desviaron, fueron a parar, en
pleno día, a lugares infranqueables, se arrojaron unos a otros una niebla que
los cegaba y, siguiendo unos fuegos fatuos, alcanzaron el borde de un abismo
para después preguntarse aterrorizados: ¿Dónde está la salida? ¿Dónde está el
camino?». No puedo concebir que el Perú se haya convertido en un siniestro
valle donde pululan las almas muertas, desorientadas porque justamente están
privadas de aquel elemento precioso que hace de un pueblo no simplemente la
acumulación material de bienes y riquezas: la conciencia, esa luz del espíritu
que nos guíe en medio de este maremágnum de cerrazón y obscuridad.
Tengo muchas dudas sobre Pedro Castillo, sobre todo por
algunos integrantes de la agrupación Perú Libre (PL), especialmente sobre su
líder y fundador, conocido misógino y homofóbico, además de estar involucrado
en actos de corrupción, por los cuales purga condena; pero sobre Fuerza Popular
(FP) y su lideresa poseo certezas absolutas, el pleno convencimiento de que su
probable triunfo en la segunda vuelta, con el curioso aval de Vargas Llosa –que
será materia de otro artículo–, significará para el Perú la muerte moral.
Lima, 17 de abril de 2021.
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