domingo, 25 de abril de 2021

La señora K y el escribidor

 Han causado un gran revuelo en los corrillos políticos, la prensa y la opinión pública en general  las recientes expresiones del escritor Mario Vargas Llosa llamando a votar en la segunda vuelta por la candidata Keiko Fujimori. Lo ha hecho desde su columna habitual «Piedra de toque», que se publica en diversos medios del mundo hispanoamericano. En realidad, no sorprenden las palabras del afamado novelista, si tenemos en cuenta su propia evolución en materia política, desde el viraje notorio que experimentara hace algunas décadas desde su inicial militancia en posiciones de izquierda hasta su adhesión al liberalismo en los años finales de la Guerra Fría, cuando empezó a cantar loas y ditirambos a los regímenes de Margaret Thatcher en el Reino Unido y de Ronald Reagan en los Estados Unidos, exponentes emblemáticos del neoliberalismo que se impuso en Occidente como el modelo único e indiscutible que debían seguir los países para alcanzar el progreso y el desarrollo.

Lo que sí causa estupor es el caso singular de que sea un apoyo hacia quien representa un movimiento que él mismo combatió desde que se produjera el golpe de Estado del 5 de abril de 1992, cuando el presidente Fujimori propinó a la joven democracia peruana uno de los ataques más arteros de los tiempos recientes, copando todo el poder, avasallando las instituciones representativas del Estado, persiguiendo encarnizadamente a los opositores e instalando un gobierno de corte autoritario que, con el pretexto de la lucha contra el terrorismo, que debió ser combatido dentro de los marcos legales, cometió aberrantes violaciones a los derechos humanos, poniéndose al mismo nivel que las fuerzas subversivas que decía detestar, con un saldo sangriento de miles de inocentes muertos o desaparecidos que hasta ahora no han recibido la justicia a pesar del tiempo transcurrido.

Es deplorable en un intelectual de la altura de Vargas Llosa oír argumentos tan febles y excretar lugares comunes, de un simplismo barato, repitiendo lo mismo que dicen por estos lares los políticos demagogos que abundan a raudales, como la cantaleta aquella de que un gobierno de izquierda significaría para el Perú parecerse a Venezuela, Cuba o Nicaragua. Lo repiten tanto, como si fuera un mantra o una oración laica, que da que pensar. Lo puedo comprender en medio de una campaña, donde los eslóganes y las frases buscan un impacto en el elector, pero no en el pensamiento de un ensayista u hombre de cultura. Sabemos perfectamente que no hay dos experiencias políticas iguales en el mundo, que asimilar la realidad de un país al de otro es tan ingenuo y racionalmente indefendible, que su lógica termina ahogándose en su propio silogismo. La complejidad de un país como el Perú, con sus propias características, idiosincrasia, historia y cultura, no puede compararse, por más fórceps ideológicos que usen sus apologetas, con ningún modelo que se haya dado en el mundo, por más que se trate de un país vecino latinoamericano, pues más allá del común idioma u otros rasgos que nos puedan asemejar, se trata de otra construcción identitaria.

Se quiere difundir el miedo entre la población a través del fácil recurso del “anticomunismo”, como lo han dicho abiertamente tanto los líderes de la agrupación Fuerza Popular (FP), como algunos de sus ocasionales corifeos, en cuya militancia encontramos desde los ultraconservadores, como el impresentable señor López Aliaga y sus desaforados desahogos limítrofes, hasta los exponentes más conspicuos de este liberalismo a la peruana, como el señor Pedro Cateriano, pasando, cómo no, por los remanentes del aprismo cadavérico que rezuman todo su odio a través de las redes sociales, y algún sector del acciopopulismo que estuvo de parte del golpe del año pasado, miembros de un partido que hace más de medio siglo también fue víctima de una campaña similar, cuando su joven candidato de aquella época, y no sé si sabrán esto los balaundistas de hoy en día, fue acusado igualmente de “comunista”, con afiches repartidos por todo el país llamando a no votar por la amenaza sediciosa que encarnaba, según ellos, el fundador de Acción Popular. Así que este jueguito infantil no es nuevo, me recuerda aquella fábula de Esopo “Pedro y el lobo”, donde un avieso pastor pretende atemorizar a sus vecinos apelando a la llegada de la fiera sólo para burlarse de ellos, con un final que ya todos lo conocemos.   

Otro argumento que esgrime el novelista es el de la libertad, que según él estaría mejor defendida en un probable gobierno de la señora K. Basado en especulaciones, en hipótesis personales, en prejuicios rebatibles, piensa que un gobierno fujimorista estaría en mejores condiciones de garantizar las libertades que uno del candidato Castillo. Creo que olvida adrede que fue precisamente el régimen de un Fujimori el que conculcó las libertades ciudadanas en la década del oprobio; que la libertad fue pisoteada vilmente por la gente que estuvo en las riendas del poder en los años de la infamia; que, finalmente, la libertad es un concepto relativo cuando están de por medio también valores tan importantes como la dignidad y la honra de un país. Porque de eso se trata al fin de cuentas, pues no todo es la economía, el modelo que ellos quieren salvar como si fuera la panacea, sabiendo que ese modelo es el culpable de la crisis que atravesamos, porque bajo el disfraz de un aparente crecimiento, se esconden abismales desigualdades que los señoritos encastillados en la capital no quieren ver, tildando de brutos e ignorantes a quienes no votan como ellos, no piensan como ellos. La pandemia precisamente está desnudando esas profundas injusticias e inequidades que muchos se empeñaron en ocultar.

No es pues la libertad el mejor razonamiento para avalar a la candidata del fujimorismo, salvo que sea la libertad para robar, asesinar y desaparecer, como se hizo en el gobierno de su padre, siendo ella la primera dama después del trato cruel e infame que recibió su madre, a la que aquella jamás defendió, aupándose al poder para recibir jugosas propinas de su padrino Montesinos –dinero que salió del erario público–, lo que le permitió estudiar en carísimas universidades norteamericanas, al igual que sus hermanos. O libertad para perseguir a representantes de las instituciones autónomas del Estado, como el que sufre ahora mismo el fiscal José Domingo Pérez, artífice del caso Lava Jato, donde ha reunido abundantes pruebas que incriminan a la señora K, para quien ha solicitado treinta años de carcelería. O libertad para presionar a los medios de comunicación, como el despido de la directora periodística de dos importantes medios televisivos, en una evidente y mañosa vuelta de tuerca de la mafia que a toda costa quiere impedir el triunfo del señor Castillo, que encabeza las primeras encuestas para la segunda vuelta, lo que ha ocasionado gran alarma entre la derecha bruta, achorada y privilegiada de siempre.

Pero el argumento que me hiela la sangre es aquel en que desliza la posibilidad de que haya un golpe de Estado militar si triunfa el candidato de Perú Libre (PL), en una suerte de velada amenaza, sutil advertencia al elector, para que no vote por quien él libremente decida hacerlo. Es decir, sólo si ganara la señora K estaría asegurada la vigencia de la democracia. Me consterna oír palabras así de la boca de un hombre que desde la ficción y desde el análisis ensayístico mostró siempre su reprobación absoluta a los regímenes militares, y que se mostró tolerante con las más diversas tendencias políticas, aun con aquellas con las que discrepaba abiertamente. Es una de las expresiones más antidemocráticas que le he escuchado al Premio Nobel. Tal vez la decadencia, no sólo física sino también intelectual, pueda explicar una postura como ésta. Es patético que el líder moral del antifujimorismo, el referente ideológico de los valores democráticos de las últimas décadas, el garante tácito de los gobiernos recientes, el oráculo de nuestra institucionalidad republicana, pida votar por un partido que encarna precisamente todo lo contrario, tanto por sus antecedentes que están frescos en la memoria de la gente, como por su presente siniestro en el período presidencial que concluye.   

El peruano humilde y sencillo, aquél que no se siente parte de la repartija que los poderosos han realizado con nuestras riquezas, no puede tragarse el cuento chino que le quieren contar por enésima vez. Ese peruano no olvida lo que significó para su país La Cantuta, Barrios Altos, Pativilca, las cuentas extranjeras de Montesinos, el grupo Colina, los quince millones de CTS para el asesor, las miles de mujeres esterilizadas contra su voluntad, la humillación de los magistrados del Tribunal Constitucional, el emporcamiento de las Fuerzas Armadas, la compra de la línea editorial de los medios de comunicación, los vladivideos del deshonor y cuarenta casos más que no alcanzarían en estas breves líneas. Sólo de imaginar el rostro de una de las madres de los estudiantes asesinados en la universidad La Cantuta, bañada en llanto por la irreparable desgracia de perder a su hijo de esa manera, reviviendo su tragedia ante el indulto que la hija pretende otorgar al dictador –promesa que a Vargas Llosa le parece legítima, aunque no la comparta– me impide pensar ni un segundo en la posibilidad de votar por el partido de marras. Además, dicha medida sería un imposible jurídico, como lo zanjó hace unos años la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

Soy un fervoroso lector de Vargas Llosa, he leído con gran placer varias de sus espléndidas novelas y con gran admiración sus enjundiosos ensayos, atesoro sus libros en un apartado especial de mi modesta biblioteca, pero casi siempre he discrepado con sus opiniones en materia política; no cometería el desatino de ofenderlo ni agraviarlo con acusaciones muy simplistas apelando a su condición de personaje célebre del jet set internacional, ni menos a su calidad de ciudadano español con título nobiliario incluido, mas la deriva de su pensamiento político no deja de apenarme, y cuando recuerdo a aquel muchacho que militaba casi en la clandestinidad en la célula Cahuide, no me queda sino comprobar que el ser humano puede ser dos o varios a lo largo de una vida, y que los años y el tiempo lo llevan a uno por caminos inusitados, de los cuales tal vez uno mismo es más culpable de lo que parece, más allá de que seas un ser gris y anodino o un gran pensador y referente intelectual de tu época.

 

Lima, 24 de abril de 2021.  


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