sábado, 19 de febrero de 2022

Imagen de Jauja

 

Luego de dos años de alejamiento por causas naturales, he regresado a Jauja a pasar lo que se suelen llamar unas vacaciones. Es la primera vez que llego por avión, después de haberlo hecho unas cuatrocientas veces por tierra, desde que salí de la ciudad hacen ya cuarenta años justamente. Lo hice para seguir estudios superiores cuando tuve la ventura de ingresar a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en 1982, un 4 de abril que no se ha ido de mi memoria. He vuelto cada año varias veces durante mi época de estudiante, en viajes tortuosos por una ruta que al principio fue interesante, pero que luego se hizo insufrible por los estragos del ascenso a las alturas en medio del invierno o en condiciones insalubres.

El descenso esta vez fue novedoso, luego de un vuelo de treinta minutos desde la capital. El clima era despejado, el aeroplano sobrevoló por breves minutos la verde campiña del valle del Mantaro, dejando entrever un paisaje impresionante con el hilo metálico del río corriendo en medio de feraces sementeras y de poblados diseminados a ambas orillas. Los ondulados cerros violados, ocres y parduscos enmarcaban una vista fabulosa a esa hora de la tarde, con un sol cenital que aún alumbraba la alegre faz de la provincia. Cuando la nave se posó en tierra, sabía que se iniciaban unas tres semanas de reencuentro entrañable con la tierra que fue testigo de mi irrupción en este mundo hace ya un buen puñado de años.

La ciudad ha cambiado muy poco desde que la dejé hace dos años, cuando acudí a ella para una cita familiar. Este año tampoco se celebra como siempre la fiesta del 20 de Enero, sin embargo los lugareños se las han ingeniado para realizar sus reuniones privadas y no perder la costumbre de escuchar, cantar y bailar los vistosos ritmos que acompañan a la afamada festividad del valle. Caminar por el casco histórico es una honda experiencia de añoranza y nostalgia, reviviendo momentos gratos, divertidos y tristes que hacen parte de toda vida. Apena comprobar que las aceras de muchas de las calles se encuentran en mal estado, cuarteadas y con grietas, mientras que otras tienen toda la apariencia de ser nuevas, con calzadas relucientes y lisas. Transitar por el histórico jirón Junín, convertido hace algunos años en una vía peatonal, es tomarle el pulso a la pequeña urbe con sus locales remozados, sus novísimos comercios y sus habitantes que discurren plácidos en medio de vendedores ambulantes, cantores y músicos de ocasión y algunos visitantes que se detienen a observar los detalles de ciertas casonas y construcciones antiguas.

Un recorrido por los cuatro puntos cardinales de la ciudad nos entrega vivencias renovadas de misterio, encuentros inéditos con paisajes y espacios que fueron parte de mi infancia, pero que vistos a la luz del tiempo adquieren una fisonomía inédita, como si los años transcurridos los hubieran dotado de significados y símbolos desconocidos. Explorar sus cuatro costados es una aventura fascinante. Por el oeste se sitúa el famoso cerro Huancas, en sus laderas se ubica el distrito de Yauyos, antiguo pueblo de mitimaes durante el Incanato. Por el otro extremo está el legendario barrio de La Samaritana, mi barrio, adonde ascendí para observar desde un collado el imponente escenario de la ciudad, dominado por los típicos tejados ocres, salpicados por algunos techos de calamina, un material que disuena en la andina arquitectura colonial, así como las ventanas de cristales azulados de ciertas construcciones modernas, un elemento de huachafería que disuena en el conjunto urbanístico de la ciudad. Pero en lontananza se pueden otear las líneas caprichosas de las colinas que en el fondo trazan la figura de un inca dormido, a cuyas orillas se encuentra la mágica laguna de Paca.

Por el norte caminé por el Jr. Junín hacia la salida de los pueblos ubicados en el valle de Yanamarca, que es también el camino que conduce a la provincia vecina de Tarma. Por primera vez tuve ocasión de ingresar al local de lo que en mi época se llamaba colegio 501, clásico rival del colegio 500, donde estudié toda la primaria. El local es amplio, conserva sus viejos pabellones al lado de modernas construcciones. Atravesando el patio principal se accede a un campo deportivo, donde un grupo de niños entrenaban bajo la guía de un profesor. Los truenos empezaban a sonar en la lejanía, el cielo se iba encapotando por el lado este, señal de que se avecinaba la lluvia, uno de los espectáculos más fascinantes de la serranía, aquel que siempre extraño cuando me encuentro en la desértica costa. Por la vía que va hacia la laguna se han levantado nuevas edificaciones, como el moderno local del Concejo Provincial de Jauja, casi enfrente de aquel que ocupa el del seguro social. Más allá está el recinto que alberga el Colegio Nuestra Señora del Carmen, construcción que tiene ya algunos años y donde funciona la primaria de dicho colegio de mujeres.

Hacia el sur la visita obligada es al Colegio San José, emblemático de la provincia, en cuyas aulas cursé la secundaria. Totalmente remozado, es casi otro al que yo conocí en los años 80. Posee nuevos pabellones, un comedor escolar, salas para talleres de música y un estadio muy bien conservado, con césped sintético y una vaquilla que nos recibe con miradas desconfiadas. De rato en rato muge de extrañeza, y cuando nos retiramos nos despide con un largo mugido como quejándose del abandono en que la dejamos nuevamente en esa su soledad desapacible. La avenida Ricardo Palma es la que conduce al centro educativo, a la vez principal ingreso a la ciudad. La antigua estación de trenes luce abandonada, por un tiempo funcionó como terminal terrestre, pero ahora está cerrada. Cuántas veces tomé el tren del ferrocarril central para dirigirme a Lima, o arribé esas tardes soleadas para pasar una temporada en el querido terruño.

Hacia el este se llega por el jirón Grau directo a la plaza Santa Isabel, donde parte una alameda hacia el cementerio general de Jauja. De allí continúa una carretera hacia los confines de la ciudad, se cruza un pequeño río llamado Yacus para internarse en los pueblos de Huertas, Molinos y otros. Los paisajes son majestuosos, con amplios sembríos de maíz y papas, mientras un variado ganado pace a sus anchas por entre la verdura de los campos. La visita al cementerio es un paso obligado por esta ruta, para visitar las tumbas de los familiares cuyos restos reposan allí desde hace décadas. Me detengo especialmente en los de mi madre y mi abuelita, dos mujeres fabulosas que se han convertido para mí en mis manes preferidos de una religión personal, llamémosla así, cuyo culto se escenifica en el recinto más íntimo de mis sentimientos.

Breves incursiones a algunos poblados de la margen derecha e izquierda de la carretera a Huancayo, marcan los días de esta visita anual. Esta vez le toca el turno al distrito de Mantaro, situado a 20 minutos de la ciudad, donde luego de recorrer la calle que conduce a la plaza, y de ser partícipes de una misa de difuntos en su pequeña iglesia, nos sorprende al retorno un chaparrón descomunal que nos obliga a ponernos a buen recaudo bajo el techado de una bodega. El clima en estos meses de verano es caprichoso, puede amanecer bajo un simpático sol que da a la atmósfera un aire caluroso, y de pronto cubrirse de nubes y precipitarse una lluvia con truenos, relámpagos y rayos atemorizantes. A veces es un verdadero diluvio, pues el agua cae a cántaros que convierten a la ciudad en una pasajera sucesión de riachuelos que descienden de occidente a oriente, o prolongarse toda una noche, sintiendo uno el monótono golpeteo de los tejados como una música natural que acompaña los sueños.

Otro día visitamos el cada vez más famoso y turístico cañón de Shutjo, situado en las márgenes del distrito de Canchayllo, una desviación de la carretera central cercana al pueblo de Pachacayo. Es un imponente paraje natural con inmensos farallones que flanquean un cristalino río que discurre por el medio de la quebrada. El ascenso a sus picos es agotador, el más elevado se sitúa por encima de los 3700 metros sobre el nivel del mar. Desde esta cumbre la vista del paisaje es impresionante y vertiginosa. Sobrecoge la manera cómo la naturaleza ha tallado estas moles gigantescas a lo largo tal vez de milenios. El recorrido completo se hace en dos horas aproximadamente, el desafío de la montaña y sus empinados desfiladeros constituyen todo una excitante aventura para el visitante.

Saliendo un poco de los límites de la provincia, el siguiente paradero es el centro arqueológico Wawi Wawi, una extraña y caprichosa formación rocosa que tiene la apariencia de bebés atamalados, pues en el quechua del centro el nombre significa precisamente bebé-bebé. Está localizado en el centro poblado de Matahulo, del distrito de Mito, provincia de Concepción, fronteriza con Jauja. Desde la cúspide de estas puntiagudas conformaciones geológicas se puede divisar todo el valle del Mantaro, incluso una parte del valle de Yanamarca, así como los místicos nevados del Huaytapallana hacia el sur, por la zona de Huancayo. Y aquí en esta ciudad, la capital de la región, conocí por fin el tan mentado Parque de la Identidad, un parque temático donde se exponen las figuras más notables del arte de la provincia, entre compositores, intérpretes y músicos que dieron lustre y resonancia al folclore huanca. Una lluvia menuda nos acompañó durante el recorrido, dándole un atractivo adicional a este paseo por un extracto de la cultura de la región.

Para concluir, haré notar la aparición de algunos cafés y restaurantes en Jauja, reconfortantes muestras del auge de la gastronomía y la tertulia en la provincia, así como alternativas de gran interés para el viajero que busca novedades culinarias y paisajísticas donde recrear y entretener sus horas de ocio. Esa es, pues, la imagen provisional de Jauja que entrego después de este último contacto con la tierra, de cuya savia y humus tomaré nuevos bríos para enfrentar los apabullantes retos que no dejará de ofrecernos el año que empieza.

 

Lima, 16 de febrero de 2022.



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