La dictadura de la moda debe ser una de las más brutales e
inexorables que se ciernen sobre los hombres y las mujeres, pues somete a sus
incautos esclavos a seguir una corriente por el sólo hecho de pertenecer al
momento actual, exento por tanto de someterse al escrutinio saludable de la
crítica y de estar sujeto a una apreciación justa bajo los elementales
criterios del gusto y de una formación mínimamente regida por los juicios
básicos de la estética. Sin embargo, uno puede ser indulgente si dicha dictadura
recae por ejemplo en materias tan banales como la ropa y los calzados, pero ya
resulta imperdonable si ello supone dejarse guiar por su férula en aspectos tan
esenciales como el arte y la cultura, especialmente la música, una de las
manifestaciones más excelsas del espíritu humano.
Es por ello que ver a jóvenes que comparten breves
grabaciones de baile en las redes sociales como Instagram o Tik Tok, teniendo
como sonido de fondo a la llamada música urbana, especialmente ese esperpento
sonoro conocido como reggaetón, produce una sensación de especial desagrado por
la incompatibilidad entre sus rostros lozanos, bellos y juveniles con esas
supuestas canciones que son en verdad una argamasa impasable de voces
espantosas, letras sórdidas y escabrosas, más el sonsonete insufrible de unos
ruidos de instrumentos torturados por las manos implacables de individuos
profiriendo chabacanerías que más que halagar los oídos los agreden de manera
imperdonable.
Una de las formas del infierno debe ser viajar en transporte
público, atestado de gente, las ventanas cerradas y encima al chofer no ocurrírsele
mejor cosa que endilgarnos esa inmundicia auditiva que es el mismo golpeteo
omnisciente que inunda toda la ciudad. Uno camina por cualquier avenida y de
los comercios vecinos –restaurantes, barberías, zapaterías, etcétera– se vuelca
a la calle el chorro insoportable de este tam-tam contemporáneo, la versión más
burda y coprolálica de un arte que sinceramente no merece ser representado de
esta manera. La música es la quintaesencia de la expresión artística, condición
a la que aspiran todas las artes, el juego armonioso de melodía, ritmo y
lenguaje universal, razón por la que todos quienes apreciamos grandemente su
dimensión no podemos permitir que se le infiera una humillación de esta
naturaleza, a manos de quienes haciéndose llamar músicos no poseen un ápice de
ese sentido maravilloso de la creación de belleza a partir del sonido.
Alguna vez Vargas Llosa contaba que en un recorrido por un
museo europeo había sido testigo de un suceso increíble. En medio de una
multitud de curiosos, se exhibía una obra de arte que al parecer era la más
apreciada por los ocasionales visitantes, y al acercarse para divisar aquello
que concitaba la atención de manera excepcional, su sorpresa fue mayúscula al
comprobar que se trataba de caca de elefante. Es decir, el arte ahora podía ser
cualquier cosa, con tal de convocar el interés del espectador. Algo parecido
quizás suceda ahora con este fenómeno del género en cuestión, presente en
cuanta reunión festiva sea organizado por jóvenes y no tan jóvenes. Siempre me
gustó hacer la analogía entre los sentidos del olfato y el oído, pues así como
cuando uno transita por un lugar con cerros de basura y el olor inmediatamente
nos suscita una repulsa hasta llevar a cubrirnos la nariz, de la misma manera
cuando sentimos un sonido repulsivo quien se siente ofendido es el oído, no
pudiendo a veces hacer lo propio ante tan inmundo sonido. Es lo que me pasa
cuando oigo aquello que ni siquiera catalogo como música; la reacción es
instantánea, no pudiendo tolerar un segundo su presencia mefítica.
Muchos críticos, artistas y melómanos están de acuerdo en
que ese engendro contemporáneo que ha penetrado todas las capas de la sociedad,
que incluso se ha impuesto en los grandes certámenes internacionales
patrocinados por reconocidas organizaciones del espectáculo, no es música, será
cualquier otra cosa menos música, pues de serlo ofendería la memoria de tantos
grandes creadores que en esta materia han destacado tanto en la música
académica o culta como en la popular, y cuyos nombres no podrían mezclarse con
estos exponentes de la más vulgar manifestación de un arte como la música.
Tengo la certeza, sin embargo, que su fugaz apogeo tendrá
pronto un ocaso gris y anodino, como todo aquello que no reúne la calidad
suficiente para trascender en el tiempo, convencido de que es su transcurso el
implacable juez que sabe poner cada cosa en su sitio. Mientras tanto seguiré
combatiendo donde me encuentre contra su brutal intrusión, defendiendo los
espacios que sean necesarios de su pérfida invasión, preservando los ambientes
más personales de la contaminación auditiva que entraña su grosero
atrevimiento.
Lima,
30 de abril de 2022.
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