Colombia ha sufrido los últimos sesenta años uno de los
conflictos armados más prolongados y cruentos del hemisferio, con cerca de
medio millón de muertos y otros tantos millones de desplazados y desaparecidos.
Esta tragedia humanitaria parece estar llegando a su fin, ese es el anhelo de
todos los colombianos y latinoamericanos, con la entrega del Informe Final de
la Comisión de la Verdad realizada el pasado martes 28 en Bogotá. Su
presidente, el sacerdote jesuita Francisco de Roux, en una ceremonia acorde a
las circunstancias, ha pronunciado un discurso muy sentido sobre las décadas de
la violencia que ha padecido su país, incidiendo en la importancia del
conocimiento de los hechos para no repetirlos. Se ha notado la ausencia en
dicho acto del presidente Iván Duque, de visita en Europa, en un gesto bastante
revelador, pues a lo largo de su mandato, que ya llega a su fin, poco o nada se
hizo por apuntalar el trabajo de los comisionados y por implementar los
acuerdos de paz firmados entre el gobierno y las Farc el año 2016.
Quien sí estuvo presente es el presidente electo Gustavo
Petro, quien asumirá las riendas del gobierno el próximo 7 de agosto. Esto da
gratas esperanzas en medio de un clima de pesimismo por los años transcurridos
sin ver materializados los puntos acordados en La Habana cuando el presidente
de ese entonces, Juan Manuel Santos, llevó a cabo un encuentro positivo con los
líderes de la guerrilla que habían decidido entregar las armas y encaminar a
Colombia por un futuro de paz y reconciliación, arduo y saturado de obstáculos
es cierto, pero fundamental para devolverle a toda la nación ese mínimo de
tranquilidad y concordia que todo pueblo requiere para lograr su desarrollo y
prosperidad.
Cerca de cuatro años ha trabajado la comisión bajo la batuta
del padre Francisco de Roux, un hombre sumamente respetado por todos los
sectores de la sociedad colombiana, filósofo, economista, sacerdote jesuita y voz dialogante de la
comunidad religiosa. Durante ese tiempo han tenido la ocasión de visitar la
mayor cantidad de poblados de las diversas regiones del territorio, escuchando
los testimonios y dramas de miles de ciudadanos víctimas de una guerra
demencial que ha transcurrido ante los ojos impasibles de un país jaqueado por
los grupos guerrilleros, las fuerzas armadas, las bandas de paramilitares y los
delincuentes del narcotráfico. Muchos de esos relatos son verdaderamente
espeluznantes, tragedias que describen la vesania y bestialidad a la que puede
descender el ser humano cuando es atrapado por la locura homicida del que piensa
que el otro es sencillamente el enemigo.
Oyendo al padre Francisco, su elocuencia cauta y honesta,
sus gestos mesurados y sabios, uno tiene la sensación de estar frente a un ser
excepcional, alguien que a sus 79 años recién cumplidos ha forjado un espíritu poseedor de una
agudeza tal que le permite entender en su cabal dimensión el laberinto inextricable
de la condición humana, y que desde allí es capaz de proponer y preconizar
salidas razonadas y justas a los increíbles callejones, en apariencia sin
salida, en que cae el hombre cuando es jaloneado por las fuerzas oscuras del
fanatismo, el odio, la venganza y la muerte. Esas ocho mil páginas de que se
compone el informe son, como ha recordado el escritor Juan Gabriel Vásquez, el
primer eslabón para pasar página a una era de horror y espanto que no debe
repetirse jamás.
Son tantos años en que el país entero vivió, como resume el
padre Francisco, en “modo guerra”, sintiendo que la violencia que se apoderaba
de todos los pueblos y ciudades era la forma única de la lucha política por el
poder, un pueblo anestesiado por los sucesos que se iban precipitando arteros
como si se tratara de una fatalidad inexorable. “¿Qué nos pasó a todos?”, es la
pregunta que se hacen los comisionados, cuestionando la apatía o indiferencia
de toda una sociedad que contemplaba con una mezcla de espanto y perplejidad,
pero también paralizada por el miedo, lo que venía ocurriendo. Eran muy pocos
los que levantaban sus voces demandando una acción frontal contra este
enfrentamiento fratricida de los colombianos. Tal vez porque hacerlo les
hubiese significado una segura condena a muerte de parte de alguno de los
bandos enfrentados, tal vez porque confiaban que en algún momento iría a cesar
la sinrazón desatada.
Es lo mismo que pasó en muchos de nuestros países, como el
Perú, Argentina y Chile, donde después de duras épocas de terror llegó el
momento de realizar el balance, para entender aquello que había pasado. Desde
la memoria, desde la recuperación de lo vivido, se podría acceder
posteriormente a la reconciliación y la reparación, con la promesa firme de no
repetir jamás aquello que costó sangre, dolor y lágrimas para millones de
ciudadanos. Lo terrible es que más del 80% de las víctimas fueron civiles,
hombres y mujeres que no tenían ninguna razón de ser parte de la contienda,
pero que sufrieron los peores castigos a manos de quienes se enzarzaron en aquella
demencia cainita.
Celebro este logro la Comisión de la Verdad. Viene ahora un
período de socialización de las conclusiones del informe, así como el seguimiento
respectivo de su implementación en todo el cuerpo de la nación, con el fin de
sanar heridas, restablecer la justicia, recuperar la paz y reconstruir la vida
cotidiana bajo los cimientos del entendimiento, la armonía y el compromiso de
edificar juntos el país que todos los colombianos merecen. He ahí la fe y la
esperanza del padre Francisco de Roux, artífice de este magno instante en la
historia del país de García Márquez, de la ubérrima tierra de las cumbias y los
vallenatos, de la patria grande que soñó forjar alguna vez Simón Bolívar.
Lima, 9 de julio de 2022.
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