sábado, 30 de julio de 2022

Una breve historia de la humanidad

 

Hace dos millones de años los humanos eran apenas unos animales insignificantes en África oriental. Varias especies humanas convivían en el mundo hasta hace aproximadamente 10 000 años, cuando una de ellas logró imponerse y dominar la Tierra como nadie lo había hecho hasta entonces. La historia de esta sorprendente travesía está narrada con gran precisión de datos y de una manera amena y documentada en Sapiens. De animales a dioses (Debate, 2013), del historiador israelí Yuval Noah Harari, profesor de historia en la Universidad Hebrea de Jerusalén y autor de numerosos libros de difusión masiva donde expone sus fascinantes investigaciones sobre la materia en la que es todo un experto.

Me ha llevado un buen par de meses en la gratísima compañía de este texto que considero fundamental para el conocimiento de cómo el hombre actual ha logrado alcanzar el grado de desarrollo que le ha permitido enseñorearse del planeta, a veces pasando por encima de las vidas de otras especies y sobre la misma naturaleza, causando estragos increíbles que nos ponen al borde de nuestra propia extinción. El autor aborda el tema a partir de tres grandes revoluciones que ha atravesado la peripecia humana: la cognitiva, la agrícola y la científica. Pasos importantes en ese devenir han sido indudablemente la domesticación del fuego y la cocción de los alimentos, así como el cerebro extremadamente grande de los sapiens y el coste de pensar.

Uno de los factores decisivos para el predominio del homo sapiens ha sido la existencia del mito, pues como señala Harari «un gran número de extraños pueden cooperar con éxito si creen en mitos comunes». Esta sería la explicación de por qué los humanos pueden formar imperios que gobiernan a millones de personas, cuando el umbral en el caso de los chimpancés es de 150 individuos. Contrasta para el caso la realidad objetiva y la realidad imaginada en la leyenda de Peugeot, la marca francesa que es un verdadero modelo de organización en la esfera de esta abstracción. Concluye el autor: «La verdadera diferencia entre nosotros y los chimpancés es el pegamento mítico que une a un gran número de individuos, familias y grupos. Este pegamento nos ha convertido en los dueños de la creación».

Un aspecto de la preocupación moderna con relación a la salud de la población mundial encuentra una explicación bastante atendible en el razonamiento de Harari. Se trata de la propensión del hombre contemporáneo al consumo de exageradas dosis de calorías, que ha traído aparejado el problema de la obesidad en grandes sectores de la población de los países especialmente occidentales. «El instinto de hartarnos de comida de alto contenido calórico está profundamente arraigado en nuestros genes», pues en los tiempos en que éramos cazadores y recolectores la idea era aprovechar al máximo la ración disponible de los alimentos que encontráramos a mano, porque no podíamos saber si más adelante tendríamos la misma suerte para hallarlos.

Se detiene también en algunas características de este período de nuestra evolución, donde los cazadores-recolectores eran animistas, o suponemos que lo eran. «El perro fue el primer animal en ser domesticado por Homo sapiens, y esto tuvo lugar antes de la revolución agrícola», sentencia el autor confirmando un dato que la historia ha registrado hace ya un tiempo. Asimismo, pone de relieve el rol de los sapiens en la extinción del 90% de la megafauna australiana, adonde llegaron hace 45 000 años. Califica a nuestra especie como la «más mortífera en los anales del planeta Tierra», y de forma más contundente aún lo define como «un asesino ecológico en serie».

El relato de que la revolución agrícola fue un gran salto adelante para la humanidad constituye, para Harari, una fantasía, el mayor fraude de la historia, porque «no se tradujo en una dieta mejor o en más ratos de ocio». Sostiene que el trigo, el arroz y las papas domesticaron a Homo sapiens, pero este proceso duró miles de años, y al final fue una trampa de la que ya no pudimos salir. Diagnostica una contradicción entre el éxito evolutivo y el sufrimiento individual que se acentuó, o por lo menos permaneció inalterable. Con la agricultura surgió también la preocupación por el futuro. Insiste varias veces en que los mitos y los órdenes imaginados son los que permiten la existencia de redes de cooperación en masa.

Realiza un breve registro de las escrituras del mundo, iniciada entre los sumerios, en Mesopotamia, luego siguieron los egipcios, los chinos y la América central. Hay una importante mención al quipu inca como sistema de memoria para conservar datos que sirvieron para la administración de un imperio. Es importante recordar que los textos como la Biblia, La Ilíada, el Mahabharata y el Tipitika budista empezaron como obras orales. Agrega que los números que llamamos arábigos lo inventaron en realidad los hindúes, mientras que actualmente los árabes usan dígitos muy diferentes de los occidentales.

Una comprobación recorre estas elucubraciones del autor: las redes de cooperación que se fundan en ficciones, y también en la escritura, no reconocen que no son naturales, es por eso que persiste la injusticia en la historia. Una expresión de ello sería el mito creacionista hindú, según el cual el sol fue creado del ojo de Purusha; la luna, de su cerebro; los brahmanes, de su boca; los chatrias, de sus brazos; los vaishias, de sus muslos; los sudras, de sus piernas. Otra certeza que establece es que en realidad nada es antinatural desde la perspectiva de la biología. Los conceptos de natural y antinatural han sido tomados de la teología cristiana, no de la biología, así como la discusión sobre sexo y género, los mitos en los que se han fundado las sociedades patriarcales.

La flecha de la historia apunta en una sola dirección, los mundos humanos de los siglos pasados tienden a unificarse. La visión global se va imponiendo lentamente a través de tres órdenes fundamentales: el económico (monetario), el político (imperios) y el religioso. Por ello afirma categóricamente: «El dinero es el más universal y más eficiente sistema de confianza que jamás se haya inventado». En el acápite «Visiones imperiales», desdemoniza el término «imperio»; enfatiza los lados positivos de su vigencia; hace un recuento de los principales imperios que han prosperado en la historia y los múltiples beneficios aportados al desarrollo de la humanidad. El mundo marcha hacia el establecimiento de un imperio global. Y en seguida abona con una reflexión no exenta de polémica: «Hoy en día se suele considerar que la religión es una fuente de discriminación, desacuerdo y desunión. Pero, en realidad, la religión ha sido la tercera gran unificadora de la humanidad, junto con el dinero y los imperios».

Figura también una interesante explicación del politeísmo, así como una aclaración histórica sobre la relación entre Roma y el cristianismo, teniendo en cuenta que primero fue una religión perseguida y sorprendentemente luego se convierte en religión oficial. Otro lado de este fenómeno es la posterior ruptura entre católicos y protestantes, una lucha encarnizada por la interpretación auténtica del mensaje cristiano. Es sorprendente el caso de que esta secta judía se haya apoderado de todo un imperio. El mundo pasó de ser politeísta a monoteísta al comenzar el siglo XVI. «El cristiano cree en el Dios monoteísta, pero también en el Diablo dualista, en santos politeístas y en espíritus animistas», observa el historiador. Esto se llama sincretismo, que, reconoce, «podría ser la gran y única religión del mundo».

El budismo es una religión que prescinde de los dioses, o que no los considera tan importantes. Siddharta Gautama, el Buda, «resumió sus enseñanzas en una única ley: el sufrimiento surge del deseo; la única manera de liberarse completamente del sufrimiento es liberarse completamente del deseo, y la única manera de liberarse del deseo es educar la mente para experimentar la realidad tal como es», apunta con perspicacia Harari, para quien hay religiones humanistas como el liberalismo, el capitalismo y el comunismo; así como el humanismo liberal, el humanismo socialista y el humanismo evolutivo.

Sobre el conocimiento de la historia posee una visión bastante particular: «Estudiamos historia no para conocer el futuro, sino para ampliar nuestros horizontes, para comprender que nuestra situación actual no es natural ni inevitable y que, en consecuencia, tenemos ante nosotros muchas más posibilidades de las que imaginamos». De la misma manera: «Al igual que la evolución, la historia hace caso omiso de la felicidad de los organismos individuales. Y los individuos humanos, por su parte, suelen ser demasiado ignorantes y débiles para influir sobre el curso de la historia para su propio beneficio». Estamos por una parte ante los destellos purísimos de la libertad, cuyas alas desplegadas nos pueden servir provechosamente para cambiar nuestro destino, pero también ante los designios implacables de la fatalidad, o de la voluntad como diría Schopenhauer, sobre todo por nuestra propia incapacidad para hacerle frente con la fuerza de la inteligencia. La historia sería como ese jardín de senderos que se bifurcan de la ficción borgiana.

Leyendo el capítulo titulado «El descubrimiento de la ignorancia», no pude evitar recordar las palabras de Sábato en uno de sus luminosos ensayos, donde afirmaba con gran sentido de la ironía y usando una de sus clásicas paradojas, que el porvenir de la ciencia era la ignorancia, pues cuanto más el ser humano había avanzado en su conocimiento del mundo, más se percataba de que la vastedad del saber humano era inabarcable. Más allá del sapere aude latino y del «saber es poder» de Bacon, lo cierto es que la parcela de nuestro dominio de la ciencia es infinitamente pequeña frente a la inmensidad de aquello que ignoramos. Aun así, el acto supremo de haber arrebatado el fuego del saber a los dioses, nos equipara al héroe mítico Prometeo, símbolo de esa innata aspiración humana por desentrañar las verdades de la existencia.

En esta perspectiva podemos entender mejor el maridaje entre ciencia, industria y tecnología, facilitado por la imposición del sistema capitalista a través de la revolución industrial, cuyo auge entre 1750 y 1850 significó un vuelco absoluto en las dimensiones del desarrollo moderno, que trajo consigo una serie de innovaciones que mejoraron de manera innegable la calidad de vida del hombre, aunque con la cuota injustificable de sufrimiento y degradación para importantes segmentos de la población, algo que tampoco debemos olvidar. Estos avances nos hicieron también contemporáneos de todos los hombres, aun cuando sujetos al molde cultural del Viejo Mundo. Harari lo demuestra de la siguiente manera: «En la actualidad, todos los humanos son, en mucha mayor medida de lo que en general quieren admitir, europeos por su manera de vestir, de pensar y por sus gustos. Pueden ser ferozmente antieuropeos en su retórica, pero casi todo el mundo en el planeta ve la política, la medicina, la guerra y la economía con ojos europeos, y escucha música escrita al modo europeo con letras en idiomas europeos». Una forma visible de ese «amor entre el imperialismo europeo y la ciencia moderna» que el autor ha rastreado en su estudio.   

En otro acápite aborda el tema de Colón, quien era todavía un hombre medieval, mientras que Américo Vespucci fue el primero moderno. Quizá ello explique el hecho de que el gran cartógrafo alemán Martin Waldseemüller le pusiera América al nuevo continente descubierto, creyendo que su descubridor era Vespucci. En fin, son los curiosos vaivenes de la historia y las decisiones muchas veces erradas que luego se prolongan por los siglos estableciendo verdades incontrastables. Por lo demás, así como las campañas napoleónicas permitieron que un estudioso francés descifrara la escritura jeroglífica, igualmente el oficial inglés Rawlinson, enviado a Persia en 1830, logró descifrar la escritura cuneiforme, tal vez la más antigua de la humanidad. Son conquistas surgidas del azar, consecuencias de hechos de armas muy concretos que terminan en aportes fundamentales para el acervo cultural mundial.

En otro orden de cosas, la extensión del crédito permitió el crecimiento de la economía, un acto de confianza en el futuro por parte del emprendedor. Pues el capitalismo consiste en esencia en invertir la riqueza obtenida, a través de dinero, bienes y recursos, en producción. Y a propósito del capitalismo intercala un dato histórico sorprendente. Resulta que la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales (WIC) logró el dominio de la costa atlántica de América y fundó Nueva Amsterdam a orillas del río Hudson; sin embargo, los indios y los ingleses atacaron dichas posesiones movidos por causas disímiles, por lo que los holandeses decidieron construir una muralla para defenderla. Finalmente, los ingleses logran apoderarse de la zona y rebautizan la colonia como Nueva York. Actualmente la muralla yace bajo la principal arteria de la ciudad, Wall Street, la calle de la muralla.  

Un apunte más sobre economía: entre los trastornos que trajo la revolución industrial, uno de los más notables fue la imposición del tiempo de los relojes. Sobre el mismo tópico hay una reflexión muy sagaz de Ernesto Sábato en su libro Hombres y engranajes (Alianza Editorial, 1980). La vida natural se rige por el tiempo de las auroras y los crepúsculos, por la presencia del sol vertical al mediodía y por las necesidades espontáneas de los hombres, no por el tiempo simultáneo de las oficinas y los horarios laborales. El despuntar del alba y la puesta del sol están hoy velados por esas torres babilónicas que dominan las ciudades; la hora del comer y del dormir ya no están determinadas por el hambre ni por el sueño, sino por los requerimientos cronométricos de las jornadas unánimes del trabajo que dictan la industria y la vida moderna.

El Estado y el mercado han fortalecido así cada vez más al individuo, pero a un costo muy alto: su alienación. Según Harari, el Estado y el mercado han sustituido a la familia tradicional y a las comunidades. Ahora hay nacionalismo y consumismo, lo que él llama «comunidades imaginadas». Demuestra con cifras que nuestra época, en comparación con otras del pasado, es esencialmente pacífica, tanto por los costes de la guerra como por los beneficios del comercio en tiempos de paz. No obstante, reconoce que es arduo el problema de medir la felicidad, porque ésta no sería objetiva, pues no siempre el dinero, la salud y las relaciones sociales nos proporcionan la dicha a todos por igual, sino que más bien depende de las expectativas subjetivas de las personas. La conclusión es clarísima: la historia no se ha preocupado de saber de qué manera los acontecimientos del mundo influyen o no en la felicidad humana.

Finalmente, avizora lo que nos depara el porvenir a partir de lo que contemplamos en estos albores del siglo XXI, donde Homos sapiens ha rebasado los límites de la selección natural a través del diseño inteligente que ya empieza a tener un asombroso futuro. Entre la bioingeniería, los cíborgs y la vida inorgánica se desenvolverá la humanidad en las próximas décadas. No sabemos a dónde puede llevarnos todos esos cambios que se avecinan, pero no cabe duda de que se trata de una realidad que sobrepasa cualquier previsión. El libro del profesor Harari es una valiosa contribución para entender la marcha de nuestra especie desde sus orígenes hasta nuestros días, escrito con la lucidez y el conocimiento propios de alguien que ha hurgado con paciencia y dedicación en los entramados más profundos de esta insólita especie a la que pertenecemos.

 

Lima, 28 de julio de 2022.



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